William Shakespeare o el universo en las tablas
- Los pilares de la literatura y sus corrientes subterráneas (de Odiseo a «Ulises»), de Emilio Pascual
24 octubre, 2011
Dice Emerson que los Ensayos de Montaigne «es el único libro del que sabemos con seguridad que ha estado en la biblioteca del Shakespeare». Podemos deducir que el mito de La Edad de oro, aun pasado por el irónico Gonzalo de La tempestad (II,1), le llegó de Montaigne (I,31), que a su vez pudo heredarlo de Hesíodo —el primero que lo describió— o incluso de Juvenal. Ya ven, los vasos comunicantes no se apagan.
Nacido en 1564, en Stratford-on-Avon, Shakespeare era, pues, una generación más joven que Cervantes. No debió de estudiar más allá de los latines y humanidades habituales en un escuela de pueblo, y desde luego no fue universitario, como tampoco lo fue Cervantes. Se casó a los 18 años, empezó a tener hijos; perseguido quizá por hurto, escapó a Londres (otro paralelismo con Cervantes, que también salió por pies hacia Italia). En Londres fue de todo: guardián de caballos a la puerta del teatro, traspunte, actor, coempresario, y por fin autor. (Ya saben que la palabra auctor en el XVI significaba tanto «actor», como «autor» y «empresario»: tal fue el caso del murciano Andrés de Claramonte, que ostentó la triple categoría de autor, y lo es de La Estrella de Sevilla y muy probablemente de El Burlador de Sevilla. Pero esa es otra historia). Al fin de su vida, ya jubilado, William Shakespeare, se retiró a su pueblo, como se retiraría Sherlock Holmes a Sussex, aunque no sabemos si para criar abejas, y desde luego no tan pobre como Cervantes.
«El universo en las tablas», hemos subtitulado esta columna imbatible shakespeariana. En una escena de su Juicio Universal, Papini dio voz a Shakespeare de este modo:
«Tú, bienaventurada criatura del cielo, quizá no puedes comprender qué quiere decir para una criatura humana estar llamada a ser el portavoz de los mudos, el resucitador de los muertos, el intérprete de la historia, el eco del pasado, el mensajero de las almas no resignadas al silencio y al destino.
En mí sentía agitarse un pueblo entero de almas que luchaban por volver a asomarse al sol de la vida merced a mi obra. […] En torno a mi mente siempre había una poblada corona de seres de toda clase que me pedían que les devolviese movimiento y palabra. Eran los muertos, los vencidos, los sacrificados, las jovencitas bajadas al sepulcro demasiado pronto, los condenados que querían gritar su inocencia, los dementes que querían descubrir la verdadera razón de su locura, los amantes que querían murmurar de nuevo y eternamente las extrañas y suaves paradojas de la pasión. […] Acudían de todas las regiones del universo y de todas las épocas del tiempo. […] Acudían reinas con lágrimas y pastoras destilando gracia, soldados feroces y prelados astutos, eremitas y villanos, capitanes y mártires, verdugos y malhechores, caballeros y sicarios, frailes y aldeanos, vírgenes dignas de los altares y mujeres dignas del burdel, asesinos y asesinados, trastornados y ensangrentados por igual. Me solicitaban incluso los monstruos de la leyenda, las hadas de las selvas, las criaturas de la fábula, los espíritus del aire y los pájaros del cielo, las fieras del desierto y las flores salvajes que orlan los ríos soñolientos. […] Ya no era yo: estaba condenado a ser únicamente el gran empresario de la comedia y de la tragedia de a vida. [… Porque], a través de tantas almas, [iba descubriendo] las secretas suciedades y torturas de la vida humana. Descubrí que el amor, aun el más puro, es siempre mezcla de mentira y animalidad; que el poder de los poderosos se paga siempre, por ellos y por los demás, con sangre y con lágrimas; que el pecado tiene sus excusas y la pureza sus manchas; que la razón tiene sus absurdos y la locura, casi siempre, su inaudita razón. Descubrí que los pobres sufren, que los grandes sufren, que los perseguidos sufren, que amantes y odiantes sufren, que aun los sabios sufren y más duramente que los demás… [Descubrí] el dolor universal…» (Obras completas, V, Madrid, Aguilar, 1966, págs. 618-620).
