Epílogo: Por qué leer los clásicos - Oportet Editores

ANTIGUOS TALISMANES O EL LIBRO TOTAL DE MALLARMÉ

Coleman Brutus Silk, ex decano de la provinciana universidad de Athena, solía empezar del siguiente modo «su venerable curso general de literatura griega antigua traducida»:

«—¿Sabéis cómo empieza la literatura europea? Con una riña. Toda la literatura europea surge de una pelea —y entonces tomaba su ejemplar de la Ilíada y leía a las clase los primeros versos—:

Canta, diosa, la cólera de Aquiles,
ese resentimiento —¡que mal haya!—…
desde el momento en que se separaron,
después de una disputa,
el Atrida, caudillo de guerreros,
y Aquiles que era vástago de Zeus.

¿Y por qué se pelean estos dos violentos y poderosos personajes? Es algo tan básico como un altercado en un bar. Se pelean por una mujer, una muchacha en realidad. Una chica robada a su padre, raptada durante una guerra». Y concluía su exordio: «Una pelea, pues, una brutal pelea por una joven, por su cuerpo juvenil y las delicias de la rapacidad sexual: ahí, para bien o para mal, en esta ofensa contra el derecho fálico, la dignidad fálica de un enérgico príncipe guerrero, comienza la gran literatura imaginativa de Europa, y por ese motivo, cerca de tres mil años después, vamos a empezar por ahí…» (Philip Roth, La mancha humana).

Quien haya llegado hasta aquí, en este apretado recorrido semisocrático, ya tiene la respuesta al porqué. La literatura es apenas «cinco o seis metáforas», por seguir utilizando el verso de Borges, pero que, convenientemente revestidas y multiplicadas, constituyen la diversidad de criaturas que pueblan este singular universo. La literatura es como el mar Mediterráneo: si uno no ha tenido la curiosidad de surcarlo alguna vez, corre el riesgo de estar condenado a descubrirlo cada día.

La historia de la literatura es como la construcción y reconstrucción de las ciudades. Ernesto Sabato decía que «las obras de un escritor son como las ciudades que se construyen sobre las ruinas de las anteriores». Después de este sinuoso recorrido podemos preguntarnos: ¿Habría sido posible el Renacimiento sin la literatura grecolatina, o el Quijote sin la novela de caballerías, o la novela de caballerías sin Aquiles Tacio y Heliodoro, o, más aún, la novela en general sin la Odisea? Seguramente sí, pero sería de otro modo, y ese otro modo se haría la misma pregunta, para llegar a la misma respuesta. No hay Biblia sin Génesis ni fuegos artificiales sin big bang. Ignorar la literatura que nos precede es como ignorar la tierra que pisamos, y quien no quiera rebajarse a excavar no hallará los muros de Troya. Un día por azar descubrirá un fósil y creerá haber hallado el eslabón perdido, sin saber que ya estaban todos reunidos en el museo de la esquina.

Hemos visto la vitalidad de esos pilares y los vasos comunicantes que transmiten las corrientes subterráneas. Esos son los clásicos. Nos han precedido en la visión de la realidad, han ido forjando el denominador común, en ellos nos reconocemos, es nuestro espacio espiritual a la manera del versículo paulino: «En él vivimos, nos movemos y somos» (cf. Hechos 17,28). Su antigüedad no tiene por qué quebrantar la cercanía. Casi al revés: de puro decantados y contrastados, cada vez tienen menos riesgo de equivocación. Como diría a su modo Ricardo de Bury, aquel obispo amante de los libros que se carteó con Dante, «los discípulos, purificando una y otra vez las sentencias de sus maestros en el horno, eliminaron la escoria anteriormente inadvertida, hasta obtener un oro escogido, aquilatado, purificado de tierra, séptuplo, y no empañado por ninguna mezcla de error o duda» (Filobiblión, c. 10). «Los clásicos —ha escrito Remo Bodei— se parecen a viejos árboles que, una vez podados, vuelven a florecer en todas las estaciones» (Rev. de Oc., 307, dic. 2006, pág. 6). Decantación o poda, a los llamados clásicos la historia los tiene ya bien aquilatados. «Milton, Dante, Goethe, Shakespeare —escribía Salinas a su amada—, son en cierto modo víctimas de su fama: no se los lee y parecen monumentos a los que no se atreve la gente a acercarse: y si nos acercamos vemos cómo viven y son, hoy, en muchas cosas, puros contemporáneos. Y en cambio muchos contemporáneos son muertos, cadáveres de nada» (Salinas a K. W., 2/04/34, Epistolario, pág. 467). A estas alturas, podríamos aceptar la definición de clásico que dio Azorín: «¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: Un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones» (Nuevo prefacio, de 1920, a Lecturas españolas).

«Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» (J. L. Borges, «Sobre los clásicos», en Otras Inquisiciones: OC I, RBA, B 05, pág. 773).

