Del periódico, a lo más periódico: el paso del tiempo, el cómputo del tiempo. De antiguo se pretendió contar el tiempo, quizá para tener la ilusión de abarcarlo, de dominarlo. Ilusión vana que ya atestiguaba con melancolía Cervantes, cuando el tordesillesco autor lo notó de viejo y de manco: «¡Como si hubiera estado en mi mano detener el tiempo, que no pasara por mí!».
Reloj nos vino del latín horologium, a través del catalán relotge. La palabra en realidad era griega, orológion. De ora [= ‘una parte del tiempo’] y légein [= ‘contar’], significaba literalmente «el que cuenta el tiempo». Reloj. El cuentatiempo, el contador de horas.
Hubo relojes de arena, de sol y de agua. En Palma de Mallorca, un reloj de sol lleva esta hermosa leyenda, sibilina y aliterada: sine sole sileo, es decir, «sin sol callo»: solo el sol, padre de la palabra de sombra, permite hablar a un reloj de sol, marcar la hora para no quedar en silencio. En Toledo hay memoria de la clepsidra de Azarquiel. (Clepsydra: otra palabra griega que aludía al discurrir furtivo de las aguas). Todos daban cuenta del paso de las horas. Una de esas leyendas lapidarias de los relojes de sol decía: vulnerant omnes, ultima necat. Todas hieren, en efecto; solo la última mata.