Ese es el resumen: «un pueblo entero de almas». La grandeza de Shakespeare se agiganta cuando comprobamos que surgió casi en medio de un desierto. El teatro inglés anterior se reducía prácticamente a misterios litúrgicos y farsas de dudoso gusto. Solo Marlowe (1564-1693), estricto contemporáneo suyo, atisbó los umbrales del genio, pero murió a los 29 años en una pelea de taberna (o arteramente asesinado, no se sabe): El judío de Malta pudo estar en la base de El mercader de Venecia; de El doctor Fausto hablaremos más adelante. (Según Auden, quizá de Marlowe heredó Shakespeare «el estilo colérico y apasionado»). Y Ben Jonson (1575-1624), once años más joven, dejaría memorables comedias, como la permanente Volpone.
El legado de Shakespeare se compone de 39 obras, 5 poemas de diversa extensión y 154 sonetos. Estudiado y admirado hasta la extenuación, su bibliografía es inabarcable. Solo recomendaré dos libros de fácil acceso y no siempre lecturas coincidentes: el del poeta W. H. Auden, Trabajos de amor dispersos, Barcelona, Crítica, 2003, y el monumental e interesantísimo de Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, publicado por Anagrama, Barcelona, 2002.
Los recursos de Shakespeare no son excepcionales. La mezcla del verso y de la prosa no es rara, pero en su caso la devoción por el lenguaje lo impulsa a llevar a las tablas líneas insustituibles: «todo se sacrifica a la tentación de la frase bien lograda, el retruécano fascinador, o la metáfora sublime» (Riquer-Valverde, I,697). La originalidad de sus argumentos, escasa: prácticamente todas sus historias son prestadas. Otros recursos, como la mujer vestida de hombre, lograban efectos opuestos en España e Inglaterra: mientras en España la mujer travestida ofrecía un aspecto erótico muy apto para el equívoco (Tirso de Molina sería en esto un maestro consumado: piénsese en Don Gil de las calzas verdes), en Inglaterra, donde no se permitía actuar a las mujeres y eran varones quienes hacían los papeles femeninos, una dama vestida de varón era una vuelta de tuerca que potenciaba la teatralidad del teatro. En Hamlet se lleva al extremo el recurso del teatro dentro del teatro (Hamlet es espectador de su propia obra), como ocurriría con frecuencia en el barroco español. (De hecho Cervantes compra su propio libro, y Don Quijote lee su propia historia). De ahí la preferencia por la metáfora del mundo como teatro, tema tan caro a nuestra literatura áurea que dará título a un insuperable auto de Calderón (El gran teatro del mundo) y el propio don Quijote lo recordará al principio de la segunda parte:
«Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, este el mercader, aquel el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos de ella, quedan todos los recitantes iguales. […] Pues lo mismo acontece en la comedia y trato de este mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban y quedan iguales en la sepultura» (II,12).
La excepcionalidad de Shakespeare está, pues, en otro lugar: en los personajes y en el lenguaje definitorio y definitivo. Doy por supuesto que todos ustedes conocen todas o la mayor parte de las obras de Shakespeare y así vamos a obviar los argumentos para concentrarnos en un puñado de caracteres, que casi se podría decir que resumen la historia del universo. Por lo demás, el argumento tiene un interés relativo: en general está tomado de la historia o de leyendas y relatos anteriores, que Shakespeare adapta sin importarle los anacronismos que le reprochaba Moratín o le censuraba Tolstoi. Y es que, en efecto, el principio de El rey Lear, por ejemplo, es de una puerilidad intolerable. Pero en cuanto empieza a hablar Lear da lo mismo. Viene a ser como el Macguffin hitchcockiano de Con la muerte en los talones: todos corriendo tras un Kaplan que no existe.
En cuanto empieza a hablar, habría que decir con Javier Marías que «en realidad eso no importa mucho: tampoco a Shakespeare se lo comprende a menudo o no cabalmente, y sin embargo abre diez senderos o bocacalles por los que adentrarse y llegar muy lejos cada vez que da una metáfora oscura o ambigüedad deslumbrante (los abre si uno sigue mirando y pensando más allá de lo necesario, como nos recomendaba mi padre, y se insiste a sí mismo y se dice ‘Y qué más’, allí donde diría uno que ya no puede haber nada)» (Javier Marías, Tu rostro mañana, 2: Baile y sueño, Barcelona, Círculo de lectores, 2005, pág. 198).
