Servidumbre (y grandeza) de la errata - Oportet Editores

Servidumbre (y grandeza) de la errata

4 diciembre, 2018

Servidumbre (y grandeza) de la errata

La errata es consustancial con el libro. Cabría decir que es paralela a la escritura y, aun antes, consustancial con el ser humano. La conocida frase errare humanum est aparece ya en Agustín de Hipona (exactamente «humanun fuit errare»: sermo 164,14); pero el concepto es anterior, no es desconocido en griego, y tampoco improbable en otras lenguas.

La pretensión de un libro sin erratas es antigua, pero rara vez se cumple. La primera errata advertida fue ya en el Salterio de Maguncia (1457), impreso en vida de Gutenberg en los talleres de su socio Fust. En lugar de Psalmorum salió Spalmorum: se corrigió en la segunda edición dos años después. Pero quizá el caso más notable fue el del papa Sixto V (1520-1590) en pleno siglo XVI. Empeñado en publicar una Vulgata sin mácula en la imprenta apostólica vaticana, se entregó personalmente a la corrección de pruebas, «con tanto brío y denuedo» que añadió al final de la obra una bula por la que excomulgaba a quien moviera una iota o una tilde de su texto. Pero esa Biblia papal apareció con tal cantidad de erratas que «el papa de hierro» se vio obligado a ordenar que destruyeran la edición, so pena de excomulgarse a sí mismo. Conviene leer el divertido libro de José Esteban, Vituperio (y algún elogio) de la errata, para no torturarse demasiado, sin por ello dejar de prestar la atención debida a la corrección de originales y pruebas.

Del Quijote dijo Azorín que «la obra es tan resistente que lo soporta todo». Azorín se refería desde luego a sus anotadores y comentaristas. Pero podríamos añadir que resiste incluso las erratas y los errores. Todos sabemos que el primer Quijote se compuso de un modo harto apresurado y con notable descuido. Pero, sin contar los centenares de erratas (algunas todavía no satisfactoriamente resueltas), vamos a fijarnos solo en dos o tres errores derivados de la también apresurada pluma de su autor.

A estas alturas ya es voz común que Cervantes, en un principio, tal vez solo pensó escribir una novela corta más, del tipo de las futuras ejemplares. Sabemos que por entonces ya tenía escritas al menos El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo y la Novela del curioso impertinente (estas dos últimas aparecen en el Quijote, solo que Rinconete se quedó en una maleta, mientras el cura leía en voz alta la del Curioso). Cuando decidió alargar la historia de don Quijote, recurrió a la genial invención de Sancho Panza, sin pensar para nada en su mujer. De hecho, con ella empiezan los primeros embrollos, conflictos y contradicciones.

Mientras iba Sancho «sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido» (I 7.48), se le ocurrió deducir que si «por algún milagro» él llegara a ser rey, su mujer vendría a ser reina y sus hijos infantes. Y es entonces cuando conocemos de pasada el nombre de su mujer, a saber, Juana Gutiérrez. Pero es el caso que, dos líneas más abajo, la llama Mari Gutiérrez, y al final del libro, cuando ya la vemos en carne y hueso, aparece como Juana Panza, «que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos» (I 52.94). En aquel momento, Cervantes, que ya no se acordaba de los primeros nombres con que la había bautizado, no tenía intención ni por asomo de continuar con la historia de don Quijote, dado que estaba acabada, y don Quijote muerto y sepultado, como atestiguan los epitafios del último capítulo. Pero héteme aquí que el libro tuvo un éxito inesperado, y cuando años después Cervantes —que probablemente no releía lo escrito— decidió continuar la historia del caballero de la Mancha, empezó cometiendo dos errores: 1) denominar «segunda parte» a lo que en realidad era quinta, pues el primer Quijote tenía cuatro partes; y 2) llamar Teresa a la mujer de Sancho (con el añadido de Cascajo de soltera y Panza de casada), de modo que la definitiva Teresa acabó teniendo cinco nombres.

Pero en 1614 apareció el Quijote de Avellaneda. El licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, fuera quien fuese y a pesar de su aviesa intención, había leído bien el Quijote cervantino, y así tituló el suyo: Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras. La quinta parte, en efecto; no la segunda, como escribe Cide Hamete en la primera línea del segundo Quijote. Pero es lo bueno que cuando cae en manos de don Quijote la edición del falso, una de las cosas que le reprocha es «que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia» (II 59.65-66). Y, sin embargo, como ya hemos visto, Mari Gutiérrez era uno de los primeros nombres de la mujer de Sancho.

El otro error de bulto, entre otros muchos descuidos que acumuló la primera edición, es el de la ausencia del robo del asno y su posterior aparición. La omisión saltó a los ojos de los lectores de tal modo que, en la segunda edición, Cervantes salió al quite y escribió dos textos —salidos indiscutiblemente de su pluma— en los que narraba la desaparición y el encuentro del rucio; con tan mala suerte que se colocaron en lugares inadecuados, multiplicando de nuevo los errores.

Pero Cervantes era genial incluso cuando se equivocaba. En el segundo Quijote, el bachiller Carrasco —un personaje específico de la mal llamada segunda parte—, va a ver a don Quijote con un ejemplar de su historia en la mano, y ambos empiezan a hacer crítica literaria del libro. Hablan de muchas cosas: de la conveniencia o no de las novelas intercaladas, del autor arábigo, de las hazañas más celebradas y de los «altibajos» de la historia, de los «infinitos palos» que ha recibido don Quijote y, desde luego, de la «falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y solo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mismo jumento, sin haber aparecido» (II 3.100-101). Téngase en cuenta que esto se dice después del (mal) arreglo del olvido en la segunda edición, de modo que aquí se da por bueno el olvido de la primera. Sancho cuenta el robo, ahora a su manera, y lo hace a imitación de los libros de caballería que él no podía haber leído: aquella noche, dice, «mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor, arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño que quienquiera que fue tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese» (II 4.4-5). Con su proverbial socarronería añade que hizo «una lamentación, que, si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer cuenta que no puso cosa buena». Y es que Cervantes supo hacer de necesidad virtud a lo largo de toda la composición del libro y sacar materia de regocijo de erratas, errores y debilidades.

Sucede con alguna frecuencia que los autores que presentan un libro para su corrección y aplauso, si por (des)ventura se queda alguna errata, se mesan los cabellos si los tienen y reprochan a los correctores la presencia de la malhadada errata, olvidando que previamente se les han corregido tres mil y trescientas, como los azotes de Sancho. El bachiller Carrasco, con mejor humor y más comprensión, dio la respuesta a sus propias objeciones y a las de todos los murmuradores de la errata: «Quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese» (II 3.94-95). Y, cuando no —como también ha mostrado Pepe Esteban en su libro y concluyó el bachiller en su discurso—, «quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene». En todo caso, no por las erratas evidentes y aun por los errores evitables el Quijote ha dejado de ser un libro genial, mientras que otros muchos, aun sin ellas y sin ellos, no llegarán ni al de una aurea mediocritas, desprovistos como están del oro o siquiera de la plata que los ilumine.