Unamuno y la ETA - Oportet Editores

Unamuno y la ETA

2 enero, 2012

Pollux Hernúñez, doctor en Filología clásica por la Sorbona, es conocido también de nuestros lectores por sus traducciones y sus textos teóricos sobre traducción y traductores, y por la excelente edición de la Obra completa de Virgilio, en edición bilingüe, que inauguró la «Bibliotheca Aurea». Como traductor, le debemos la primera traducción completa que se hizo en España de Los viajes de Gulliver, que fue publicada en la colección «Tus Libros» de Anaya en 1982. Para la misma colección tradujo obras muy conocidas, pero necesitadas de revisión, como Oliver Twist, El tulipán negro o El conde de Montecristo. También abrió las puertas de nuestra lengua a obras menos conocidas, como El otro mundo o los estados e imperios de la luna, de Cyrano de Bergerac, y La historia de Rásselas, príncipe de Abisinia, del Dr. Johnson (Alianza), o completamente ignoradas, como El pudding mágico, de Norman Lindsay (Anaya, col. «Laurín»), un clásico de la literatura infantil australiana desconocido hasta entonces en España. Es autor asimismo de dos mitologías (Mitos, héroes y monstruos de la España antigua y Monstruos, duendes y seres fantásticos de la mitología cántabra), que fueron también publicadas en Anaya.

Sus años ocultos de investigación sobre Unamuno lo han llevado a descubrir cartas inéditas del autor, perdidas entre su ingente correspondencia —que probablemente exceda las treinta mil cartas—, y otros textos muy poco o nunca visitados. Recordemos que Pollux Hernúñez es el autor de Unamuno, tragedia en 20 cuadros, publicada primero por Emilio Pascual, en edición no venal (2002), y el año pasado por la Diputación de Salamanca, con un magnífico prólogo de Emilio de Miguel. El sábado pasado, 31 de diciembre de 2011 (el día en que se cumplían 75 años del fallecimiento de Unamuno), publicó en El Adelanto de Salamanca, págs. 56/57, el artículo «Unamuno y la ETA», que, por su interés, Oportet reproduce a continuación:

«Permítaseme la anacrónica incongruencia de este título, deliberadamente provocador —como solían serlo los de don Miguel—, pues los tiempos parecen propiciarlo. Aunque cabe añadir que, si bien Unamuno nos parece muy lejano, pues se cumplen ya 75 años de su muerte y quedan pocas personas que lo conocieron personalmente, entre esa muerte y el nacimiento de la ETA median solo 22 años, y que tampoco hay lejanía entre algunos postulados etarras y los que profesó el joven Unamuno. La gran diferencia es que él los fue abandonando a medida que se fue haciendo hombre mientras que los autoproclamados salvadores de la patria vasca se enfangaron en la ignominia y el crimen.

En casa de Unamuno se hablaba castellano, pero él aprendió vascuence en la calle junto con todo lo que cualquier adolescente puede absorber cuando se le cuentan mitos de independencia y libertad. Él mismo diría que su «espíritu civil» nació cuando tenía diez años, con el sitio de Bilbao de 1874 y la entrada de las tropas liberales que le puso fin. De la subsiguiente derogación de los fueros dos años después surge el llamado fuerismo intransigente que, bajo la consigna de «Dios y fueros», pretendía la vuelta a las leyes anteriores. Unamuno fue fuerista, como seguramente habría sido airado joven abertzale de haber nacido cien años después.

Pero Unamuno es de quienes siempre nadan contra corriente y sobre todo contra las que lleva dentro y, en sus cuatro años de estudiante universitario en Madrid a partir de 1880, entra en contacto con la realidad: el positivismo europeo, el liberalismo, el racionalismo, y lee y asimila lo que se ha escrito y escribe en Europa (Kant, Goethe, Herder, Hegel, Darwin, Spencer). Pronto abandonará la idea redentora que llevaba de escribir una historia del País Vasco en varios tomos y se limita a confiar a sus Cuadernillos de notas, como los llama, los gritos de la agonía interior que le roe envueltos en la inflamada retórica de un victimismo romántico.