Su primera época se compone de algunas historias (las tres partes de Enrique VI), las primeras comedias y las tragedias de aprendizaje. La brutalidad de Tito Andrónico (que pone en escena una muchacha violada, sin lengua y sin manos, y que escribe con su propia sangre el nombre de su agresor) es algo que, por ejemplo, no soportaba Moratín. En La comedia de las equivocaciones, el juego de los gemelos procedía ya de Plauto (aunque a veces la realidad se encarga de superar a la ficción, como ha ocurrido recientemente con el caso de las gemelas de Canarias). El asunto de La fierecilla domada está tomado de un cuento de El conde Lucanor, que a su vez procedía de fuentes orientales, como ya se ha sugerido en el Preludio. Quizá, contra su costumbre, en Trabajos de amor perdidos no recurrió a otras fuentes: la alusión a la literatura española en aquel «español fantasioso» solo refleja la imagen literaria y estilística de España vista por un inglés. Es una obra muy personal, y Bloom piensa que «Shakespeare gozó tal vez de un brío particular y único al componerla… Es un festival de lenguaje, un exuberante despliegue de fuegos artificiales en el que Shakespeare parece buscar los límites de sus recursos verbales y descubre que no existen». Sus juegos de palabras apenas son traducibles. (Kenneth Branagh la llevó al cine en 1999, con ese aire de ópera que veía Harold Bloom). Pero quizá la obra maestra de este primer ciclo sea El sueño de una noche de verano. Comedia dentro de la comedia, con tres enredos entrelazados, historias de amor reales que parecen ficticias y viceversa, Mendelssohn acabó de inmortalizarla con su música…
Pido disculpas por este tono telegramático, pero ni el espacio permite más alegrías ni hay comentario alguno que exima de leer a Shakespeare. En Romeo y Julieta la tragedia está fuera del escenario. Porque todos sabemos que el amor no puede durar, que esa estación que casi podría situarse en el Paraíso, es perecedera, como las rosas y las estrellas, como todo lo de aquí abajo. Cuando nos acerquemos al cinismo del siglo xx no faltarán humoristas que lo vean así. (Jardiel Poncela, en Margarita, Armando y su padre, resolverá de un modo muy particular el desaforado amor de La dama de las camelias: «Si los separásemos por cualquier medio, volverían a unirse, o, por lo menos, se acordarían ya siempre uno de otro, y no habríamos conseguido más que hacer de esto una novela romántica. En cambio, si les facilitamos la unión y el convivir y el estar siempre juntos, a la vuelta de un año, o de dos, ya no podrán aguantarse»). T. S. Eliot, en La tierra baldía, vería a Romeo y Julieta como un «empleado en una pequeña agencia», con granos en la cara, y una mecanógrafa que vuelve malhumorada de su trabajo. Pero Romeo y Julieta sobrevive también en esos magníficos secundarios como la Nodriza o Mercucio, hasta el punto de que Bloom sospecha que Shakespeare se vio obligado a matarlo porque chupaba cámara en exceso y acaparaba demasiado los focos de la obra.
La tragedia se completa con la comedia Como gustéis, que es de algún modo el reverso de la medalla. No se habla mucho de esta «obra exquisita», y sin embargo tiene hartos méritos para ello. Basada en una obra de Thomas Lodge, titulada precisamente Rosalynd (1590), en la comedia resuenan los ecos de La Diana de Montemayor, una obra que estaba en la biblioteca de don Quijote. Pero el caso de Rosalinda es verdaderamente único: vestida de muchacho, disfrazada de «lacayo insolente» ante su amado, denuesta el matrimonio e intenta desanimar precisamente a quien ama. Resulta genial su postura: en el fondo sabe que el teatro que está haciendo no es teatro, que la realidad es así de traidora y cruel, pero sabe también que no puede dejar de sucumbir al amor. Comparto absolutamente la afirmación de Harold Bloom: Rosalinda es «el personaje más admirable de todo Skakespeare…, la más dotada, tan notable a su modo como Falstaff y Hamlet en los suyos». No faltan en ella los inconfundibles toques shakespearianos: «No sabéis, amo —le dice Adán a Orlando—, que para cierta clase de hombres sus cualidades son otros tantos enemigos?… ¡Oh qué mundo el nuestro, donde lo que implica mérito emponzoña a su poseedor!» (II, 3). O el socorrido motivo del teatro dentro del teatro, que en boca de Jaques queda así: «Todo el mundo es un gran teatro, / y todos los hombres y mujeres meramente actores. / Todos hacen sus entradas y sus mutis / y diversos papeles en su vida…» (II,7).
