No es una plaza mayor de soledades como se estila en tantos pueblos de Castilla, sino un escenario urbano de intensas resonancias, de ecos históricos, de arquitecturas que todavía señalan los tiempos de esplendor.
La llamada plaza del Mercado dibuja un rectángulo perfecto de grandes dimensiones, definido en sus lados más largos por una serie de casas de distintas épocas y, en sus lados más cortos, por el edificio del Ayuntamiento (Stadhuis) y, frente a él, por la iglesia nueva (Nieuwe Kerk), templo que fue terminado de construir a mediados del siglo XV.
Al fondo del rectángulo, como culminación de jerarquías, la torre de la iglesia alza su anhelo ascensional hasta alcanzar los 180 metros. Es una torre que se yergue exultante, puro júbilo vertical entre las nubes, vestida de ladrillo en los cuerpos más bajos y luego resuelta en capitel que se eleva hacia la altura.
La torre de la iglesia levanta su figura entre la luz mortecina de la tarde, una luz cercana de crepúsculo, una luz que tiene textura y espesor, una luz que define la atmósfera íntima de la plaza.
Como si hubiera sido pintada por Vermeer.
