Presencias y ausencias en el antiguo Seminario de Segovia
18 mayo, 2018
En los años de esplendor (década de los sesenta del pasado siglo), se
llegaron a congregar cerca de ochocientos estudiantes en el Seminario
Diocesano de Segovia.
Los seminaristas recorrían los pasillos, abarrotaban las aulas,
llenaban la iglesia, asaltaban el comedor y acudían a los dormitorios
con el semblante serio y los ojos humillados. Y en el tiempo de recreo,
atronaban con sus gritos el silencio mineral de la muralla. Voces y
carreras en aquel patio de tierra que acogía las energías desbordadas.
Se jugaba al fútbol y cuando nevaba, que entonces ocurría con
frecuencia, era obligatorio entablar una batalla que sólo aceptaba bolas
de nieve como munición.
En los días señalados (generalmente, el jueves) salían de paseo para
zambullirse, aun sin saberlo, en los peligros y las asechanzas del
mundo. Vestidos con sotanillas que dibujaban una pincelada de luto en el
ambiente gris de la ciudad, caminaban formando una fila ordenada de
tres. Destacaba en el conjunto el color rojo de la beca, distintivo
colegial que, al doblarse, formaba un triángulo en el pecho
y dejaba flotar los extremos por la espalda. Tocados con bonetillos
negros de cuatro picos, recorrían las calles con rostro circunspecto,
observando con asombro todo lo que acontecía aunque sin alterar el orden
de la fila, y siempre acechando con la vista el paso fugaz de una
mujer, que alborotaba el corazón y causaba no poca zozobra en los
conductos de la sangre.
Quien hoy accede al interior del antiguo seminario constata con dolor
que solo la soledad lo habita. La soledad y un silencio continuado. Un
silencio que corroe los muros y envejece los lienzos de la iglesia, que
llena los techos de humedades y apaga el antiguo fulgor de los retablos.