De la época de Romeo y Julieta es Julio César, una obra popularizada por la película de Mankievicz, que ha dejado el rostro de Marco Antonio permanentemente asociado a Marlon Brando. Procede de Plutarco. Una obra pesimista y sombría, en que se llega a la conclusión de que el infierno está empedrado de buenas intenciones; una obra sobre el comportamiento de la masa, que tan bien analizaría Canetti en ese ensayo con aire de novela que es Masa y poder; una obra, en fin, algo fatalista sobre el destino de las civilizaciones como del individuo: «que la muerte, final imprescindible, / llegará cuando llegue». También de esta época son Mucho ruido y pocas nueces, una producción llevada al cine por Kenneth Branagh con mucho juego de cámara y actores variopintos, y El mercader de Venecia.
El mercader de Venecia resulta hoy un poco «políticamente incorrecta» por ser su protagonista un judío. (Prestamista y usurero tiene menor importancia: al fin y al cabo, también Shakespeare lo fue algún tiempo). Pero no hay que perder de vista lo esencial. El protagonista no es un judío, sino en realidad un versículo bíblico, o más bien dos. El uno es el que dice: «Con la medida que midiereis seréis medidos» (Mt 7,2), que puede traducirse como «al que obra con justicia se le tratará con justicia y al que obra con misericordia se le tratará con misericordia». Si no nos quedáramos en la anécdota, y fuéramos al fondo de las cosas como pedía Graham Greene, quizá recordaríamos otro versículo bíblico en nuestra sociedad tan hipócrita y religiosa que se mata por la religión en vez de por su cumplimiento: el de la emigración. «No oprimáis ni maltratéis al extranjero, pues también vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Ex 22,20). Era Swift el que no salía de su asombro viendo cuántos hombres religiosos encontraban en la religión muchas razones para odiarse y muy pocas para amarse. ¡Ah, la justicia! Hamlet llegaría a decir a Polonio, el cual pretendía tratar a los actores «como se merecen»: «¡No señor, mucho mejor! Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién se libraría de ser azotado?». Pero Shakespeare da para mucho. Y he aquí cómo el judío puede pasar de perseguidor a perseguido. En la conocida película de Lubitsch, To be or not to be, Shakespeare está presente por doquier: allí un actor secundario es capaz de interpretar el papel de su vida ante un Hitler de ficción precisamente recitando el monólogo de Shylock:
«¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene manos un judío, ni órganos, proporciones, sentidos, pasiones, emociones? ¿No toma el mismo alimento, lo hieren las mismas armas, lo atacan las mismas enfermedades, se cura por los mismos métodos? ¿No lo calienta el mismo estío que a un cristiano? ¿No lo enfría el mismo invierno? ¿Es que nos sangramos si nos espolean? ¿No nos reímos si nos hacen cosquillas? ¿No nos morimos si nos envenenan? ¿No habremos de vengarnos en fin, si nos ofenden? Si un judío ofende a un cristiano, ¿qué benevolencia ha de esperar? La venganza. […] Pondré en práctica toda la vileza que he aprendido, y malo será que no supere a mis maestros» (III,1).
De Hamlet ya no es posible hablar sin simplificar. Hace tiempo se dijo que la leyenda nórdica en que se inspiró Shakespeare es una variante del Orestes vengador de Agamenón. Shakespeare pudo leerla en la versión de Saxo Grammaticus, que curiosamente era nativo de Elsinor, según la recoge en sus Historiae Danicae o Gesta Danorum, escritas en latín en torno a 1185, e impresas en 1514. Hacia 1576 ya se había traducido al francés y poco después al inglés. Antes de 1587 existía ya una obra de teatro con el mismo asunto, y se ha atribuido a Thomas Kyd (1558-1594), autor de la Tragedia española, aunque Bloom lo pone en duda. Es él quien sintetiza así: «Hamlet es apenas la tragedia de venganza que solo finge ser. Es el teatro del mundo, como La Divina Comedia o El paraíso perdido o Fausto o Ulises o En busca del tiempo perdido… Hamlet sigue estando aparte… Hamlet, primero y último, rivaliza con el rey David y con el Jesús de Marcos como carismático-entre-los-carismáticos». Más vale detenerse aquí.
