A las siete de la tarde del día de ayer, 24 de noviembre de 2011, en el salón de actos de Caja Segovia, tuvo lugar un recital de la poesía de Luis Alberto de Cuenca, leído y levemente comentado por su autor. El acto fue presidido por Apuleyo Soto, su organizador, con la asistencia de don Malaquías Pozo, Jefe de la Obra Social y Cultural de Caja Segovia.
Antes del recital, el director de Oportet, Emilio Pascual, le dedicó estas palabras:
Aunque Luis Alberto ya conoce la anécdota que voy a contar, porque me la ha oído varias veces y además forma parte inseparable de ella, estando como estamos hic et nunc, es decir en Segovia y casi al pie de la muralla, no puedo menos de repetirla y dedicar el millar de palabras que se me ha concedido a la causa remota de mi amistad con Luis Alberto de Cuenca.
Yo tuve de profesor de literatura al nunca como se debe jamás alabado don Tirso Rodao, que algunos de ustedes todavía recordarán sin duda. Jamás profesor de literatura me ha hecho sentir como él que amaba lo que decía y se entusiasmaba con ello. Dedicaba una parte de la clase a la teoría y a la historia de la literatura, siempre adobada de anécdotas curiosas, raras o secretas, con las que a veces he puesto en aprietos a sesudos catedráticos: por ejemplo, las que nos contaba del folletinista don Manuel Fernández y González (que, por cierto, tiene calle al lado del Teatro Español de Madrid).
La otra parte de la clase la dedicaba a la lectura en voz alta. Leía sobre todo obras teatrales, poesías humorísticas de graneros desconocidos, epigramas, que escenificaba y comentaba con singular gracejo, aunque a veces se lamentaba de nuestra poca perspicacia para comprender los chistes subterráneos. Así ocurrió cuando, leyéndonos el sermón de Santa Ana en Fray Gerundio de Campazas, en el que resultaba que santa Ana era abuela de la Santísima Trinidad, prosiguió: «Cantó la tórtola bella en nuestra macilenta tierra, vinieron a celebrarla las flores, y estas mismas flores desterraron las rameras: tempus putationis advenit». Y como, pese a estudiar latín, todos nos quedáramos suspensos, sin advertir la malicia de la paronomasia putativa y sin la espontánea hilaridad que él esperaba, dijo con cierto asomo de decepción en su rostro y un gesto despectivo de la mano: «¡Bah! ¡No entendéis nada!».
Pues bien, entre las diversas lecturas que adobaron sus clases, una mañana llegó con un poema titulado:
Ultrafuturismo
¡Hagamos añicos las antologías!
De los aborígenes hasta nuestros días,
cuantos en Hispania cantaron poesías
no trovaron nunca más que tonterías.
Versos sin destellos y sin calorías,
notas sordas, frías,
silentes, sombrías,
sin timbre vibrátil en las armonías.
¡Tan sólo en mis versos hay eucaristías!
¡Yo soy el Mesías!
yo soy el maestro,
porque yo demuestro
que en el tiempo nuestro
soy, de puro diestro,
¡¡¡el astro del estro!!!
¿Por qué? Porque extirpo todo clasicismo
y romanticismo
y aun el modernismo
y hasta el futurismo.
Mi madre es la Nada; mi padre, el Abismo:
¡por eso yo mismo
tengo que expedirme la fe de bautismo!
Etcétera. El poema era más largo, pero he prometido no pasar del millar de palabras. Llevado de mi natural inclinación, osé pedirle que me lo prestara para transcribirlo, como así hice. Estaba firmado por un tal Carlos Luis de Cuenca, que para mí entonces era solo un nombre entre los nombres. Pero el hado, que todo lo añasca, quiso que poco después, en la Antología de humoristas españoles de García Mercadal, encontrase otro, titulado «Mi gracia», del que reproduzco unos cuantos versos:
A falta de abuelo, pariente ni amigo
que diga mis méritos si yo no los digo,
quiero, aunque la cosa resulte violenta,
canovasearme por mi propia cuenta. […]
Proseguía por ahí con versos como:
Busqué otros caminos, sin que consiguiera
que el lírico numen me nuñezdearciera:
quise hacer artículos en prosa castiza,
mas no se me emiliapardobazaniza.
