¿Quién no ha visto alguna vez, conmovido, asombrado y en silencio, esta fotografía de autor desconocido?
Ana de la Robla siente especial predilección por ella, y así no podía faltar en una exposición de la que fue comisaria «cuando Dios quería». Tuve alguna vez la vaga tentación de comentarla, pero tras leer el libro de Jean-Yves Jouannais, El uso de las ruinas, me pareció osadía, si no temeridad, acercar la pluma a la del maestro francés, de indudable herencia borgesiana (a la que no es ajena la excelente traducción de José Ramón Monreal). Transcribo, pues, sin más preámbulos, el «retrato obsidional» dedicado a esta biblioteca del escombro, que lleva por epígrafe el austero título de
PETER J. BIBRING
Una famosa fotografía anónima muestra la biblioteca de Holland House con ocasión del Blitz de Londres en septiembre de 1940. Es el día siguiente del primer bombardeo. Únicamente algunos generales británicos han intuido que la opción estratégica alemana de bombardear la capital anuncia un desenlace feliz de la batalla de Inglaterra. La imagen parece, sin embargo, predecir un futuro muy diferente. La bóveda del edificio se ha venido abajo. El batiburrillo del techo, las lacerías de elementos de carpintería, mezclados con las escaleras y escalerillas, alfombran el suelo. Una chimenea une los escombros con las nubes. El cielo y su luz entran sin obstáculo entre los muros, que están formados por libros. No resultaron dañados. Su alineación sigue siendo rectilínea. Por arte de magia se han mantenido tal cual estaban, en contraste con el caos reinante. Hay tres hombres delante de las estanterías, con los ojos vueltos hacia las encuadernaciones, pasmados. Maravillados en parte, aunque hay algo de pavor en su estupefacción. No parecen haber visto jamás lo que tienen ante sus ojos. Esta imagen había de ser como una película ya inamovible. El uno mira, con las manos aún en los bolsillos de su abrigo. El segundo se ha atrevido a acercar su mano a un libro; toca el lomo con la incredulidad del apóstol que necesita introducir «su dedo en el costado» de Cristo. El último, tras interminables minutos de expectativa, ha cogido una obra y, después de haberla abierto, la está leyendo. Se llama Peter J. Bibring. Es el único cuya identidad nos es conocida gracias a un diario íntimo escrito durante la guerra. De treinta años de edad a la sazón, es el adjunto del conservador jefe de las bibliotecas de Londres. A este hombre, que no ha vivido sino entre libros, que no ha respirado sino su olor, que no ha verificado las experiencias de su vida más que en el gramaje del papel, que no ha experimentado nunca nada que no le enseñase la literatura, le parece estar tocando un objeto hasta entonces desconocido. «Me vi, me sentí como un pescador en altamar que, mientras faena con un dominio de su oficio que le pone al abrigo de toda sorpresa, iza una mañana sus redes con una facilidad que hace presagiar su mala fortuna, un pescador cuyo trajinar, sin embargo, no se deja influir maquinalmente por la tristeza y que, de pronto, en el puente de su trainera, descubre, no sin asombro, algo de lo que nada de lo conocido con anterioridad —incluidas las generaciones que le han precedido— podría permitirle hacerse una idea. Se trata, evidentemente, de un ser vivo. Reluce y salta, traslúcido como una pleura asténica. El pescador, que ha sacado de las aguas todo cuanto el océano puede esconder en materia de seres vivos, que sabe reconocer cada una de las especies, los géneros y las subfamilias de peces, descubre allí una criatura ciega de las fosas abisales que es el primero en observar y que nadie, en el futuro, verá ya. Esta quimera de carne de color cerúleo, enroscada en el fondo de una noche de diez mil metros de espesor, él la ha sacado a la luz de un sol que no ha aprendido a proyectar su sombra, en un mundo que excluye su vida sin darle un hombre. Él la observa mientras se asfixia en medio del líquido ruido, cada vez más lánguido, de su piel no escamosa. Al punto, todo cuanto el viejo pescador sabe del Universo y de la Historia se ve ganado por el misterio. No aureolado, sino disimulado, íntegramente, por el misterio. Esto es lo que yo sentí, mientras manipulaba aquel libro como si aquella cosa no hubiese existido antes de mí, antes de aquel instante: que nadie más que yo tendría un encuentro semejante hasta un futuro de lo más remoto». Bibring descubre una biblioteca como nunca nadie viera otra igual, como no ha existido ninguna otra, bañada en una luz natural y en la que los efluvios naturales, los pólenes, el humo de los incendios y el aliento de la época penetran de rondón. Los tres personajes han conservado su abrigo, ni se les ha pasado por la cabeza quitarse el sombrero. Pero, de hecho, no han entrado en ninguna parte. La biblioteca es un exterior. Yace, abierta. Un cadáver eviscerado cuyos órganos han sido ásperamente entregados a las leyes físicas de un nuevo ambiente, a una visibilidad a la que no estaban destinados. Es así como la piel de las encuadernaciones se inventa colores hasta entonces imposibles, como los dorados de los títulos relucen de manera desacostumbrada.