Entre las infinitas derivaciones que ha tenido, solo quiero recordar Rosenkrantz y Guildestern han muerto, de Tom Stoppard, cuyo título procede de uno de los últimos versos de Hamlet. Es la tragedia del personaje secundario cuando, imprudente o ambicioso, se acerca peligrosamente a los engranajes del poder. Sancho Panza lo había dicho con un prosaico refrán: «Entre dos muelas cordales nunca metas los pulgares». Y quizá John Updike, que en su novela Gertrudis y Claudio se remonta a los antecedentes de la leyenda inspiradora; Claudio no sería ese «sátiro lascivo» que nos pinta Hamlet, sino un joven melancólico y enamorado, con la luz importada de sus viajes mediterráneos, y al que el típico matrimonio por razón de estado privó de Gertrudis en beneficio de su hermano. La novela acaba donde empieza la tragedia; y en el epílogo Updike recoge «este inquietante resumen de la interpretación de G. Wilson Knigth en La rueda de fuego: interpretación de la tragedia shakespeariana, 1930; revisión, 1949: “Dejando de lado la ocultación del crimen, Claudio parece un rey capacitado, Gertrudis una reina noble, Ofelia un tesoro de dulzura, Polonio un consejero tedioso pero no maligno, Laertes un joven representativo. Hamlet los lleva a todos ellos a la muerte”».
Tolstói consideraba que, en Hamlet, desarrollo y personaje habían destrozado la claridad de la leyenda transmitida. En España, un Bécquer juvenil compuso su Hamlet en tres actos, «porque la sencillez de la acción no admite una extensión mayor y el número de tres es, a mi corto juicio, propio de la tragedia», usando los nombres de la leyenda y debatiéndose todavía entre las reglas y las apariciones de la sombra en escena. Medio siglo antes la había traducido Moratín, seducido y molesto al mismo tiempo, e hizo un análisis exhaustivo desde sus presupuestos estéticos neoclásicos. Su punto de vista podría resumirse en estas palabras del prólogo:
«Las bellezas admirables que en ella se advierten y los defectos que manchan y oscurecen sus perfecciones forman un todo extraordinario y monstruoso. […] Unas veces procede la fábula con paso animado y rápido, y otras se debilita por medio de accidentes inoportunos y episodios mal preparados e inútiles, indignos de mezclarse entre los grandes intereses y afectos que en ella se presentan. Vuelve tal vez a levantarse, y adquiere toda la agitación y movimiento trágico que la convienen, para caer después y mudar repentinamente de carácter, haciendo que aquellas pasiones terribles, dignas del coturno de Sófocles, cesen y den lugar a los diálogos más groseros, capaces solo de excitar la risa del vulgo. Llega el desenlace, donde se complican sin necesidad los nudos, y el autor los rompe de una vez, no los desata, amontonando circunstancias inverisímiles que destruyen toda ilusión; y ya desnudo el puñal de Melpómene, le baña en sangre inocente y culpada, divide el interés y hace dudosa la existencia de una providencia justa al ver sacrificados a sus venganzas en horrenda catástrofe el amor incestuoso y el puro y filial, la amistad fiel, la tiranía, la adulación, la perfidia y la sinceridad generosa y noble. Todo es culpa, todo se confunde en igual destrozo. Tal es en compendio la tragedia de Hamlet, y tal era el carácter dramático de Shakespeare».