Yo nunca consigo, por mas que lo ensaye,
nada que a las gentes menendezpelaye.
Siempre a la fortuna la encuentro reacia.
Yo no tengo firma y no tengo gracia. […]
Hasta concluir así:
No cobro por ella honorarios módicos
perezuñigando en muchos periódicos,
fernandezsawando zarzuelas bravías,
ni lopezsilvando madrileñerías,
porque tengo gracia, pero no es flamenca:
¿que cómo es mi gracia? Carlos Luis de Cuenca.
¡Otra vez el nombrecito! Empezaba a hacérseme familiar, cuando «tuve otras cosas en que ocuparme», y durante un cuarto de siglo quedó sepultado en la penumbra de la memoria. Cierto día, cuando yo andaba publicando cosas en Anaya —como Se busca pirata, de Apuleyo Soto—, mi amigo Santiago Rodríguez Santerbás —que era parte de los «Hijos de Santiago Rodríguez» de nuestras enciclopedias escolares— me presentó a Luis Alberto de Cuenca con la loable intención de publicar un texto suyo para la colección «Luna de papel», simétricamente titulado Héroes de papel, y que finalmente apareció con un simpático prólogo de su hijo Álvaro, apenas un adolescente por entonces. Cuando me lo presentó, no sé qué chispa retroactiva reactivó mis neuronas, que un poco a ciegas, como algunas de las mejores deducciones de Philip Marlowe, dije: «No tendrás algo que ver con Don Carlos Luis de Cuenca…». «¡Mi bisabuelo!», respondió con una sonrisa que me arrojó del guindo. No crean: tuve mi día de gloria, porque empecé con aquello de «Hagamos añicos las antologías», y concluí, si fragmentariamente, con lo de «¿que cómo es mi gracia? Carlos Luis de Cuenca». Ahora el asombro fue suyo, pues lo último que podía imaginar era que un editorzuelo conociera los versos decimonónicos de Carlos Luis.
Lo demás ya lo saben. En el XIX un buen versificador tenía ya mucho camino andado para ser un buen poeta. Cuando en el XX el metro y la rima empezaron a parecer sospechosos de esclavitud y ripio, tal vez la poesía pura subiera muchos enteros, pero a costa de despegarse de la tierra y de que, como decía don Quijote de los caballeros, algún poeta mediocre «entrara en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón».
De Luis Alberto de Cuenca no voy a decir más porque ya se ha dicho y, sobre todo, porque van a hablar sus propios versos a través de su boca. Solo añadiré que, siendo como es poeta legítimo y no bastardo ni salteador, ha sabido mantener la perfección de la forma, que era timbre de gloria de su bisabuelo. Recuerdo que un día detecté un error en un verso de un poema elegido para cierta antología, que lo dejaba cojo de pie y, casi como a Quevedo, «tartamudo de zancas y achacoso de portante». Sometí a su juicio la errata y me dio licencia para corregir sin dudarlo, pues —dijo con seguridad y contundencia— «mi bisabuelo era incapaz de cometer un error de métrica».
Tal vez la «perfección de la forma» no sea solo genética y proceda de su formación clásica y de su lectura, varia y múltiple. Pues, del mismo modo que un verso de Borges decía: «afuera irradian mágicos rigores / las formas», no hay poema de Luis Alberto en el que, sin dejar de decir lo que quiere, sin renunciar a su dolorido sentir cuando la sangre empuja, no irradie el mágico rigor de la forma. Recuerden, si no, aquella «soleá» tan aparentemente sencilla:
Maldita sea mi suerte.
Mi novia me ha sorprendido
en la cama con la muerte.
Pero ya he excedido el millar de palabras.