Todo el mundo conoce el significado de trabajo, y más en estos tiempos inclementes en que el paro lo ha elevado a las primeras páginas de los periódicos. No todos quizá recuerden su etimología.
Para trabajo, en la acepción en que hoy conocemos la palabra, el latín tenía labor -oris, que ha dado literalmente ‘labor’ en español y lavoro en italiano (de donde salió el laburo argentino y uruguayo). Pero es el caso que nuestro ‘trabajo’ viene del latín tripalium. El tripalium (de tres y palus, literalmente ‘tres palos’), era una «especie de cepo o instrumento de tortura», cuyo nombre le vino de los tres palos o maderos que constituían el instrumento.
Sucede que el trabajo en su origen era ‘sufrimiento’. Ese primer significado, sobre todo en plural, lo hallamos en el título del Persiles cervantino, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, aunque el DRAE lo ha relegado a su acepción novena: «Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz». «Cuitas y trabajos» caen sobre don Quijote incluso cuando intenta remediarlos, y el propio Sancho se lamentará, abrazado a su rucio: «Venid vos acá, compañero mío y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero, después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos» (II, 53).
Y es que desde el Génesis sabemos que el trabajo era un castigo. Como diría la espigadora de La rosa del azafrán: «¡Qué trabajo nos manda el Señor!». En los años optimistas de La civilización del ocio se pensó que podría llegar un día en que el trabajo quedaría destinado a la máquina. Pero el auge del capitalismo del desastre no podía tolerar eso, y el instrumento de tortura se ha convertido en oscuro objeto de la necesidad, si no del deseo. Ahora la tortura es su ausencia.