En la soledad de su pensión madrileña escribe: «¡Patria! Yo quiero que seas una nación, como eres una idea. Porque representas lo inmutable ante lo transitorio… porque eres la fija idea del pasado frente a la corriente del presente. Lucharon las olas, el mar se embraveció, pero la roca permaneció inmutable. Frente a ti, patria, pasaron las invasiones, el revuelto batallar de los pueblos, la circulación de la humanidad, el látigo del tirano que jamás osó hollar tu augusta frente. Y tú, encerrada en ti misma, bogas tranquila el infinito mar de los siglos. La suave brisa del tiempo te impele, jamás las tempestades agotaron tus velas. Aún, querida patria, el patriarcal gobierno, la primitiva ley rige tu suelo. Tú hallaste en tu escondido hogar el dulce calor del fuego, la felicidad del alma. Cómo los tiempos mudan, cómo las edades pasan. ¡Euskalerría! ¡Euskalerría! ¿Dónde estás? Aquí, bajo la losa fría del tiempo, y aquí en el caliente seno de mi corazón. ¡Euskalerría! ¡Euskalerría! No te abandones al presente, por ti te lo ruego. No rías, por Dios, no rías… ¡Esa risa me arranca el alma…! Acuérdate de tu niñez, acuérdate de tu madre. ¿Dónde madre más grande que la naturaleza?».

Y vislumbra un porvenir mesiánico: «Yo me dormí una noche al arrullo del Guernikaco arbola y no he despertado aún, pero mi patria que a mi lado duerme me despertará algún día. Mi patria duerme. Falta la voz de un redentor que la despierte. Y al eco que sonará en las crestas elevadas, los dormidos resucitarán, se regocijarán en sus mansiones eternas los espíritus de nuestros padres, tenderá el ángel del Señor su manto sobre mi patria y el árbol del porvenir su copa sobre nuestro suelo, y los pájaros libres entonarán sus himnos. Y al eco robusto de la resurrección de mi patria, sus asesinos temblarán. Retirarán sus astutas cabezas de culebras, sus cegados ojos los topos. El viejo árbol caerá a cubrir la piedra fría donde duerme el juramento. Rompe, patria mía, tu capullo, ¡despierta ya! ¡Gorá! ¡Gorá! Sube, sube hasta perderte a los ojos de tus enemigos. ¡Gorá!».

Esta resurrección de entre los opresores tendrá lugar porque es la sagrada naturaleza quien ha hecho distinto al pueblo vasco: «¿Es una familia otra familia? ¿Puede ser una raza otra raza? No empeñarse pues en identificar esa raza [española] o mejor amalgama de razas con nosotros, pura raza. No digamos pueblo bascongado, raza bascongada, provincias bascongadas, sino familia bascongada. Este nombre resume nuestro carácter y nuestras aspiraciones. La familia, la raza son obra de la naturaleza, de Dios. La nación, el pueblo, obra de los hombres, del convenio. Les choca e indigna a los españoles eso que llaman nuestro egoísmo. Yo no sé qué deber o qué obligación tenemos de querer a España nuestra madrastra, más que a Bizkaya nuestra madre. Madrastra la he llamado, pero ni aun madrastra es. ¿Qué debemos a España? Lo mismo que a cualquier otra nación en bienes, mucho más en males. Y esas tres provincias (o más) son para mí la imagen de las tres divinas personas, inefable amor que forma el ser uno, el pueblo basco. Que una mujer bascongada case con un extranjero me explico, pero nunca he podido darme cuenta de cómo un bascongado pueda tomar por esposa una extraña a su raza».

Y así continúa elucubrando sobre los derechos inalienables debidos a la pureza racial: «Y nosotros ¿qué pan comemos? El pan de las razas oprimidas. Raza, sí, raza, aunque esta palabra ofende a oídos meticulosos, subleva corazones sobradamente tímidos. El pan de la raza oprimida, ese comemos. He oído asegurar que nuestros padres se alimentaban de un pan (artos) hecho de bellotas de encina (arte). Por eso el corazón de nuestro pueblo es el corazón de la encina, nuestra sangre su savia. Pueblo viejo y siempre joven. Salud, vieja Irlanda, tú también comes el pan de las razas oprimidas. Ese pan amasado con sudor y lágrimas, con sangre y con vergüenza tal vez. Hoy más que nunca nos precisa encogernos, replegarnos, llenar nuestra casa, Euskalerría, no dejar ni un hueco donde pueda introducirse el extranjero. Cuando todos hablan de raza, olvidamos que formamos raza aparte, olvidamos que somos un oasis, una isla. Luchen las arenas, agítense los mares, dejémosles».