Hay obras incómodas, como Troilo y Crésida, cuyo argumento podría resumirse en las procaces palabras de Tersites, una especie de Falstaff semiloco y sin su encanto: «¡Esta es la guerra [de Troya]! ¡Una superchería, un malabarismo, una bellaquería! ¡Y pensar que todo el argumento es una puta y un cabrón! ¡Bonita querella para luchar dos partidos rivales y sangrarse hasta la muerte! ¡Caiga la sarna sobre tal asunto, y que la guerra y la lascivia lo confundan todo!» (II,3). En esta «antitragedia, anticomedia, antihistoria… —escribe Bloom—, ¿quién no es a la vez engañador de sí mismo y engañador de los otros?». La «enajenación social» y el «nihilismo» recorre también otras dos obras: Bien está lo que bien acaba, cuyo título ya anuncia su acritud y amargura resignada, con un Parolles que, sin ser Falstaff, sabe decir cosas como estas: «Enmohece, espada; enfríate, rubor; y viva Parolles» (IV,3); y finalmente Medida por medida, «el adiós de Shakespeare a la comedia», esa «obra maestra del nihilismo», que para Bloom supera a sus dos predecesoras «en acritud y parece purgar a Shakespeare de cualquier idealismo residual del que no lo hubieran purgado ya Tersites y Parolles».
¿Qué decir de Otelo, Macbeth, El Rey Lear, sin merecer la horca por prevaricación o simplismo? En Otelo hay un verso monosilábico (el 59 de la 2ª escena) que puede competir con algunos de la Eneida, «el único verso macizo y amenazador» de la literatura inglesa según Bloom, y que podría haber seducido a Borges: Keep up your bright swords, for the dew will rust them [«Envainad las espadas relucientes, no vayan a enfriarse con el rocío»]. Macbeth supo decir poco antes de morir algo imborrable:
«Mañana, y mañana, y mañana
se arrastra con paso mezquino día tras día
hasta la sílaba final del tiempo escrito;
todos nuestros ayeres alumbran a los necios
la senda de cenizas de la muerte. ¡Apágate, breve llama!
La vida es no es más que una sombra fugitiva,
un mal actor que en escena se agita y pavonea
y después no vuelve a ser oído. Es un cuento
contado por un idiota, lleno de ruido y furia,
que nada significa…» (V,5ª).
Del penúltimo verso tomó Faulkner el título para una famosa novela. El Rey Lear, que sedujo incluso al cine japonés con la espectacular Ran (1985), de Akira Kurosawa, abarca dos acciones: la del buen hijo calumniado, y la de la ingratitud. La médula de la obra está en ese «cuarteto trágico»: un rey enloquecido conducido por su bufón, y un padre (Gloster), injusto y arrepentido, guiado en su ceguera por su propio hijo, también loco a fuerza de fingir locura. «Ahora sé más —dice Gloster con el acento bíblico y con las mismas palabras del salmista (22,7)—: el hombre es un gusano». Y añade:
«Somos para los dioses
como las moscas para los chiquillos:
nos matan por diversión».
¿No resuena La Ilíada en estos versos? El final cruel, «horrible apoteosis de amargura y locura», tiene lugar cuando Lear entra con su hija Cordelia, la única que lo ha amado verdaderamente, muerta en sus brazos: «¡Aullad, aullad, aullad!», grita como la hija de Jefté.
«¿Por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata,
y en ti no hay aliento? Tú ya no volverás;
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca».
En Antonio y Cleopatra, su atracción física es real, pero —dice Auden— «su lascivia no es tanto una necesidad física cuanto una forma de olvidar el tiempo y la muerte». Lo que están diciéndose es: «Quiero vivir para siempre». Esa conciencia de la caducidad es algo típico del barroco —y muy singularmente del español—, y el querer superarlo también. «No volveré a servir a señor que se me pueda morir», dijo el duque de Gandía, más tarde san Francisco de Borja, ante el cadáver descompuesto de la reina, que había pasado por ser la mujer más bella del orbe.
Timón de Atenas parte de una exageración un tanto inverosímil, como en el caso del Rey Lear: la de la prodigalidad imposible de Timón. Pero siempre en Shakespeare son necesarios esos extremos para mostrar la crueldad de la condición humana. Sus ramificaciones son inmensas. ¿Recuerdan la película de Fred Zinnemann, Solo ante el peligro (1952), con Gary Cooper? Es necesario ir uno por uno, sufriendo negativa tras negativa, para apurar hasta el fondo las heces de la cobardía y la ingratitud humana. ¿Recuerdan al capitán Nemo, encerrado en su Nautilus para ocultar, o proteger, su justificada misantropía? El exabrupto de Timón contra la ciudad de Atenas del principio del cuarto acto es sobrecogedor: «No me llevaré nada tuyo —apostrofa a la ciudad—, sino la desnudez, ciudad detestable!… Timón se va a los bosques, donde encontrará a la más salvaje de las bestias más tierna que el género humano». Y al final del mismo acto IV: «Sean los hombres como maderas secas y que las enfermedades chupen su sangre mentirosa». En su tumba figuraba el siguiente epitafio:
«Aquí duermo yo, Timón,
que en vida detesté a todos los hombres».
