El pasado jueves 20, se presentó en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca el libro de José Antonio Sayagués, Semblanza de un cómico, con una mesa, «ni envidiada ni envidiosa», pero sí envidiable. Allí estaban el rector, el decano, y varios profesores y amigos de José Antonio. Un lleno total, que justifica el adjetivo «envidiable». La historia del libro de Sayagués es la historia de casi medio siglo de teatro independiente en los predios, ariscos a veces, de Castilla y León. Para esta edición, publicada por Oportet editores, escribió Pollux Hernúñez el siguiente
Prólogo
Recoge este volumen —bajo el epígrafe Verano— un mosaico de vivencias en torno a la figura de José Antonio Hernández Sayagués, contadas por un grupo de amigos, colaboradores y discípulos, sobre la carrera del actor y director salmantino desde sus años de formación en el teatro independiente a principios de los años 70 hasta su consagración en Madrid a partir de los primeros del nuevo siglo. Todos ellos han vivido algo de esa carrera, unos como actores o colegas, otros como alumnos, ofreciendo cada uno sus recuerdos del trabajo, las ilusiones, los éxitos e incluso los sinsabores compartidos en tan dilatado recorrido. Para completar esta biografía de variados retazos, el propio autor contribuye con unos capítulos preliminares —Primavera—, referidos a sus años de infancia y adolescencia, y otros finales —Otoño—, sobre su plenitud profesional hasta la actualidad.
Cada uno de los firmantes de las diferentes experiencias vividas con Sayagués expone sus recuerdos de manera espontánea y cálida, pues es evidente que les unió a él no solo el común empeño de uno o varios proyectos, sino y sobre todo un sinfín de sentimientos entrañables, entre los que sobresale el cariño por un hombre entregado al teatro como actor, director y maestro de actores. Para quienes conocemos a Sayagués desde jovencito no nos sorprenden tantas muestras de cariño y de reconocimiento, pues se los ha ganado a pulso y con tesón a lo largo de los años.
Cuando Sayagués empezó a hacer sus pinitos en el escenario árido y triste de aquella Salamanca gris y casposa de su juventud, llevábamos otros algunos años cultivando idéntico empeño en el mundo del teatro. Aunque el horno no estaba para bollos, quienes conformábamos el grupo 3-2-1 (con más ganas de despegar que otra cosa) ya habíamos estrenado El triciclo de Arrabal, nos atrevíamos poco después con Esperando a Godot de Beckett y nos las vimos con la censura al montar El rehén de Brendan Behan. Al mismo tiempo bullían varios otros grupos —formados en su mayoría por estudiantes—, casi todos de entusiasmo infinito y efímera vida. En aquel mundillo, o mejor dicho en sus márgenes, surgió el joven Sayagués, sin medios, sin preparación, sin nada, pero con unas ganas, una ilusión y una vocación a prueba de bomba.
No creo equivocarme si aventuro que, de entre los centenares de jóvenes que hicimos teatro en Salamanca durante aquellos años con mayor o menor fortuna, el único que aguantó todo y siguió adelante fue Sayagués. Otros nos marchamos fuera, pero él insistió, resistió y persistió, edificando poco a poco su carrera, aprendiendo sobre el tajo, arriesgándose siempre, entregado a su pasión como un visionario. Cada vez que de tarde en tarde volvía a Salamanca, allí estaba Sayagués impertérrito, contra viento y marea, viendo pasar desde los escenarios los últimos años de la dictadura, los de la transición y luego todo eso que llaman democracia, por la ciudad y por el país. Más de treinta años haciendo teatro en Salamanca, que se dice pronto.
Confieso que sentí envidia (de la buena, la que alegra, no la que entristece) cuando, hará unos diez años, me enteré de su contundente y exitosa presencia en una serie televisiva de todos conocida (Amar en tiempos revueltos, rebautizada luego Amar es para siempre), pues lo consideré justa recompensa a tantos obstáculos, tentativas fallidas y sacrificios como sabía que había superado, y a los muchos retos, cursos especializados y conocimientos prácticos que había ido acumulando. Me puse en contacto con él, me contó su enriquecedor retorno a Ítaca y desde entonces nos hemos visto a menudo e incluso me ha invitado a colaborar en algún proyecto suyo.
Cómo aquel muchacho se convirtió en el actor hecho y derecho que cada día vemos en la pantalla es una historia que encuentra cumplida explicación en este volumen: los testimonios de cada uno de los autores, presentados en orden alfabético, construyen una semblanza detallada, fiel y palpitante de una vida entregada al arte de la interpretación y de una personalidad capaz, seria, tesonera y generosa. Y su testimonio propio va más allá del aspecto puramente artístico, pues hay circunstancias personales que explican su tesón, sus aspiraciones y sus logros. Aunque no todas esas circunstancias necesitan explicitarse, pues el pudor de José Antonio siempre le impidió revelarlas, y la parte dura de su vida, que lo fue y mucho, la vivió discretamente sin que se notara ni repercutiera en su trabajo, baste decir que, si no hubiera sido por el teatro, no estaría vivo. Una amplia documentación gráfica completa la estampa biográfica de un hombre que ha dedicado su vida a una pasión incontenible, la del arte del actor.
Como decía, el contenido se presenta estructurado en tres estaciones: Primavera (la promesa de algo), Verano (la granazón) y Otoño (la madurez y cosecha). La primera y la última son de la pluma de José Antonio, y la segunda de sus amigos. Mi único cometido ha sido armonizar la presentación de las diferentes contribuciones.