Polla - Oportet Editores

Polla

3 diciembre, 2012

Polla

Suele la polisemia ser fuente y causa de alacridad y regocijo. Todas las lenguas la tienen; todas las lenguas procrean humor a su costa. Una de las palabras con acepciones tan variadas y opuestas que inevitablemente forjan lozanas recreaciones humorísticas es polla.

La inocente polla es el femenino de pollo, y seguro que a cualquiera se le ocurre que viene del latín pullus. (Quién sabe si el ministro quiere suprimir latines para ignorar la propia etimología de ministro. Todo se verá). Pullus —que es una contracción de puellus—, con su desvalido aire de diminutivo, era el nombre general para designar a todas las crías de aves y animales. Raimundo de Miguel ofrece un retablo de estas maravillas de la creación: pullus aquilae es el aguilucho; pullus asininus, el buche o borriquillo; pullus gallinaceus, el pollito de la gallina; pullus colombinus, el palomino o pichón; pullus pavoninus, el pollo del pavo real; pullus turturinus, el de la tórtola; pullus ciconinus, el cigoñino; pulli ranarum, los renacuajos; pulli apum, el enjambre de abejas; pulli avium, los pajarillos; y, en fin, hasta pulli arborum, los pimpollos o brotes de los árboles.

El DRAE da nueve acepciones de polla, de las cuales —aparcados cinco localismos para mejor ocasión— sobrenadan cuatro. La primera es la esperada «gallina nueva, medianamente crecida, que no pone huevos o que hace poco tiempo que ha empezado a ponerlos». Más tierna por más joven, era más apetitosa que la gallina, como el pichón que la paloma, o «el cabrito que el cabrón», cosa que muy bien sabía don Quijote (I,2). Y cuando Sancho, a punto de descubrirse la superchería del falso Quijote, está en negociaciones con el ventero sobre la cena, pollos y pollas aparecen por doquier:

«—No es menester tanto —respondió Sancho—, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía.
Respondiole el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados.
—Pues mande el señor huésped —dijo Sancho— asar una polla que sea tierna.
¿Polla? ¡Mi padre! —respondió el huésped—. En verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere» (II, 59).

Es «esa polla» la que aparece también en «Los gatos escrupulosos» de Samaniego:

«¡Fu —dijo Zapirón—, maldita olla!
¡Cómo abrasa! Veamos esa polla
que está en el asador lejos del fuego» (vv. 9-11).

El salto a ‘muchacha’ estaba cantado. Corominas lo cuenta así: «Pullus fue primitivamente la cría de cualquier animal, y aun se empleó en latín como adjetivo en el sentido de ‘pequeñito’ (Plauto, S. Jerónimo); no es, pues, extraño que polla aparezca en el Cronicón mozárabe del Pacense (h. 754) con el sentido de ‘muchacha’, acepción que tiene hoy en el habla familiar». El Diccionario de Autoridades «autoriza» tal acepción con una cita de La Dorotea de Lope:

«Gerarda.—¿Qué dices de gallo, Celia?
Celia
.—Que debías de ser polla, cuando te llevaba el gallo.
Gerarda
.—¡Y qué tal polla! No había en Italia española de más lindo brío» (acto II, esc. 4).

No es infrecuente en Galdós (por ejemplo, en Fortunata y Jacinta, III, 6,11: «Y si viera usted qué guapa era cuando polla…»), y tampoco lo ha sido en el habla popular. Yo mismo recuerdo haber oído a una señora, que subió al coche de línea con una muchachita, cómo se la presentaba al cobrador con estas luminosas palabras: «¡Mira qué polla tan maja tengo!».

Corominas confirma que es esta acepción la «que está a la base de la acepción obscena, y que será más bien tradicional que creación reciente». De hecho, anota que «esta es sin duda muy antigua, puesto que es común al castellano con el rumano y el dalmático». El juego entre esta y la primera acepción —aunque aún está por ver cuál es más sabroso, si el caldo de gallina o el de polla— da cosas como estas redondillas de R. Zapata recogidas en Venus picaresca (Barcelona, 1881, pág. 16):

Con mucha coquetería
enferma fingiose Esther,
porque la viniese a ver
un doctor a quien quería.
Este conoció la embrolla
cuando el pulso la tomó,
y dicen le prescribió
tomase caldo de polla.

