Pepe Carvalho tras las huellas de don Quijote - Oportet Editores

Pepe Carvalho tras las huellas de don Quijote

8 abril, 2015

Pepe Carvalho tras las huellas de don Quijote

La universalidad del Quijote, y su influencia progresiva en la historia de la literatura hasta impregnarla toda, no fue un milagro espontáneo, sino una germinación lenta como esos desiertos que la Escritura profetizaba convertidos en oasis. Con una ironía no exenta de hipérbole, decía el socarrón del bachiller «que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia…, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca» (II, 3). No sin humor añadió don Quijote que «por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia» (II, 16). Tampoco le falto melancolía a un Cervantes envejecido cuando previó que «el que más ha mostrado desear [el libro] ha sido el gran emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote» (II, dedic.). He ahí el origen del Instituto Cervantes. Los vaticinios han resultado inesperadamente exactos. Inesperadamente, porque la germinación del grano de trigo fue lenta, y aquellos textos quijotescos estaban más lejos de la realidad que del deseo. Durante un siglo el Quijote apenas fue un libro del pasado que antaño pudo haber causado dos fanegas de risa a un público desaparecido. El cuarto centenario llegó arropado de bambolla y alharaca, pero es el cuarto. El primero, el de 1705, no se presentaba así: un año antes se había traducido al francés el Quijote de Avellaneda, y la sagaz crítica francesa comprendió que ese era el bueno. Aquejados de «seguidismo» francés, todavía en 1736, don Agustín Montiano, académico de la Lengua, oficial de la Secretaría de Estado y más tarde director perpetuo de la Real Academia de la Historia, y don Blas Antonio Nasarre, «miembro de la Real Academia Española, catedrático de Derecho canónico, abad de San Martín de Acoba, prelado consistorial, bibliotecario mayor del rey [Felipe V] y miembro de la Junta del Real Patronato», elogiaban el Quijote de Avellaneda, recién reimpreso, mientras hablaban con displicencia del Quijote cervantino. «Extremada y desatinadamente», sentenció Mayans. El año pasado pasó sin gloria pero sin pena el centenario del de Avellaneda, y este año se recuerda el del segundo Quijote, el de 1615. De pronto un inglés, Henry Fielding —a quien Francis Coventry denominó «nuestro Cervantes inglés»— estrena en 1734 Don Quijote en Inglaterra. Era una obra de teatro. Luego vinieron las novelas: Joseph Andrews es de 1742, y no olvidemos que lleva por subtítulo, «escrita a imitación del estilo de Cervantes, autor de don Quijote». De 1749 es Tom Jones. De 1752, La mujer Quijote, de Charlotte Lennox. El Tristram Shandy, de Sterne, que podría haberse subtitulado «elogio de la digresión», apareció entre 1759 y 1767. Fue llamado «el Quijote inglés», y su autor invocaba a Cervantes, pidiéndole ayuda para llevar a buen puerto su obra.

