Paseo marítimo
19 septiembre, 2018
Tres áreas pueden definirse en ese escenario urbano que, con múltiples variantes, se localiza en la orilla del mar: el paseo marítimo propiamente dicho, la arena y el agua.
El paseo marítimo es susceptible de ser interpretado como una pasarela trazada entre la arena y la ciudad. Algo así como una piel revestida de adoquines o azulejos, a veces limitada por barandillas decimonónicas y a veces por muros de hormigón.
Bien con la desnudez brutalista de los nuevos lenguajes o bien con los hierros resplandecientes de la forja modernista, el paseo marítimo invita a deambular por la calzada, a examinar a los viandantes, a observar el balanceo de los cuerpos, a admirar las figuras armoniosas que se mueven como si fueran barcos mecidos por la brisa.
Con vocación de país intermedio entre el agua y el paseo, la arena se extiende como un cuidado mapamundi donde se hacen visibles casi todas las variantes del deseo. Siluetas que oscilan entre la vulgaridad rotunda y el sutil refinamiento, entre la desnudez abiertamente proclamada y la sugerencia que se instala en el territorio de los prólogos. Pero todo se inscribe dentro de los ritos veraniegos que exaltan o insinúan los goces íntimos de la celebración sexual.
Más allá de la arena se sitúa el cambiante universo del agua, la inmensidad salada del azul. Un rumoroso enigma en constante movimiento cuyo límite queda definido por esa línea lejana e inacabable, abiertamente inaprensible, que se mantiene en la lejanía como un horizonte inmóvil, como un deseo que nunca se podrá alcanzar.