La identificación de paisaje y pueblo le lleva a distinguir radicalmente entre País Vasco y España: «Recórranse los castellanos campos, o catalanes o andaluces, que es igual en este caso, y recórranse los valles de mi querida patria y díganse si no son dos pueblos. Dos idiomas distintos, lengua la una nacida de un corrupto cadáver, lengua de conveniencia; idioma el otro primitivo, vigoroso y empapado del sencillo naturalismo de un pueblo niño. Costumbres enteramente distintas, diversos caracteres, tradiciones separadas, glorias particulares, historias diversas, todo diverso en fin. Si pues son dos pueblos, como los topos ven, ¿a qué confundirlos? Si Dios los ha separado, ¿a qué acudir a la historia, al deseo no, a la tradición, para separarlos? Unido yo al pedazo de tierra que llamo Euskalerría en corazón y en vida, unido a este trozo de suelo que guardo en mi corazón, preocúpome harto poco de lo que la historia dice. El corazón me habla y me basta y aun me sobra».

Es inútil tratar de mezclar a los pueblos por la fuerza, pues la naturaleza sabrá imponerse, aunque esto conlleve el riesgo de desaparecer: «Nada significa la idea de nacionalidad separada de la idea de raza. Nunca se han agrupado, se han unido por voluntad propia y espontáneo movimiento dos pueblos de raza diferente. Solo la fuerza lo ha conseguido, a medias. Sin federación, España no será nunca España. Es inútil y completamente inútil lo que se trabaja por abrillantar el españolismo del bascongado. Esas relaciones de los servicios y prestaciones que nuestro país ha dado a España, esos escritores, esos marinos, esos grandes hombres no significan nada, absolutamente nada. Son hechos aislados, sueltos, excepcionales, en que entraban cálculos, relaciones de grandes familias, nada popular, nacido del seno del pueblo bascongado, nada espontáneo. En cambio hablan elocuentemente de la historia del país basco durante toda la Edad Media las reclamaciones del pueblo basco contra el poder central, y sobre todo las dos últimas guerras civiles [carlistas]. Y no se olvide la conducta del pueblo (entiéndaseme bien) bascongado en la guerra de la Independencia. Subordinar los pequeños caracteres a los grandes es factible y provechoso, pero borrar la variedad para fundirlo todo en una unidad absorbente, obra de juristas enamorados del inoportuno derecho romano, es absurdo y solo sirve para crear monstruos, que tal es el estado de la transgresión de la leyes naturales. Cuando os hablan de una patria española, una idéntica, sin variedades, sujeta a un principio, a una ley, os mienten. El castellano es el más unitario porque para él el unitarismo consiste en asimilarlo todo al ser de Castilla. Quieren crear un monstruo y lo crearán, pero este monstruo, o se desgarrará a sí mismo, o será vencido por la naturaleza. Pero todo sigue sus leyes, la naturaleza marcha, los movimientos de raza se acen­túan. Irlanda puja y acabaremos por ver triunfar a la naturaleza en todo, pereciendo tal vez en la lucha las pequeñas razas, esos milagros de la historia. Esta es la cuestión magna en España, o triunfa la naturaleza o nos consume la lucha. Nuestra última guerra ha incubado otra y esta incubará otra mientras no comprendamos la idea de raza, el orden, la variedad en la unidad, y el verdadero naturalismo».