Después vino la Revolución francesa, más tarde Napoleón, y el principio del siglo XIX no estaba para centenarios, a pesar de que en España ya se había tomado conciencia del desconocimiento en que estaba sumido el autor. (Recordemos que Mayans todavía ignora el lugar y la fecha de nacimiento de Cervantes; logra deducir con cierta aproximación la de su muerte a partir del propio testimonio cervantino, y, en fin, tiene que confesar humildemente que no sabe «cómo ni cuándo le apresaron los moros y le llevaron a Argel»). Fueron Pellicer y Fernández de Navarrete quienes intentaron paliar las insuficiencias de la biografía de Mayans. Pero el romanticismo impuso un nuevo tipo de lectura, y así, de ser el libro más risueño pasó a ser «el libro más triste», según lo definiría Dostoievski. A mediados del xix ya había florecido. Andando el tiempo, Ortega diría que Madame Bovary es «un Quijote con faldas». El tercer centenario fue el primero con celebraciones. Hasta un P. Valbuena —que no es el padre Valbuena, sino el pobre Valbuena— escribió La resurrección de don Quijote (reeditada en Ediciones de la Tempestad, Barcelona 2005), en el que ya se levanta acta de su auctoritas. De broma o de veras, aquí Ramón y Cajal habla «de la gran cualidad anti-tuberculosa del genial libro de Cervantes»; don Juan Valera envía una carta de adhesión y da «de pasada un vapuleo al mismísimo Benengeli»; el señor Echegaray «trató, como él sabe hacerlo, de las distintas fases del Príncipe de los Ingenios, y según varios puntos de vista: Cervantes ingeniero, Cervantes pedicuro, Cervantes arquitecto, Cervantes montador electricista, etc. etc.» (págs. 83-84). Para bien o para mal, o simplemente porque así lo quiso el diablo que todo lo añasca, ese «saco donde cabe todo», como definió Baroja la novela del siglo xx, se ha impregnado consciente o inconscientemente de aquel libro, al principio escrito quizá un poco a la desesperada. Un caso que he seguido con cierta perplejidad es el de Pepe Carvalho. Primero me llamó la atención la vocación incendiaria del personaje. A don Quijote le queman los libros, como causantes de su desequilibrio, o tal vez solo de su reequilibrio. Pepe Carvalho quema los propios, por lo mismo y por lo contrario: porque le hicieron tener fe en una realidad que demostró ser traidora y gregaria como rebaños, que solo un espejismo político pudo hacerlos imaginar con relinchar de caballos, sonido de clarines y ruido de tambores. Olvida los tambores. Uno de los primeros libros que ardió en la chimenea de Carvalho fue un Quijote de Sopena. Otro paralelismo que me llamó la atención fue la construcción del personaje. El segundo autor del Quijote halla vacilación en los Anales de La Mancha sobre el nombre del personaje: ¿Quijada? ¿Quesada? ¿Quijana? ¿Alonso Quijano? También el segundo apellido de Pepe Carvalho sufre de semejante incertidumbre: de Larios pasa a ser Tourón. Tengo para mí que cuando Vázquez Montalbán escribió Yo maté a Kennedy todavía no sabía qué iba a ser de ese personaje, ni siquiera si iba a ser. El narrador es distinto, el punto de vista más disperso, el arte otro. Es cierto que ya allí leemos cosas como estas: «Vivir la historia se basa siempre en un simulacro de realidad y de comportamiento» (Yo maté a Kennedy). O habla del «vago sustrato cultural que a uno le queda después de haberse tragado dos o tres mil libros» (ib.). Pero el salto de Kennedy a Tatuaje tiene algo del tránsito del hidalgo soñador al caballero andante. En aquel primero se apunta el germen de su vocación destructora que, como él mismo reconocerá cerca del final, acabará siendo una retórica de la que ya no puede prescindir. ¿No acabaría diciendo don Quijote aquello de: «¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido» (II, 17). La force des choses… Hay todavía otra curiosa coincidencia. Sabemos que Cervantes se hizo personaje de su propio libro, y no solo cuando lo vimos recorriendo el Alcaná de Toledo en busca del manuscrito perdido. Cervantes apareció también en la biblioteca del hidalgo, cuando el cura emitió aquel resignado juicio sobre la Galatea: «Muchos años hace que es gran amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega» (I, 6). Pues también nuestro autor anda entre las bambalinas de las andanzas de Carvalho. Así, cuando el disidente Justo Cerdán presente un libro en la librería Machado, hablará de «la lógica del sistema» y añadirá que «cuestionar este