Naranja

Antes de pasar a otra ultracorrección, y ya que ha salido a relucir a propósito de la mandarina, detengámonos un momento en la naranja, porque tiene su recorrido.

Casi nadie ignora que naranja nos vino del árabe naránga. Sólo que el árabe lo había tomado del persa nârang, y hay fundadas sospechas de que al persa le llegó desde el sánscrito narangáh. El camino de la literatura se hizo de Oriente a Occidente; el de muchas palabras, también.

Las naranjas no son desconocidas en el siglo áureo español, y de hecho aparecen con frecuencia en el Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería (1611), de Francisco Martínez Motiño, que durante treinta y cuatro años fue cocinero real con los tres Felipes. En 1583 Fray Luis de Granada, en la Introducción del Símbolo de la Fe, se maravilla de que «una pepita tan pequeña de una naranja tenga dentro de sí virtud para que de ella nazca un árbol tan hermoso como es un naranjo, tan oloroso cuando está florido, y tan vistoso cuando está cargado de fruto» (cap. 38,4); y Cervantes colocó «hasta dos docenas de naranjas y limones» en la estera del apicarado banquete de Rinconete y Cortadillo. Pero en Francia, todavía a finales del siglo XVII, las «naranjas de la china» eran una fruta tan exótica que Perrault las puso en la mesa de un príncipe como signo de opulencia y esplendor: Cenicienta y sus hermanas solo en aquella cena versallesca habrían podido verlas. Tres siglos después, la expresión «naranjas de la china» es índice de asombro o extrañeza. O quizá de algún paraíso ilusorio: «Si me muero, ya sé que no veré / naranjas de la China, ni el trigal», escribió Blas de Otero no sin melancolía.

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4 comentarios en «Naranja»

  1. No sé si usted sabe que una naranja sirvió de alivio estético a Egon Schiele en su prisión, e incluso llegó este a perfilar un dibujo con tal motivo. «La simple naranja era su única luz» da título a una estremecedora imagen en que las pobres mantas de un camastro de presidiario se ven iluminadas por un casi libidinoso punto de fuga: esa naranja redonda como un pecado, ardiente como una esperanza, que su novia V. llevó al artista hasta su celda (ya sabe, una de esas novias «que invaden sin agredir»).
    Salve.

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    • No, no lo sabía, siempre admirada y sorprendente Aspasiana, hasta que una amiga mía me regaló Egon Schiele en prisión. Allí he visto en efecto que, el 19 de abril de 1912, Schiele escribió: «Acabo de pintar el sitio donde duermo. En medio del gris mugroso de las mantas, una naranja radiante que me trajo V., la única emanación de luz en este espacio. Esa pequeña mancha de color me procura una indecible sensación de bienestar». A mí las naranjas me lo suelen procuran al alba, pero no a la hora que otra dama visita a los que nunca vuelven.
      Su aportación me parece tan fina como suya, y puedo adelantarle que el estaba ya en la lista del rincón. No sé cómo podré combinarlo con las naranjas, pero, en honor suyo, «se hará lo que se pueda, maestra, dijo la lámpara de barro».

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