Decíamos que Cervantes no fue buen crítico de sí mismo. Es decir, pensaba que los ideales literarios renacentistas en los que había creído seguían vigentes aún en la España que encontró a la vuelta de sus hazañas bélicas y su largo cautiverio. Solo que para entonces había pasado ya una generación, y los gustos habían cambiado. De ese modo, cuando escribió La Galatea —según las reglas del género—, e insistió en sus obras teatrales —que «guardaban bien los preceptos del arte» (Q I, 48)—, no halló pájaros en los nidos de antaño. La gran invención cervantina consistió en cambiar el registro del tópos literario. Veamos la gradación:
Cervantes había escrito La Galatea absolutamente en serio. Todavía en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote comentaba el cura con cierta melancolía: «Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro [La Galatea] tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega». El de La Galatea era un mundo totalmente ficticio, puramente literario, sin conexión alguna con la realidad. De pronto don Quijote se encuentra con unos pastores reales: ¿Y qué hace? Acomodar a su mundo imaginario la realidad que se le ofrece. Y les suelta esa «larga arenga» sobre la mítica Edad de Oro, «porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada» (Q I, 11). Y, mire usted por dónde, cuando menos me cato héteme aquí que aparece un espécimen del más puro ideal pastoril renacentista, que parece dar la razón a don Quijote: la pastora Marcela. Ella sí que es una pastora literaria, aunque enmarcada en el mismo escenario de los pastores reales, porque, siendo una persona real, ha decidido convertirse en personaje literario por voluntad propia. El bucle se cerrará cuando don Quijote, «a deshora y sin pensar en ello», se halle «enredado entre una redes de hilo verde que desde unos árboles a otros estaban tendidas» (Q II, 58). Es el último peldaño de la gradación: esta «nueva y pastoril Arcadia» es puro teatro. Es un pasatiempo de ricos: las doncellas se han vestido de zagalas y los mancebos de pastores para representar «dos églogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua portuguesa». Y don Quijote —que ya es también un personaje literario, porque su historia anda impresa y es de todos conocida, incluso de «estas señoras zagalas contrahechas»— no tiene que velar por la libertad de ninguna Marcela y solo ofrecerse para atestiguar una belleza casi tan ilusoria como la de su señora Dulcinea del Toboso.
También el perro Berganza, de El coloquio de los perros, se hallaría con unos pastores reales. También él conocía «los pastores de los libros», y también de él se sirve Cervantes para la oposición mundo real/mundo imaginario en la novela pastoril: este, que lo había diseñado en La Galatea, se ocupaba de desdibujarlo por boca de Berganza en El coloquio. La Arcadia, de Lope; su propia Galatea; El Pastor de Fílida, de Gálvez de Montalvo; La Diana, de Jorge de Montemayor…, todas ellas son víctimas de la mordacidad canina. «Por donde —concluye Berganza— vine a entender lo que pienso que deben de creer todos; que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.» Y ahora obsérvese: ¿Quién denuncia la falsedad del mundo imaginario pastoril? ¡Un perro que habla! Como diría Juan de Mairena, átenme esa mosca por el rabo.
La verdad es que a estas alturas el perro narrador debería estar curado de espanto. Porque a Berganza le ha ocurrido lo más fantástico que imaginarse pueda. ¿Quién no recuerda la escena? Una tarde, en el hospital de Montilla, mientras hace sus monerías de «perro sabio», la vieja hospitalera lo cita para contarle muchas cosas de su vida que redundarán en su provecho. Y Berganza, «atónito y confuso», «combatido por mil varios pensamientos», debatiéndose entre la realidad y las brumas del sueño, se entera de que podía ser un hijo de la Montiela. Porque es de saber que tanto la Montiela, como la Cañizares —antiguo apodo de la hospitalera—, habían sido brujas, y ambas discípulas de la Camacha, «la más famosa hechicera que hubo en el mundo». Entre sus habilidades, que para sí hubieran querido las Eritos, las Circes y las Medeas, figuraban la de congelar las nubes, cubrir con ellas la faz del sol, tener en diciembre rosas y segar trigo en enero. Es fama que podía convertir los hombres en animales, y aunque esto de volver los hombres en bestias «dicen los que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con su mucha hermosura y con sus halagos, atraían los hombres de manera a que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte, sirviéndose de ellos en todo cuanto querían, que parecían bestias», el caso de Berganza autorizaba a pensar lo contrario. El mal estaba en que así como al asno de Apuleyo le bastaba con comer una rosa para volver a su ser primero, el pobre Berganza lo tenía más difícil.
Las dudas entre realidad y ficción que asaltan a Berganza reflejan las de la propia Cañizares. Ella se confiesa bruja y hechicera, afirma haber asistido a los aquelarres, pero no acaba de ver la frontera entre la realidad y el sueño. «Hay opinión —dice— que no vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima; y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuánto vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente, que no hay que diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente». Y es que en el mundo imaginario de Cervantes todo está entreverado, como la locura en don Quijote. Es la «realidad oscilante» de que hablaba Américo Castro, una realidad en que los mundos imaginarios se entrecruzan como en un laberinto, o se contienen mutuamente como en una inacabable sucesión de cajas chinas.