hecho significa cuestionar el sistema y poner en peligro la celebración de actos como este… o que escritores como Vázquez Montalbán puedan ganar el Planeta» (Asesinato en el Comité Central). En otro lugar, una conversación entre el editor Brando Jr. y Carvalho es aún más elocuente: «—…Nuestra casa es la que mejor paga y la que mejor vende. Acabo de contratar una Autobiografía de Franco. —¿A Franco? —No. A un escritor rojo, rojísimo: le he puesto sobre la mesa un cheque, no voy a decirle por cuánto, y todos sus prejuicios se han hecho añicos. Me ha pedido libertad de tratamiento, la que quiera, luego ya vendrán las rebajas antes del segundo cheque…» (El laberinto griego). No es este el lugar de descubrir en qué proporción se distribuyen la ironía o el sarcasmo, el cinismo o la amargura. 1421932469_980651_1422469402_noticia_normalEn cambio la construcción temporal sí es mucho más precisa en Vázquez Montalbán. El paso del tiempo es implacablemente exacto. Y hay un momento en que Pepe Carvalho no necesita ninguna sobrina que le reproche su presunción de «que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres» (II, 6). A Carvalho le basta mirarse al espejo, reprimir como puede la rebelión del hígado, hacer el recuento de sus pastillas, comprobar el estado de su cuenta corriente. También es de notar la revisión del personaje, que se ve impreso y luego falsificado. En «El coleccionista» (Hermano pequeño, 155) vemos a Pepe Carvalho recluido en un manicomio (como el de Avellaneda), pero en este caso es él el que se declara verdadero: «Ocho años después de iniciarse esta reclusión —dice—, uno de mis contactos de la KGB de Tarazona me advirtió que acababa de publicarse una falsa novela titulada Yo maté a Kennedy, en la que un falso Pepe Carvalho se atribuía hechos y actuaciones que eran míos, del verdadero Pepe Carvalho. La novela estaba escrita por uno de los hombres más tenebrosos del servicio de espionaje soviético en España, según yo ya sabía entonces y según la Virgen María le informó a Fernando Arrabal poco antes de ganar el premio Nadal». Y del mismo modo que don Quijote intenta rehacer de algún modo su personaje por si su actuación no es bien entendida (recuérdese: «mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son hacer bien a todos y mal a ninguno»: II, 32), también en las sucesivas historias de Carvalho encontramos ese deseo de recuperar personajes antiguos, ese reconstruir el personaje hacia atrás, incluso sutiles retoques del pasado, como Cervantes, para aliviar olvidos y extravíos. El entorno del personaje va surgiendo progresivamente como en el caso de don Quijote. Si Sancho no aparece hasta la segunda salida —y siempre nos quedará la duda de si estaba ya en el plan inicial o se lo sugirió el ventero burlador—, a Biscuter no lo descubrimos hasta la tercera salida de Carvalho (La soledad del manager). Biscuter —a la vez secretario, cocinero y doctor Watson— resulta ser un ex compañero de cárcel; Carvalho ya ha abierto despacho, y es ahí donde empezamos a vislumbrar que el personaje es otro, está más dibujado, más despojado de adherencias extrañas, algo más predeterminado también. En el mundo de don Quijote hay muchas mujeres, pero la mujer es solo una. En el de Carvalho todo es más complicado y excedería este breve apunte. Pero también hay una. De Dulcinea —más bien de Aldonza Lorenzo— se atreve a decir Sancho: «¡Oh hideputa, qué rejo que tiene y qué voz! […] Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire» (I, 25). Pero don Quijote la sublima, y por lo que él la quiere bien puede ser señora de sus pensamientos. Carvalho no se engaña: sabe que Charo es puta, y sabe también que el amor es otro espejismo. En un momento determinado Vázquez Montalbán dice que «quizá sea Carvalho un personaje poco dotado para el amor, demasiado dotado para la compasión» (Tres historias). Don Quijote, en cambio, está muy dotado para el amor platónico, pero poco para el físico, como vio Bienvenido Morros (Otra lectura del Quijote. Don Quijote y el elogio de la castidad, Cátedra, Madrid, 2005). En el Quijote se ha señalado la evolución de la relación entre ambos personajes, y —signifique lo que signifique— es ya un tópico hablar de la quijotización de Sancho. También la relación entre Carvalho y Biscuter experimenta una evolución semejante. «No se muera vuesa merced, señor mío», diría Sancho al final del libro a un don Quijote derrotado. Cide Hamete