En algunos pasajes el fogoso joven Unamuno, añorando más y más su tierra a medida que se acerca el fin de curso, parece competir con su luego rival Sabino Arana: «¡Y van seis años! Ya las cadenas están rojas de roya. ¿Creéis acaso que vuestras lágrimas cayendo gota a gota horadarán el duro hierro? Vana esperanza. Ya se acerca el verano. Ya se acerca la hora en que volaré a mi país. Y entonces abandonarán a Madrid multitud de familias ansiosas de respirar nuestros puros aires y de envenenarlos. Y allá llevarán su lengua, sus modas, sus costumbres. Anchos caminos llevan los forasteros a nuestra amada Euskalerría. Anchos caminos por donde el pasado sale a medida que entra el presente. ¡Pobre patria mía! Queriendo llenar vuestras cortas necesidades os procuráis otras nuevas. Pronto al hombre bascongado le habrán arrancado su cualidad de bascongado, quedará solo el hombre, y un hombre solo hombre no es hombre. El amor de la patria me abrasa, los sueños del pasado rodean mi existencia. Goza mi espíritu en contemplar en sueños entre eternas brumas los robustos hijos de mi patria. Vivo soñando con edades que presurosas huyeron. ¿Huyeron ellas, o huimos nosotros de ellas?».

Pues la odiosa fiebre del progreso arruinará las prístinas esencia, inocencia y pureza de la patria: «Felicidad y progreso no son sinónimos. ¡Ay de mí! ¡Euskalerría! ¿Dónde corres? Es el primer pecado, la fatalidad de la culpa original. ¡Maldito el fruto del árbol de la ciencia! Antes de no muchos años las provincias bascas marcharán en industria, riqueza, comercio y florecimiento a la cabeza de España. Habrán entrado de lleno en la vida moderna. Dejarán de ser bascongadas, pero eso poco importa. Perderán su lengua, perderán su propia fisonomía, perderán su libertad para hacerse esclavas del progreso. Entonces suspirarán por otros días».

Y he aquí un espaldarazo estratosférico que hubiera recibido con devoción ovina cualquier etarra: «[El pueblo vasco] es, sí, positivista como el hebreo, pero no tan grosero como él. Ama la libertad con delirio, porque marcha libre hacia el eterno. Será fanático, pero es porque busca a Dios».

El intenso debate interior que lleva al joven Unamuno a escribir estas cosas acaba cristalizando en una tesis de doctorado con la que culmina sus estudios. Pero en ella, Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, el muchacho que llegó a Madrid sintiendo mucho pero sabiendo poco, el muchacho que se hace hombre leyendo y cuestionándose, acaba desmontando sus propias convicciones y emociones (aquellas que le hacían llorar ante el árbol de Guernica o besar la tierra del monte Iturrigorri) para concluir: «[…] cuando solo se ven tinieblas flotantes donde se creía ver cándida luz, no queda a todo hombre sensato más partido que tomar que el de desandar lo andado». Y vaya si desanduvo. Cuando regresó a Bilbao había perdido, además de la fe católica, su credo nacionalista sobre la raza vasca, que se sustentaba en una interpretación enclaustrada y pueril de ciertas tradiciones legendarias y en un romanticismo folklórico exacerbado.

Si los jóvenes vascos capaces de anteponer el precio de su tenebrosa mitología al de la vida ajena hubieran conocido estos escritos, probablemente los hubieran transformado en consignas de guerra, ignorando la ulterior desandadura del autor, que ya en 1886, como desdiciéndose de todo lo expuesto y contra el inefable Arana se corregía: «los vascongados (no bascongados)». Al final, enamorado siempre del paisaje de su tierra, pero buen conocedor de la intrahistoria española, Unamuno se inclinará por la defensa de los fueros dentro de un federalismo liberal. (Como los hombres que imaginaron la nueva Europa: unidos en la diversidad. Desgraciadamente Europa vuelve a verse carcomida por el egocentrismo nacionalista, cuando se creía que la vacuna de los años 40 había sido radical y definitiva).

Pero los heroicos gudaris de la ETA han demostrado carecer del mínimo escrúpulo de la honradez intelectual de su ilustre paisano y han ensangrentado inútilmente la historia contemporánea de su país y la de España. El nacionalismo, esa confusión patológica del legítimo amor al paisaje nativo con su supuesta superioridad sacrosanta sobre todo lo que lo rodea (y que por eso mismo debería escribirse siempre con zeta), hará siempre estragos entre quienes ni leen ni poseen la suficiente envergadura intelectual y moral de un Unamuno para enfrentarse a la autocrítica. El unamunismo, la agonía permanente del yo, es un ejercicio de introspección que debería profesar cualquier vasco que se precie, aunque solo fuera porque uno de los más insignes de entre ellos pasó años alambicándolo para poder legárselo.

