Hay un personaje galdosiano del que podría decirse lo mismo que Orlando furioso dijo burlescamente de don Quijote: «Si no eres par, tampoco le has tenido»: me refiero a don Juan Bragas —que dos años ha tan solo era Braguitas—, el cual dice de sí mismo que es un «nombre, que a decir verdad no se distingue por su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria de nobleza; así es que, no bien comencé a sacar el pie del lodo, añadí al apellido de mis padres el lugar de mi nacimiento, por lo cual, siendo este Pipaón en Rioja de Álava, vine a llamarme don Juan Bragas de Pipaón. […] Más adelante, como el Bragas no me pareciese del mejor gusto, lo suprimí completamente, quedándome para el mundo presente y para la posteridad en don Juan de Pipaón, nombre breve y rotundo, que va dejando ecos armoniosos doquiera que se pronuncia» (Memorias de un cortesano de 1815, I). Breve y rotundo. ¿De qué nos suena eso? ¿Tal vez del nombre de Rocinante, «alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo»? ¿De la cosecha de garbanzos, pues ya vimos que «primero faltarán garbanzos que Pipaones en España»? Pero no seamos maliciosos ni adelantemos acontecimientos.
Cualquiera pensaría, en efecto, que este autor de memorias cortesanas intentaba emular a don Quijote, «que acordándose que el valeroso Amadís no solo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre de ella» (I 1.50-51). Pero no. Su modelo, queriéndolo o no, estuvo en otro sitio, que casi podía competir con el ventero que armó a don Quijote, quien también confesó de sí mismo que «en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España» (I, 3.11-14). Resumiendo: Gabriel Araceli, que tuvo acceso al manuscrito de las Memorias del señor Pipaón, le dijo —y así lo reprodujo con toda honradez— «que los lectores de él, si por acaso lograba tener algunos, no podrían menos de ver en mí un personaje de las mismas mañas y estofa que Guzmán de Alfarache, don Gregorio de Guadaña o el Pobrecito Holgazán; a lo cual le contesté que sí, y que de ello me holgaba, por ser aquellos célebres pícaros de distintas edades los más eminentes hombres de su tiempo, y caballeros de una caballería que yo quería resucitar para que se perpetuase en la edad moderna» (Memorias…, XXII). El de los pícaros: ese fue su mundo, sus hazañas, sus modelos.
Pues bien, las Memorias de don Juan Bragas, a quien el propio rey Fernando llamaba, con no poca familiaridad y mucha sorna, Pipaón a secas, narran en realidad el ascenso —evitable, como el del gánster brechtiano Arturo Ui, pero a la postre tan inevitable como incomprensible— de un labrador riojano, que nos cuenta, con mucho donaire y desenvoltura, «cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos». Y ahora ¿de qué nos suena esto? ¿Quizá de Lázaro de Tormes, que también escribió la historia de sus fortunas y adversidades «para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio»?
Ya al principio de sus Memorias, Juan Bragas, digo el señor de Pipaón, hace una declaración de intenciones y una descripción de su hercúlea tarea:
«Flojita era la tarea en gracia de Dios… Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada… era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que solo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanos y agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas» (Memorias de un cortesano de 1815, II).
Leyendo esta confesión anafórica de fe, recordé a José Luis Gómez haciendo de Arturo Ui en aquella memorable representación de La evitable ascensión de Arturo Ui, cuando levantaba la mano y endiablaba la voz con hipocritón acento cada vez que decía: «¡la fe!». Es altamente improbable que Brecht hubiera leído a Galdós, y desde luego no se trata de la misma fe, aunque sí de parecidas aspiraciones a la ascensión; pero a mí nunca han dejado de llamarme la atención estas extrañas coincidencias en la literatura. Esto decía el gánster Arturo Ui ante su lugarteniente y sus cofrades:
«¡Os falta la fe! Y cuando la fe falta,
todo se acaba. ¿Por qué he podido hacer todo esto,
qué creéis? ¡Porque tenía fe!
Porque creía fanáticamente en la causa.
Y con la fe, nada más que con la fe,
vine a esta ciudad y la he obligado
a hincarse de rodillas. Con mi fe fui a ver
a Dogsborough, y con mi fe llegué
al Ayuntamiento. En las manos no tenía otra cosa
que una fe absolutamente inquebrantable».
(La evitable ascensión de Arturo Ui, en Teatro completo. Edición, traducción, introducción y notas de Miguel Sáenz. Madrid: Cátedra, «Bibliotheca Aurea», 2006, p. 1323).
Concluyo con el tantas veces citado epílogo de la pieza, esta vez dirigido al público:
Habéis ahora aprendido que una cosa es ver
y otra mirar, una hacer y otra hablar por hablar.
¡Recordad que aquel Ui estuvo a punto de vencer
y que los pueblos lo pudieron derrotar!
Pero que nadie cante victoria sin saber
¡que el vientre en que nació aún puede engendrar!
Gabriel Araceli describió así las entrañas del Sexenio absolutista: «Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. El alma se abate, el corazón se oprime al considerar aquel vacío inmenso, aquella ruin y enfermiza vida, que no tiene más síntomas visibles en la exterioridad de la nación, que los execrables vicios y las mezquinas pasiones de una corte corrompida» (Memorias…, XXII). Tras oír el epílogo de Brecht, es grande la tentación de pensar que también los vientres que engendraron aquella camarilla de corrupción y tiranía del reinado de Fernando VII, que con tanto cinismo como gracia cuenta Bragas, pueden volver a engendrar, si es que no lo han hecho todavía. Ya se ve cómo cien años después de su muerte, con todos sus garbanzos a cuestas, don Benito no ha perdido humor, ironía ni actualidad.