Nadie ignora que el título de este epílogo ha salido del libro de Italo Calvino, Por qué leer los clásicos. Como sé que nadie lo desconoce, me limito a hacer una glosa apresurada de algunas de sus ideas. ¿Que por qué leer los clásicos?

—Porque son una riqueza para quien los ha leído y amado y una fuente de sorpresas para quien espera saborearlos por primera vez.
—Porque su influencia es inevitable, incluso en el caso de no haberlos leído. ¿Cuántas palabras hemos ido viendo por el camino, sustantivos y adjetivos, que han surgido tanto del universo de los autores reales como de los seres de ficción? Odisea, homérico (¿recuerdan a Barry Fitzgerald repitiéndolo en El hombre tranquilo, de John Ford?), afrodisíaco, edípico, dantesco, celestina y celestinesco, rabelesiano, pícaro y picaresco, quevedos, quijotesco, hamletiano, cartesiano, donjuán, fáustico, nietzscheano, kafkiano, lolita, esperpento y esperpéntico, etc., etc. Todas ellas han enriquecido la lengua a fuerza de inmiscuirse en nuestras vidas.
—Porque cada lectura acaba siendo una relectura. El tiempo y los sucesivos lectores los enriquecen de tal modo, que siempre van adquiriendo sabores nuevos como los vinos bien envejecidos. De ese modo un clásico es un libro que nunca acaba de decir lo que tiene que decir. (¿Recuerdan lo de Georges Mounin y Guerra y paz?). A todos nos ha ocurrido alguna vez hallar un sentido nuevo a un pasaje repetidas veces visitado. Y es que los clásicos se enriquecen son sucesivas lecturas, y siempre son libros nuevos, añadiendo los sedimentos de todos los ojos que han pasado por ellos. Cada época, cada sensibilidad añade nuevas interpretaciones y nuevos colores al arco iris.
Un caso característico es el del Quijote, que de ser un libro de pura diversión en el XVI pasó a ser «el libro más triste» en el XIX, y un modelo narrativo para el XX por su arquitectura de novela-río, la ambigüedad de su narrador, la ironía de sus propuestas. Una de las interpretaciones más sutiles de este efecto de la duración y el cambio de una obra es la que hizo Borges en el célebre cuento de Ficciones, «Pierre Menard escribió el Quijote». En efecto: todos leemos las mismas palabras que escribió Cervantes, pero —al margen del cambio de significado de muchas— ya no leemos el mismo libro que él escribió. Ya no es posible una lectura inocente del Quijote. El personaje está incorporado de tal modo a nuestras vidas que cualquier lectura primera es siempre segunda. Como Pierre Menard, uno podría escribir todas las palabras del Quijote, en la misma secuencia y con la misma organización, pero estaría escribiendo otro libro. La aproximación a los clásicos con la distancia del tiempo ofrece perfiles nuevos y a veces desconocidos. Es algo parecido a lo que decía Azorín a propósito de los traducidos: «Ved a un español en una calle de París, de Roma o de Berlín; no lo veréis como en una calle de Burgos, de Sevilla o de Ávila. Será otra cosa; acaso lo que os suceda no es que lo veáis de distinto modo, sino que veáis más en él, que veáis en él más aspectos, más matices, más cambiantes que antes no veíais. Será la misma personalidad, pero con mayor prolongación. Pues con los clásicos sucede una cosa análoga; cuando los leemos traducidos vemos en ellos algo que antes no veíamos» («Los clásicos», en Clásicos y modernos). Pues bien, un clásico al que volvemos con la distancia del tiempo es como si estuviera traducido.
—Porque cuanto más creemos conocerlos más novedades ofrecen. La circunstancia personal los enriquece. Aquí cito textualmente: «Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. Con esta definición nos acercamos a la idea de libro total, como lo soñaba Mallarmé». No sé si es una exageración la afirmación de Mallarmé de que «en el mundo, todo existe para acabar en un libro». Borges, que no concebía un mundo sin libros, lo habría compartido. Mallarmé fue acotando el territorio hasta llegar al libro total: dijo del Libro, así con mayúscula, que es «la explicación del hombre, suficiente para nuestros más hermosos sueños»; anotó que «el libro suprime el tiempo muerto». Entre sus borradores figuran frases como «ser fiel al libro», «identificarse con el libro», y también «la literatura se hace exterior con tanta rapidez, pierde con tanta rapidez la noción del misterio…», hasta resumirlo todo en aquel verso definitivo que abre «Brise marine»: «La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres»…
—Y, en fin, porque «tu clásico» nunca puede dejarte indiferente y «te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste con él». En definitiva, uno tiene que crearse su propia biblioteca ideal de clásicos.