Eso sí sería hacer patria y nación y no la rancia cantinela que pregona el hatajo de paletos, sacamuelas y acomplejados que se erigen en salvadores ungidos por númenes ancestrales con un discurso empapado en esencia de bilis. Lo triste es que hay gente que se deja embaucar sin sospechar siquiera que se los manipula. O que gusta de las mamolas con que les regalan los navajeros de la palabra. Nunca entenderé la aberración nacionalista que lleva a la gente a preferir que el tirano sea de la tierra. Y que es incapaz de ver que si un grupo o partido se fija la misión de independizar a un país y no lo consigue al cabo de medio, no digamos un siglo, es que (como la iglesia, incapaz de cristianizar a nadie, ni a sí misma, en dos mil años) ha fracasado como tal y solo cabe entender que perpetuarse en la cómoda rutina del goce mollar es la única y verdadera razón de su existencia. Y disolverse lo más decente y honrado.

Pero la carne es débil. Y el odio acerbo. Y sobre todo: el negocio es el negocio. Si Unamuno viviera hoy, seguramente se haría muchas preguntas sobre este tema. Preguntas como: ¿Esta historia de la ETA no ha durado tanto tiempo porque beneficiaba a todos quienes de una manera u otra han participado en ella y ya ha dejado de ser rentable? ¿Cuántos peleles sin oficio ni beneficio no han vivido a lo grande por pegar tiros en la nuca o montar explosivos? ¿Cuántos no han recibido medallas, ascensos y primas por haberlos combatido? ¿Cuántos no han hecho su agosto publicitando el terror y el antiterror de una manera u otra? ¿Cuántos votos no han ganado hunos y hotros por hacer equilibrios sobre la cuerda floja llamada conflicto o violencia? ¿Por qué se dispensan más atenciones a alguien asesinado por la ETA que por cualquier otro forajido? ¿Es más inocente un viandante destripado por una bomba que uno a quien arrolla y mata un artista del volante? ¿O más odioso un pistolero etarra que el atracador que desvalija y asesina a un joyero? ¿Pudo uno alegrarse del bombazo al almirante de los altos destinos, como le llamó Enrique de Sena en este mismo periódico, pero no de la ejecución de un concejal? ¿Por qué? ¿Dónde empieza y termina la legitimidad de matar? ¿Por qué hay asociaciones de víctimas del terrorismo si «víctimas somos todos»? ¿Por qué no se crea la asociación de víctimas achicharradas en cajeros nocturnos y los políticos no se retratan con sus familiares? ¿Por qué el gobierno negociará el futuro de los etarras presos y no el de los condenados por asesinar a dependientes de gasolinera o por apalear a sus mujeres? ¿Por qué se está tan seguro de que todo ha terminado y de que no surgirá algún esqueje disidente del tronco principal? ¿Por qué se habla de nacionalismo de izquierdas, si el nacionalismo solo puede ser de derechas y la verdadera izquierda antinacionalista? ¿Por qué, cuando el mitógrafo de turno escarba valores ancestrales para crear su ideal suele quedarse en la Edad Media y no llega hasta la Edad de Piedra o incluso más allá, donde los encontraría más puros? ¿Por qué ha de ser más respetable el nacionalismo periférico que el central si ambos se nutren de similares patrañas? ¿Por qué es más sagrada la comunión de quienes comparten grupo sanguíneo que la de quienes tienen los pies planos o un lobanillo en la oreja izquierda? ¿Por qué empecinarse en ser algo, si uno al fin y al cabo no es lo que quiere ser, sino lo que el prójimo dice que se es: esse est percipi?

Preguntas duras, de incómoda respuesta, como las que solía hacerse aquel gran vasco, aquel gran español, aquel gran hombre que fue Unamuno, muerto hace ahora 75 años y a quien merecería la pena seguir leyendo».