«Confuso laberinto» es la definición que da Ricardo de sus males en El amante liberal, una de las novelas ejemplares que ya prefigura el Persiles. No quisiera acabar este rápido boceto sin hacer una breve incursión en el Persiles, el libro más fantástico de Cervantes, también el más pensado, el de más perfecta arquitectura, un «libro que se atrevía a competir con Heliodoro», y que Azorín estimaba además por la sencillez, limpieza y diafanidad de su prosa. («¡Qué prosa más fina y más clara!»). Un libro que narra una luenga peregrinación de amor desde las nieblas y las nieves hiperbóreas hasta la luminosidad solar del mediodía.
Es seguro que Cervantes conoció en Italia la Historia de gentibus septentrionalibus, de Olao Magno, y que tuvo acceso a ella en su versión italiana. Y del mismo modo que el canónigo hallaba una cosa buena en los libros de caballerías, que era «el largo y espacioso campo» que ofrecían para dejar correr la pluma y, «sin empacho alguno», dar rienda suelta a la fantasía, así el autor del Persiles debió de sentirse fascinado por aquel universo misterioso poblado de pájaros extraños, peces monstruosos, grutas horrísonas y cuevas insidiosas; donde la violencia del cierzo convivía con el rigor del frío y de la nieve; por los relojes de sombra y la admirable perspicacia de los ojos para los tránsitos tenebrosos; por las mujeres mágicas, la licantropía y la ferocidad de los hombres silvestres. En aquel escenario agreste situó la primera mitad de su peregrinación de amor, aderezada de aquellos elementos que tanto seducían al canónigo quijotesco: descripciones de «naufragios, tormentas, rencuentros y batallas»; la urdimbre de un hermoso y variado tapiz donde pintar lo mismo un capitán valeroso que una hermosísima dama, un desaforado bárbaro fanfarrón que un príncipe cortés y bien mirado, un lamentable y trágico suceso que un alegre y no pensado acontecimiento; donde poder, en fin, mostrarse astrólogo, cosmógrafo, músico, inteligente en las materias del Estado y hasta nigromante si quisiere (Q I, 47). Este libro ofrecía un «sujeto» ideal para esa «escritura desatada» que permitiría al autor «mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica tan bien puede escribirse en prosa como en verso».
Libro de una imaginación desatada, es a la vez un libro misterioso. «¿Para qué caminan —glosa Azorín—, de tragedia en tragedia todos estos hombres y cuál va a ser su fin? […] ¿Hacia dónde van todos estos seres perdidos en las noches septentrionales, de isla en isla, náufragos, movidos por una fuerza que ellos mismos ignoran?». Cervantes habla de «grande y lastimosa historia», sosiego y quietud perdidas, designios rotos, esperanzas deshechas…, y, en resumen, de la más trágica expresión de la condición humana: «Todos esperaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos» (P II, 4). Y esto en un lugar ideal, «una de las islas que están junto a la de Ibernia»: la isla del rey Policarpo.
Este mundo imaginario, en que los reyes eran elegidos por su virtud, y no por su riqueza ni hereditariamente, es descrito a través de los beneficiosos efectos que produce su utopía política: «Los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos: todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo» (P I, 22). En esta isla ideal reinaba Policarpo, «varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras». Y, de pronto, este anciano rey se enamora de la joven Auristela (Sigismunda), alborotando la isla y dando al traste con la utopía. Tan pronto lo vemos «alborozado con sus amorosos pensamientos», como vagando por los vastos pasillos del palacio, o retirado y solo en una estancia. Pero «los deseos y los engaños suelen andar juntos» (P II, 17), y el patético anciano, que a veces tiene una grandeza shakespeariana, es depuesto y desaparece de la escena, mientras los demás prosiguen su camino.
¿Adónde van? Desde la oscuridad del norte a la luminosidad del sur, desde la barbarie al amor, desde la ultima Thule hasta la primera Roma —donde confluyen todos los caminos—, esta desigual cohorte de peregrinos recorre la trayectoria de la vida humana, dibujando a su paso lo que Casalduero ha llamado «la relación entre el mundo inventado imaginario y el mundo inventado real». Todos desean, todos buscan. ¿Y qué buscaba el propio Cervantes? Tal vez solo trató de hallar un sentido a la vida a través de ese diseño cruzado de mundos imaginarios que traslucían la realidad y de mundos tan reales que parecían imaginarios: no en vano al final del primer libro promete contar «cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación». Quizá todo se resumía en esa búsqueda (¿imposible?) de la perfección (¿imaginaria?) que comparte El amante liberal con el Persiles.
¿En qué mundo estaba Cervantes, en qué lado del espejo se veía? Cuando Alicia decide entrar en casa de la Duquesa, el Lacayo le explica: «No vale la pena llamar… Tú y yo estamos en el mismo lado de la puerta». Nunca sabremos si Cervantes vivió en una premeditada ambigüedad, simultáneamente en los dos lados —«el lado de la realidad y el lado del sueño», como el personaje de Tabucchi—, o si sencillamente «todo lo que hasta aquí hemos pasado y lo que estamos pasando es sueño», como vaticinó el discreto perro Berganza. Pero esa es otra historia.