Llegados aquí, quizá haya que hacer un paréntesis de actualidad. Borges hablaba de «previo fervor» y de «misteriosa lealtad». Pero pueden existir fervores previos a los que una circunstancia tal vez desmesurada enfríe o modifique. Diríase que en el amplio espacio celeste de la literatura hay estrellas fijas (¿hasta cuándo?) y otras errantes. De tal forma que ahora estamos experimentando ya la variabilidad del canon. Azorín —que no es sospechoso en esta materia—, en el citado Clásicos y modernos, de 1913, insistiendo en lo de sensibilidad moderna, aludía precisamente a esa modificación del canon. La cita es larga, pero vale la pena:

«La resistencia a la revisión de los clásicos es inútil y absurda. A través del tiempo han ido formándose los grandes clásicos: los grandes clásicos, los que resisten —como Cervantes, como Lope— a toda revisión, a toda interpretación. ¿Qué razón hay para que ahora, en este preciso momento de la historia, se detenga la ejercitación del intelecto humano? En el fondo, el problema de los clásicos es el mismo problema de la vida total de las sociedades, con sus instituciones y modalidades políticas. Todo ha ido evolucionando, transformándose, hasta llegar a este momento en que nosotros vivimos. ¿Por qué razón la modalidad actual, la presente realidad social, ha de detenerse aquí y no ha de seguir su marcha? ¿No será enormemente absurdo el creer que desde los más remotos tiempos, desde la nebulosa, se ha venido preparando la actual modalidad en que nosotros nos hallamos para que no pueda ser cambiada?
No existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar si están de acuerdo con nuestra manera de ver y de sentir la realidad; en el grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o muertos. Su vitalidad depende de nuestra vitalidad. No nos detengamos para el desdén o la relegación en vanos escrúpulos; que no nos atemoricen las rimbombancias y oropeles de que se han rodeado estos o los otros nombres. Juzguemos a los muertos con arreglo a los vivos…».

Esta capacidad de interpelar y reprochar, es lo que pedía Kafka a los libros en general. En una carta a Oskar Pollak escribía: «Es bueno que la conciencia sufra hondas heridas, pus eso la hace más sensible a los mordiscos. Pienso que solo deberíamos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en la cara, ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices en tu carta? […] No, lo que necesitamos son libros que caigan sobre nosotros como un golpe dolorosísimo, como la muerte de alguien a quien amábamos más que a nosotros mismos, como si nos viéramos desterrados a los bosques, lejos de todo ser humano, como un suicidio; un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior» (1903). Clásicos vivos, pues, y aun molestos.

Hemos visto varios autores que han creado espacios míticos equivalentes de los universos. Borges los resumió en un famoso texto de Otras inquisiciones: «Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote; Swift, su república de caballos virtuosos y yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la Ballena Blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo». Son universos con vida propia, muy semejantes a los universos paralelos de que nos hablan los astrofísicos. Aunque todavía desconocemos el tipo de realidad que tienen, su realidad en la mente, la memoria y el subconsciente colectivo es tal que puede suplantar a los mismos personajes reales. ¿Quién es más real para nosotros: don Quijote o Felipe III? El filósofo Lorenzo Peña, en un libro tan poco literario como El ente y su ser, ha escrito a propósito de la realidad de los entes de ficción, a los que ya hemos aludido:

«A cada escritor se le revelan ciertos entes; entra entre los factores el mérito del escritor —a tal escritor, tal autorrevelación de ciertos entes—, y entran otros factores. Desde la filosofía, solo podemos delinear esos principios generales, dejando a ciencias particulares —a la psicología en este caso— el cuidado de indagar detalles al respecto, de formular hipótesis y de contrastarlas con los datos de la experiencia. No es una casualidad que a Cervantes se le hayan revelado el buen Rocinante, don Quijote y Sancho Panza; que a Pío Baroja se le haya revelado Silvestre Paradox; que a George Eliot se le hayan revelado Silas Marner, Adam Bede y Dorotea Brooke; que a Calderón se le hayan revelado Pedro Crespo y Segismundo; que a Shakespeare se le hayan revelado Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo y Desdémona…, que a Carson McCullers se le hayan revelado Singer y el Dr. Copeland, etc., etc. No es que el autor sea como los personajes, eso no: pues un mismo autor nos habla de personajes muy alejados entre sí. Pero, desde luego, requiérese una grandeza mental —y, por sobre eso, o como consecuencia también de eso, un trabajo arduo de meditación y reflexión— para que a uno se le revelen grandes personajes. En eso estriba la llamada ‘genialidad’ de un literato; y solo en eso; no es nada enigmático. Por supuesto, en esa labor ardua pueden entrar también las experiencias de la vida en este mundo, pues muchas cosas tiene en común este mundo con mundos fantásticos que explora e investiga el literato» (Lorenzo Peña, El ente y su ser, II,13,10, Univ. de León, 1985, pág. 525).

Concluyo con unas bellas palabras de Pedro Salinas:

«El que desconoce a los clásicos de su lengua, el que por ignorancia presumida afecta no necesitarlos, se revela como dos veces obcecado, una porque reniega de sus antepasados, de toda esa parte de su ser anterior a su cuerpo mortal, y otra porque los usa sin saberlo, los lleva dentro, ya que el beneficio que ellos hicieron al idioma ha ido calando desde los libros a la lengua común y vive incorporado en el habla general» (El Defensor, V).