A este respecto cabe recordar a José Vargas Ponce (1760-1821), que fue ilustre marino y triple académico: de la Real Academia de la Historia, de la Academia de San Fernando y de la Real Academia Española. (De la primera fue director y en ella se conserva su retrato pintado por Goya, al que por cierto le faltan las manos, y no porque don José no las tuviera, sino porque es fama que las manos incrementaban el precio del cuadro, y la Academia optó por escondérselas: una bajo el chaleco y otra detrás, como si fuera una premonición de crisis futuras).

José García Mercadal recogió en su Antología de humoristas españoles (1957) la «Proclama de un solterón» del académico Vargas, pero no eran fechas para mayores regodeos: se limitó a decir que su musa era «festiva y pícara» y señaló «el zumbón gracejo de su sátira», pero nos hurtó las décimas de «Lo que es y lo que será», la primera de las cuales dice así:

Joderá el género humano
mientras haya pija y coño,
en primavera, en otoño,
en invierno y en verano.
Querer quitarlo es en vano
ni por fuerza ni consejo,
pues, si está cerca el pendejo
y la polla se endereza,
puede más Naturaleza
que no el Testamento Viejo.

(Esta décima anda revoloteando por la red, pero con un error como suele ser habitual: en el verso ocho transcribe «endurece», lectura a todas luces errónea, puesto que tiene que rimar con «Naturaleza»).

El DRAE da todavía otra acepción: ‘En algunos juegos de naipes, puesta (cantidad que pone el que pierde para disputarla en la mano siguiente)’. Con la combinación de todas ellas, Cela recoge en su Diccionario secreto una décima de Fray Damián Cornejo (1629-1707), cuya biobibliografía merecería entrada aparte. Escribe CJC:

«No obstante la antigüedad que se le atribuye [a polla], no he podido documentarla sino en fecha reciente; fray Damián Cornejo, Décimas a una dama, II:

Lo que en esta vejación
mi discurso más atolla,
es que me lleva la polla,
jugando al hombre, un capón.
De ti ningún galardón
ya, Lisis, mi fe no espera;
con tu Fabio en caponera
puedes holgarte del todo,
y no hay que dudar del modo,
que él buscará manera;

el autor juega con los equívocos polla (moza, pija, determinado juego de naipes) y juego del hombre (cópula con la mujer y el juego de naipes que dicen pilla); obsérvese que lo que el hablante entiende como ‘vejación que atolla su discurso’ es que sea precisamente un capón quien le gane la polla (juego y moza y, en este caso, pija)».

Este juego de la polla no es desconocido de Cervantes, que, como sabemos, era notable jugador, y aun no es imposible que alguna vez se jugara dineros ajenos. Con su ironía característica, el Licenciado Vidriera «alababa las conciencias de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos». CJC recoge la nota de Rodríguez Marín, que «comenta: “O mucho me equivoco, o la polla a que aquí se refiere nuestro autor es el mismo juego del hombre, que hoy llamamos tresillo”; no descarto —prosigue Cela— la posible contaminación erótica del nombre que le da Cervantes, habida cuenta de la identificación polla = juego del hombre», tal como vimos en la décima de Fray Damián.

El mismo juego volvió a resonar el año pasado cuando se estrenó una obra de Lope poco conocida: Las flores de don Juan, y rico y pobre trocados. En ella figura este diálogo:

Don Francisco.       La polla podéis jugar.
Don Alonso
.             Como la suele pelar,
a la polla nos convida.
Leonardo.                Ea, que polla ha de ser.
Don Francisco
.       ¿De a cómo?
Don Luis
.                                 A doblón.
Don Francisco
.                                        Braveza.
Don Alonso
.            Entrémonos a la pieza
donde solemos comer (vv. 174-180).

