
La canícula también ha llegado a Bruselas. Puede que no dure mucho, pero llevamos cerca de una semana viviendo temperaturas demasiado elevadas para lo que es habitual aquí, donde otros veranos han sido muy frescos, incluso grises y lluviosos. De hecho, existe una expresión popular vinculada al aguacero que, según la tradición, suele caer el 21 de julio y arruinar las celebraciones del día de la fiesta nacional belga: la drache nationale.
Como si un impulso atávico me sacudiera, me preparo para una batalla desigual contra el sol, y es que aquí es imposible crear esos espacios de sombra que hacen más llevaderos los veranos andaluces con los que yo crecí. Muchas ventanas de la casa carecen de cortinas, y tampoco suele haber persianas en esta tierra que se pasa buena parte del año suspirando por que entre la luz dentro de las casas. Por tanto, se trata de combatir contra la esencia misma de la vivienda, al igual que se hace en tantas casas andaluzas, pero en ese caso contra el frío, para el que están muy poco preparadas.
El calor, el bochorno, transforman el aire en una masa pesada, que se puede cortar. Uno bucea en sus recuerdos y se pregunta si aquel calor de la infancia y la juventud era así o bien más seco, según aseguran algunos amigos, y empieza a mezclar en la memoria momentos, sensaciones y lugares, hasta que alguien pronuncia esa feliz expresión que podría componer un verso de haiku y lo dice todo: «no corre el aire». El entorno emparenta este atípico verano belga con otros meridionales; ahora sí que la palabra francesa été o la neerlandesa zomer parecen ser equivalentes exactas de «verano», sin recurrir a ninguna muleta léxica ni a ningún otro subterfugio conceptual.
Aquí tampoco resulta fácil dormir, aunque tenemos la suerte de haber encontrado un rincón en la casa donde la noche es algo más agradable. Las horas de oscuridad no son muchas y tenemos la vaga sensación de que se reproduce ante nuestros ojos algún cuadro de Magritte, que supo captar ese contraste de paisaje urbano en que se combinan un día y una noche inciertos, la cálida luz de las farolas y las negras siluetas de los edificios.
El bosque de Soignes, cerca de Bruselas
Hace varias noches, asomados a la ventana abierta del dormitorio, pudimos contemplar la conjunción de Venus y Júpiter en el firmamento, un regalo para los ojos, fugaz, pues solo será visible unos días, dicen los astrónomos. Venus, más cercano a la Tierra, refulge con determinación e impone su presencia en esa hora crepuscular, como diciéndole al padre de los dioses: ahora mando yo.
Nos vamos a la cama vislumbrando todavía algo de claridad en el horizonte y, con el sueño más quebradizo por el calor, nos despertamos apenas cinco horas más tarde y podemos asistir a la maravilla del alba. La noche se hace breve, y estos días desaparece también la maldición de madrugar, algo que al fin resulta grato: es el preludio de una caminata sin prisa hacia el trabajo, mientras saboreo la luz y, ahora sí, la fresca de la mañana me roza la cara.
Sí, aquí también es verano, y las palabras «verano», été y zomer abandonan el corsé de los diccionarios, trazan unos círculos imaginarios en el aire y dan la impresión de tocarse y de coincidir casi por completo, haciendo posible, aunque sea por una sola vez, una traducción perfecta. En estas madrugadas regresa el recuerdo de otras, lejanas ya, cuando el aire suave también nos daba una tregua, mucho más breve, mirando a los olivares que avanzan hasta el Guadalquivir y a las torres que se yerguen como centinelas ante la sierra.
Y entonces es como si todo el ruido del mundo todavía pudiera esperar.