Habría que hablar de La tempestad, que ya hemos mencionado a propósito de la Edad de Oro y de Montaigne, en cuyo ensayo sobre los caníbales (I,31) probablemente se inspiró y tal vez dejó su huella en el nombre de Calibán. Pero el personaje que completa y resume a Shakespeare es Falstaff, a quien Harold Bloom ha concedido una importancia y singularidad especiales. (Naturalmente se trata del Falstaff de los Enriques IV y V, no el de Las alegres comadres de Windsor, un impostor indigno de llevar su nombre. Es, pues, el Falstaff de Campanadas a media noche, de Orson Welles, y no el de Verdi, aunque su libretista Arrigo Boito tuvo la suficiente habilidad para arrebatar a los Enriques el párrafo del honor). Falstaff es el otro personaje de Shakespeare, al lado de Hamlet, y llega a decir Bloom que ambos son a Shakespeare lo que D. Quijote y Sancho a Cervantes. Falstaff es el primero en decirnos que no tiene nada que ver con los tiempos que corren. Todas las grandes palabras por las que la gente mata y muere —patria, religión, honor—, para él se reducen a vivir sin más. En toda su integridad si es posible:
«El honor me aguijonea hacia adelante. Sí, pero ¿qué, si el honor me aguijonea hacia atrás cuando avance? ¿Es que el honor puede reponer una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. El honor, ¿no tiene, pues, ninguna habilidad en cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra de honor? Aire. ¡Un adorno costoso! ¿Quién lo posee? El que murió el miércoles. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es, pues, una cosa insensible? Sí, para los muertos. Pero ¿no podría vivir con los vivos? No. ¿Por qué? La denigración no lo sufriría; por tanto, no lo quiero. El honor es un simple escudo de armas…, y así acaba mi catecismo. […] No quiero un honor que haga una mueca como la de sir Walter [muerto]. Dadme la vida; si puedo salvarla, bueno; si no, el honor llegará sin que se le llamen, y todo se acabó» (Primera parte del Rey Enrique IV, V, 1ª y 3ª; cf. Harold Bloom, 17,3).
Lástima en este caso que el inglés no sea nuestra lengua, para entender lo que dice Bloom: que Falstaff «es el verdadero monarca del lenguaje, sin paralelo no solo en cualquier otro lugar de Shakespeare sino en el conjunto de la literatura universal». Exageraciones al margen, lo cierto es que tanto el doctor Johnson como Oscar Wilde heredaron esa asombrosa capacidad para afilar el lenguaje, la réplica, el aforismo, el retruécano, la frase brillante y lapidaria. Y Shakespeare, que «según podemos colegir tanto por su vida como por su obra, tenía horror a la violencia, incluyendo la violencia organizada de la guerra», pintó en Falstaff un ser pacifista, que prefería que le llamaran cobarde a perder una pierna por razones tan incomprensibles como una frontera, una religión, el honor o un pedazo de tierra. Por desgracia, en este terreno no hemos avanzado mucho. El profesor Andrew Cecil Bradley (1851-1935), que a decir de Harold Bloom ha sido «el mejor crítico inglés de Shakespeare desde William Hazlitt», escribió un «grandioso párrafo» inolvidable que, a pesar de su longitud, no es posible dejar de transcribir. Lo cita Bloom en el mismo cap. 17,3. (Los subrayados son míos):