La polisemia de polla ha propiciado casos curiosos, como el del atribulado don Francisco Javier Lapoya Gallegos, que en 1949 solicitó oficialmente la modificación de «su primer apellido, en el sentido de apellidarse “Lapaya”, en vez de “Lapoya”, fundándose para ello en que tanto en sus relaciones particulares como comerciales a que se dedica, viene conociéndosele con el apellido Lapaya en lugar del que le corresponde, teniendo en cuenta la hilaridad que el suyo produce y lo feo que su pronunciación resulta, tanto para el trato particular como para el social, especialmente cuando se trata de señoras o señoritas». La solicitud quedó reflejada en el Boletín Oficial del Estado de 14 de mayo de 1949, según lo recoge CJC en su Diccionario secreto.

Las citas podrían multiplicarse. Las anécdotas, también. José María Pemán, en Mis almuerzos con gente importante, recogió la siguiente:

«Tampoco faltaba en las sobremesas su poco de pimienta, según vieja tradición de académicos y literatos. El obispo de Madrid-Alcalá, Patriarca de las Indias, era para el caso abierto y acogedor, como correspondía a un prelado gallego de nacimiento y sevillano de adopción. Nada estorbó su presencia pastoral y erudita, para que yo leyera en una sobremesa alguna de las jocundas y verdosas tradiciones de Guatemala de Batres y Montufar. Y en otra, unas cartas manuscritas de don Juan Valera, encontradas en el archivo de don Mariano Pardo de Figueroa, el doctor Thebusem, que habrían hecho las delicias del maestro en lexicografía escatológica, Camilo José. En una de las catorce cartas, se refería Valera a un compadre suyo de Cabra: que tenía tres hijos, las dos de ellas, monjas y el varón seminarista, por lo que le decían en el pueblo polla santa» (Barcelona, Dopesa, 1970, pág. 209).

Pues es Cela justamente el que introduce la voz pollasanta en su Diccionario, que define como ‘Dícese del engendrador de hijos muy devotos’ y la «autoriza» con las líneas finales del texto de Pemán que recogemos. Y concluye: «Es compuesto que admite la posible sustitución de su primer término por cualquier sinónimo de polla no demasiado hermético, y así: pichasanta, pijasanta, pijosanto, etc.».

Santiago Roncagliolo ha escrito hace poco una columna titulada «Un escritor para hombres». En ella podemos leer: «Es comprensible que a los políticos les esté vetada la palabra “pene”. Es algo que preferimos no oírles decir. Más aún en el caso de la familia real, donde la prohibición se transmite genéticamente. Pero la prensa cultural hispana podría ser menos mojigata, gazmoña y meapilas, y echar mano de la palabreja de vez en cuando, que al fin y al cabo es sólo una parte del cuerpo, y por cierto, una que resulta imprescindible para leer a Philip Roth» (El País semanal, 21/10/2012, pág. 8). Francisco Rico, con su corrosivo humor, le habría respondido que pene suena a terminología médica, y que la voz de uso común es polla. Y Ana de la Robla, que si para leer a Philip Roth «la palabreja resulta imprescindible», aun sin ignorar las saludables virtudes del objeto, seguramente tendrá un motivo más para vetar al ya previsible Philip Roth.

El anecdotario podría extenderse hasta el infinito. Pero la polla tuvo su momento de máximo esplendor una noche en que mi amiga, la marquesa que no ejerce, me aceptó una invitación en cierto restaurante de exigua mesa y silla, pero de vianda proba. Cenaba a nuestro lado cierto menda, más que pollo pero menos que gallo, con aire de ejecutivo y un apartamento en Miami, a quien no se le caía la polla de la boca: si una vez ligó con «tres tías», fue ¡la polla!; si le soplaron 300 dólares solo por entrar a un restaurante restringido a la jet-society, fue ¡la polla!; si la cena estaba buena, era ¡la polla!; si impropia del precio, ¡la polla!; el coche que tenía era ¡la polla!… Ciertamente, el pollastre era… ¡la polla!