cuenta que, «apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera» (II, 44). Al cronista de Pepe Carvalho le oímos decir que «la conciencia de la ausencia de Biscuter la vivía como una mutilación cargada de presagios» (Milenio II, 412). «Juntos hemos hecho grandes cosas —añade Biscuter—. Grandes empresas. Deshecho grandes entuertos, y es una lástima, jefe, que usted esté tan cansado, porque eso me ha angustiado. Se lo digo con toda sinceridad. ¿Qué sería yo si usted deja de ser? Por eso lo animo a que prosiga la aventura. Todo está esperándonos, y todo lo que dejamos ya nos había abandonado» (Milenio II, 389). ¿No nos parece estar oyendo a Sancho Panza? En la última vuelta al mundo de ambos personajes, crece la figura de Biscuter. Hay un momento en que Biscuter salva en cierto modo a Carvalho como Sancho en cierto modo a don Quijote; hay un momento en que Biscuter toma las riendas del destino; hay un momento en que Carvalho vive «la más absoluta sensación de inutilidad, como si estuviera de paso entre la nada y el infinito» (Milenio II, 291). Carvalho dirá: «Tampoco quisiera que esta experiencia viajera, tan lejana ya de La vuelta al mundo en ochenta días como de Don Quijote o de Bouvard et Pécuchet se convirtiera en La vuelta al mundo de dos pilletes, uno de los libros que más me han gustado en toda mi vida» (Milenio II, 115). Pero al fin Don Quijote es vencido; y Carvalho es vencido venciendo: un disparo, y la vuelta al mundo no es más que un largo rodeo para volver a casa, a morir tal vez aunque no lo supiera. Tras una vuelta al mundo que duró doscientos días, decidió volver a Barcelona a cerrar el círculo y a cumplir con la literatura. De cárcel a cárcel, de libros a libros: «cumplir con Julio Verne, puesto que las renovadas futuras aventuras de Biscuter ya le habían permitido cumplir con el espíritu final de Don Quijote, y la sensación de haber vivido una huida hacia adelante lo reconciliaba con los señores Bouvard y Pécuchet, la inacabada novela de Flaubert que tanto le había inquietado en sus años de estudiante» (Milenio II, 404-405). La intertextualidad, que tan presente está en el Quijote, pertenece a la arquitectura intrínseca de la serie de Carvalho. No es ciertamente el Quijote el libro más citado, pero también lo es. «Filosófico estoy a pesar de que como», dice Carvalho en El hombre de mi vida (pág. 248), recuerdo de un endecasílabo del diálogo entre Babieca y Rocinante. Si con variantes, es una frase recurrente. Recuerda, cómo no, el caviar (Milenio I, 216), que en el Quijote es descrito como «un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre» (II, 54). Y, sobre todo, una hermosa evocación teñida de ausencia: «Los papeles se habían invertido como en el final del Quijote. Era ella quien quería embestir contra los molinos de viento y Carvalho el que oponía renuncias, desde el cansancio y la melancolía. Menos mal que el Quijote ya lo había quemado en un momento de lujuria de la lucidez» (Hermano pequeño). Se ha dicho que el Quijote, escrito bajo el signo del desengaño, es un libro de perdedores. Carvalho también. Es un personaje progresivamente desencantado, desorientado en un mundo que se revela hostil, un mundo que le vuelve la espalda o al que vuelve la espalda él. También un mundo donde se cocina mucho, y donde hasta Biscuter va creciendo en el arte de cocinar, último reducto de la cultura. De Sancho sabemos que era «bravo mojón», que es tanto como decir buen catador. Y si don Quijote, aunque finos manjares tuviera, podía pasarse sin comer «otra cosa que las hierbas y frutos que este prado y estos árboles me dieren» (I, 26), Sancho llegó a probar el caviar como hemos visto, si bien en un antaño que tampoco tenía el predicamento de hogaño. Al fin y al cabo, como decía Bernd Rothmann, o Joachim Pfister —que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben—, «empieza uno cambiando el mundo y termina hablando de gachas» (Antonio Orejudo, Reconstrucción). En el Sahara, bajo un cielo estrellado solo comparable con las arenas del desierto, Carvalho dijo: «A estas gentes les da lo mismo si somos Carvalho y Biscuter, Bouvard y Pécuchet o Abbott y Costello». No añadió «don Quijote y Sancho Panza». Pero sabemos que «los entes de ficción más tarde o más temprano se reconocen mutuamente» (Milenio II, 632). Esto lo escribió alguien que decía llamarse Manuel Vázquez Montalbán, con una pluma que parecía cortada por Carvalho.