El libro que Bibring abrió es la primera edición inglesa de las Historias de Polibio, publicado en Londres por Macmillan en 1899. Se acuerda de haberlo estudiado en la universidad, pero no llega a establecer la relación entre sus recuerdos y el objeto que tiene en las palmas de las manos. Cuenta en su diario que sus dedos dejaron pasar las páginas y que aquel mismo movimiento le parecía de una inexplicable lentitud: «Las páginas parecían realmente acusar el peso de las frases. Las pasaba no sin esfuerzo, como esas mareas presas de temperaturas inimaginablemente bajas, cuyas olas ruedan cada vez más lentamente a medida que se acercan a la congelación». La última página que obró su revolución, antes de condensarse delante de él, era el comienzo del capítulo quinto del libro xi, «Los hechos de Hispania (206 a. C.)». Llegó a leer esta página en un estado que él asimila con el sonambulismo: «Tras su victoria en Ilipa, Escipión hizo una visita al rey númida Sífax, en África, para solicitarle su alianza. De regreso a España, tomó la ciudad ibera de Ilurgia, que fue arrasada tras la matanza de sus habitantes. Exigió la entrega de Castalon, y luego envió a Lucio Marcio contra Astapa, en la montaña. Los habitantes prendieron fuego a sus bienes y se dejaron exterminar. Muchos romanos encontraron la muerte al querer recoger las coladas de oro y de plata que el fuego había hecho fundirse». [Para la edición española, véase Polibio, «Los hechos de Hispania (206 a. C.)», en Historias, trad. Manuel Balasch, Barcelona, Gredos, 1983-1997, 3 tomos, libro xi, cap. 5, p. 444.]
Bibring reconoce no haber captado en el momento que ese pasaje de Polibio no hacía sino comentar a su manera la experiencia que él vivía bajo el techo de nubes de la biblioteca de Holland House. En el corazón de los escombros, cuando la luz penetra en las entrañas, cuando los interiores son proyectados hacia el cielo, no se trata tanto de que la constitución química de las cosas se vea alterada, sino más bien de que su verdadera consistencia se impone con una penosa crudeza. Se trata de un acuerdo necesario a la comodidad de la Humanidad el pensar en el oro y la plata estabilizados en uno de sus estados físicos, mientras que la guerra privilegia otro estado, que preconiza también la naturaleza, como es la fusión, la incandescencia. Así ocurre con esos libros que nos acompañan fielmente, que se hacen reconocer tan dócilmente en la penumbra de las bibliotecas, recubiertos de un polvo doméstico que no conoce el nombre de ningún gran viento. Cuando los soldados de Escipión creen apoderarse de un tesoro, es una hoguera que los deja calcinados. Cuando el joven Bibring sondea los tesoros de esta biblioteca al aire libre, abierta al aliento de la época, ve criaturas extravagantes de dermis absurdas surgidas de unas regiones que no existen.
(Jean-Yves Jouannais: El uso de las ruinas. Retratos obsidionales. Traducción de José Ramón Monreal. Barcelona: Acantilado, 2017, páginas 99-103).