«La bendición de la libertad conseguida con humor es la esencia de Falstaff. Su humor no solo está dirigido principalmente contra obvios absurdos; es el enemigo de todo lo que interfiera con su gusto, y por lo tanto de todo lo serio, y especialmente de todo lo respetable y moral. Pues estas cosas imponen límites y obligaciones y nos hacen súbditos de la ley, esa vieja patraña de papá, y del imperativo categórico, y de nuestra posición y sus deberes, y de toda clase de inconvenientes. Digo que es por lo tanto su enemigo; pero soy injusto con él; decir que es su enemigo implica que los considera cosas serias y reconoce su poder, cuando en verdad se niega a reconocerlos en absoluto. Para él son absurdos, y reducir una cosa al absurdo es reducirla a nada y marcharse libre y regocijado. Esto es lo que Falstaff hace con todas las pretendidas cosas serias de la vida, a veces sólo con sus palabras, a veces también con sus acciones. Hará que la verdad aparezca como absurda por medio de solemnes declaraciones que exterioriza con perfecta gravedad y que espera que nadie crea; y el honor, demostrando que no puede arreglar una pierna y que ni los vivos ni los muertos pueden poseerlo; y la ley, evadiendo todos los ataques de su más alto representante y obligándolo casi a reírse de su propia derrota; y el patriotismo, llenando sus bolsillos con los sobornos ofrecidos por soldados competentes que quieren escapar del servicio, mientras toma el lugar de los tullidos, los lisiados, los presidiarios; y el deber, mostrando cómo trabaja en su vocación: la de robar; y el valor, burlándose de su propia captura de Colevile e igualmente proclamando gravemente que ha matado a Hotspur; y la guerra, ofreciendo al príncipe su botella de vino de Canarias cuando le pide una espada; y la religión, divirtiéndose con el remordimiento en ratos de ocio cuando no tiene otra cosa que hacer; y el miedo a la muerte, manteniendo perfectamente intacto, frente al inminente peligro e incluso mientras siente el temor de la muerte, exactamente el mismo poder de disolverlo en cuchufletas que muestra cuando está tranquilamente sentado en su posada. Estos son los maravillosos logros que lleva a cabo, no con la acritud de un cínico, sino con el regocijo de un muchacho. Y por lo tanto lo alabamos, lo loamos, pues no ofende a nadie más que a los virtuosos, y niega que la vida sea real o la vida sea seria, y nos libera de la opresión de esas pesadillas, y nos eleva a la atmósfera de la perfecta libertad».
La herencia de Shakespeare es infinita en el arte, el cine, la música, la literatura. Apenas hay pieza que no haya sido llevada a la ópera, al cine o a otra obra de teatro. Gounod, Bellini, Verdi, Wagner, Britten, Liszt, Mendelssohn, Berlioz (Béatrice et Bénedict, sobre Mucho ruido y pocas nueces), Debussy (Musiques pour «Le Roi Lear»), Chaikovski, Prokofiev (Romeo y Julieta), Richard Strauss (Macbeth), William Walton o Bernstein lo convirtieron en óperas, poemas sinfónicos, ballets o bandas sonoras. Enrique Martínez-Salanova asegura que Shakespeare es «el autor más veces adaptado a la pantalla con 308 versiones más o menos fieles, 41 modernizadas e innumerables parodias». Entre otros, lo han hecho cineastas como Kenneth Branagh, Paul Czinner, George Cukor, William Dieterle, Kozintsev (que también rodó un Quijote), Lubitsch, Mankiewicz, Laurence Olivier, Polanski, Michael Radford, Julie Taymor, Jiří Weiss (¡ah, aquella Romeo Julieta y las tinieblas, basada en Shakespeare a través de una novela de Ján Otcenásek!), Orson Welles, Robert Wise, Zeffirelli, varios de ellos reincidentes. La literatura apenas es enumerable.
De Shakespeare dijo Chateaubriand que es «uno de los cinco o seis escritores que bastan para colmar las necesidades y el sostén del pensamiento». Pushkin confesaba: «No he leído ni a Calderón ni a [Lope de] Vega. Pero ¡qué hombre es este Shakespeare! No puedo volver en mí de admiración». Salinas, desde luego, lo habría absuelto: «Quien no lea más que a Shakespeare —escribió— ha leído mucho más que Shakespeare. Su poderoso genio sintético dio a sus obras tal cantidad de experiencia humana, tal calidad de expresión, que proporcionan temas de pensamiento y vida espiritual bastantes para asentar en ellos toda una educación del alma» (Pedro Salinas, El defensor, V).