Es de todos conocido un poema de Bertolt Brecht, titulado «Preguntas de un obrero ante un libro», que apareció publicado en Historias de almanaque (Alianza, 1975), aunque previamente había sido recogido en Poemas y canciones (Alianza, 1968), donde muchos lo leímos por primera vez. El poema es un alegato, muy brechtiano, en favor de los olvidados hacedores de la historia, que sin embargo trabajaban en la base, como estamos viendo ahora en estos tiempos de virus coronados. El poema, con leves retoques a la vista del original, decía así:
¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Y Babilonia, tantas veces destruida,
¿quién volvió a levantarla otras tantas? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los que la edificaron?
La noche en que terminaron la Gran Muralla China,
¿dónde fueron los albañiles? Roma la Grande
está llena de arcos de triunfo. ¿De quiénes
triunfaron los Césares? Bizancio, tan cantada,
¿tenía solo palacios para sus habitantes? Hasta en la fabulosa Atlántida,
la noche en la que el mar se la tragaba,
los que se ahogaban clamaban pidiendo ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César venció a los galos.
¿No llevaba siquiera un cocinero?
Felipe II lloró cuando se hundió su flota,
¿No lloró nadie más?
Federico II ganó la Guerra de los Siete Años. ¿Quién
la ganó además de él?
Cada página una victoria.
¿Quién cocinaba los banquetes del triunfo?
Cada década un gran hombre.
¿Quién pagaba los gastos?
A tantas historias,
tantas preguntas.
Este año conmemoramos el aniversario de la muerte de Galdós. Ha habido defensas e impugnaciones, dimes y diretes sobre su literatura, una ocupación bastante estéril, pues cada escritor vive en su época, tiene sus lectores, coloca el espejo en el camino que transita y su pluma en la espetera, como cada lector su libro en la estantería y su alma en su almario. Vargas Llosa ha llamado la atención sobre una cosa no por sabida menos importante: «fue el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua», en una época en que «en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor». Y así, sin llegar a ser un «galeote de la pluma» como Salgari, fue tan metódico y disciplinado que casi dividía el tiempo entre el número de cuartillas, como se percibe en la longitud y duración de los Episodios nacionales. Es posible que, como escribió Valle-Inclán en su crítica de Ángel Guerra, si hubiera producido «con menos facilidad, Galdós sería no más novelista, pero sí más literario». Difícil resumir en menos palabras su instinto de narrador y su estilo directo, aunque de giros tan jugosamente galdosianos como cervantinos, con imágenes y símiles rara vez exentos de humor e ironía. Con ese estilo tan propio y reconocible lanza una mirada mordaz y socarrona, aunque casi siempre misericordiosa, sobre ciertos aspectos de la circundante realidad burguesa, proletaria, clerical y de una aristocracia decadente. Sin perder los papeles, ofrece al lector un reflejo de la sociedad «como materia novelable», con la sana intención de renovarla, y cierta desencantada resignación por no conseguirlo.
He recordado el poema de Bertolt Brecht al repasar uno de los Episodios nacionales, el primero de la segunda serie: El equipaje del rey José. Al final del capítulo VI hay dos párrafos que no parecen sino una glosa del poema de Brecht… pero seis décadas antes de las preguntas de aquel obrero lector. Me limito a transcribirlos sin comentario:
«¿Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro? ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros, que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano».
«Y no digo más», como supo decir lo mismo don Quijote que un barbero.