Naranja - Oportet Editores

Naranja

16 marzo, 2012

Antes de pasar a otra ultracorrección, y ya que ha salido a relucir a propósito de la mandarina, detengámonos un momento en la naranja, porque tiene su recorrido.

Casi nadie ignora que naranja nos vino del árabe naránga. Sólo que el árabe lo había tomado del persa nârang, y hay fundadas sospechas de que al persa le llegó desde el sánscrito narangáh. El camino de la literatura se hizo de Oriente a Occidente; el de muchas palabras, también.

Las naranjas no son desconocidas en el siglo áureo español, y de hecho aparecen con frecuencia en el Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería (1611), de Francisco Martínez Motiño, que durante treinta y cuatro años fue cocinero real con los tres Felipes. En 1583 Fray Luis de Granada, en la Introducción del Símbolo de la Fe, se maravilla de que «una pepita tan pequeña de una naranja tenga dentro de sí virtud para que de ella nazca un árbol tan hermoso como es un naranjo, tan oloroso cuando está florido, y tan vistoso cuando está cargado de fruto» (cap. 38,4); y Cervantes colocó «hasta dos docenas de naranjas y limones» en la estera del apicarado banquete de Rinconete y Cortadillo. Pero en Francia, todavía a finales del siglo XVII, las «naranjas de la china» eran una fruta tan exótica que Perrault las puso en la mesa de un príncipe como signo de opulencia y esplendor: Cenicienta y sus hermanas solo en aquella cena versallesca habrían podido verlas. Tres siglos después, la expresión «naranjas de la china» es índice de asombro o extrañeza. O quizá de algún paraíso ilusorio: «Si me muero, ya sé que no veré / naranjas de la China, ni el trigal», escribió Blas de Otero no sin melancolía.