5. Como símbolo de la patria cazurra
Es seguro que aquí tiene cabida la acepción menos amable del DILE de la palabra ‘garbancero’: «Persona o cosa ordinaria y vulgar», la que sin duda pretendió otorgarle el sin par Dorio de Gadex. En Lima, una cuarterona «alta, fornida, de solidez estatuaria, ojos negros, gruesa y bien formada boca, pecho sobresaliente», pero no de abolengo incaico, preguntaba con inocencia mientras ponía la mesa: «Ya [sé] que allá tienen el cocido. Pues yo he comido cocido español, y no me gusta… ¿Es verdá que en España no da la tierra más que garbanzos y aceitunas?» (La vuelta al mundo en la Numancia, XIV). Y no faltaba desde luego algún «amigo juan-jacobesco» que resultaba ser «el mejor tragador de pan y garbanzos que he conocido» (Los Apostólicos, XII). Al margen del prejuicio y del tópico, tampoco don Benito ocultó esta realidad, a la que siempre estaba tan apegado por principio ideológico y estético. Aleccionado «por la pícara realidad, que así nos desmiente», como la Teodolinda de Mariucha (acto I, esc. 11.ª), descendió una y otra vez a la tierra ‘garbancera’, que no le resultaba mucho más simpática que a Valle. Como decía el benemérito clérigo don Manuel Flórez, «es como si fuéramos los castellanos a buscar garbanzos a las orillas del Don, y los andaluces a pedir aceitunas a los chinos» (Halma, III, 1). Y es que la filiación de los garbanzos, como el Verbo, ha plantado su tienda entre nosotros…
Una filiación que no se avenía bien con la literatura. A don Francisco Torquemada se le indigestaba. «¡Ñales! —decía en cierta ocasión—, ¿qué querrá decir esto de clásico? ¡Vaya unos términos que se traen estos señores! Porque yo he oído decir el clásico puchero, la clásica mantilla; pero no se me alcanza que lo clásico, hablando de versos o de comedias, tenga nada que ver con los garbanzos ni con los encajes de Almagro. Es que estos tíos que nos sueltan aquí tales infundios sobre el más o el menos de las cosas de literatura, hablan siempre en figurado, y el demonio que los entienda…» (Torquemada en el Purgatorio, I,3).
Con ocasión de la Exposición Universal de París, unos cuantos españoles coincidieron en «el comedero español» de la Exposición. «Comieron lo más hispanamente que era posible en aquellas latitudes, sin perdonar los castizos garbanzos» (La de los tristes destinos, XXI). ¿Casticismo frente a clasicismo? Unamuno, tan inclinado a deslindar lo esencial de lo accidental, empezó por analizar la palabra castizo en las primeras líneas de En torno al casticismo: «Castizo deriva de casta, así como casta del adjetivo casto, puro. […] Se usa lo más a menudo el calificativo de castizo para designar a la lengua y al estilo. Decir en España que un escritor es castizo, es dar a entender que se le cree más español que a otros». Para concluir, justo antes de firmar en febrero de 1895: «La Humanidad es la casta eterna, sustancia de las castas históricas que se hacen y deshacen como las olas del mar; sólo lo humano es eternamente castizo. Mas para hallar lo humano eterno hay que romper lo castizo temporal y ver cómo se hacen y deshacen las castas, cómo se ha hecho la nuestra y qué indicios nos da de su porvenir su presente».
En Galdós, son varios los pasajes que atestiguan la presencia de la tierra garbancera, esta «nuestra tierra de garbanzos y pronunciamientos» (Mendizábal, XIII). Toca al lector separar el grano de la paja y cerner o discernir «lo eternamente castizo» de «lo castizo temporal»:
«Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino» (Napoleón en Chamartín, XI).
«Ahí está mi marido, que no le hay más español en toda la tierra del garbanzo» (El equipaje del rey José, V).
«…primero faltarán garbanzos que Pipaones en España» (Memorias de un cortesano de 1815, V).
«Era entonces Nicasio el jayán más guapote que había salido de la tierra del garbanzo» (Los Apostólicos, XI).
«Es la mejor tierra del país —dijo el señor Licurgo—, y para el garbanzo es de lo que no hay» (Doña Perfecta, II).
«… ha de dar a España más peroratas que garbanzos dará Castilla» (Un faccioso más y unos frailes menos, VI).
«En España son comunes los tipos como este primo mío. Creeríase que son producto del garbanzo, que este vegetal ha ingerido en la raza los talentos decorativos» (Lo prohibido, I, 3).
«…el abrigo propiamente español que resiste a todas las modas de vestir, como el garbanzo resiste a todas las modas de comer» (Fortunata y Jacinta, I, 2,1)
«Estamos todos en el caso de aquel pueblo donde se pregonaba: “Aquí es Villagorda, un garbanzo en cada olla”» (El caballero encantado, XVIII).
«Eso ya lo sabía yo. Detesto a mi patria, la hidalga nación del garbanzo, de Recaredo y de la gramática parda. ¡Pues si yo pudiera metamorfosearme en inglés o en alemán…!» (Villalonga, en Realidad, I, esc. 9).
La hidalga nación del garbanzo… No quiero terminar sin un texto sumamente ilustrativo, que hará las delicias del señor de Araceli, sobre la llamada «tierra del garbanzo»:
«Esta Exposición ha tenido digno remate con la medalla grabada por el señor Maura. Una medalla que solo sirve para mostrarnos cómo puede valer menos que un ochavo moruno una hermosa patena de oro. El señor Maura es de aquellos grandes artistas que tienen todas las consagraciones, sueldos, fueros y premáticas que puede otorgar el Estado. Solo le falta la divina consagración del talento, y esta le hubiera estorbado muchas cosas en la hidalga tierra del garbanzo».
El subrayado es mío. Pero ¿adivinan quién es el autor de estas corrosivas líneas…? ¡Bingo! ¡Don Ramón María del Valle-Inclán! Él, que muy probablemente no empleó ni una sola vez la palabra ‘garbanzo’ en toda su obra literaria, no quiso privarse de mencionar «la tierra del garbanzo» para cerrar la crónica sobre la Exposición de Bellas Artes de 1908 («La clausura», en Obras completas II. Teatro. Poesía. Varia. Madrid: Espasa, 2002, p. 1512).
Concluyo. Yo no sé si fue garbancero don Benito. Clarín, con su perspicacia habitual, resumió así a Galdós en una especie de crítica que hizo sobre El Comendador Mendoza, de Valera: «El bien por el bien, los más grandes principios que rigen el mundo moral, independientes de toda sugestión personal, la libertad, la dignidad de la ciencia, la solidaridad humana, la virtud sublime de la prudencia (desconocida para tantos), esas pueden llamarse las musas de Pérez Galdós». Es este un retrato no de cualquiera, pero mucho menos el de un ‘garbancero’ vulgar. No deja de ser curioso que Ricardo Samos, el personaje de Manuel Rivas que encendió la pira de libros en la Dársena de la Coruña en agosto del 36, falangista primero, juez después, dijera: «Galdós nunca ha sido santo de mi devoción. Nunca consiguió alzarse sobre lo vulgar». Y esto lo decía quien había rescatado de la hoguera los dos volúmenes de Lo prohibido, tras haber sido arrojados a carga cerrada con el resto de la biblioteca de Casares Quiroga… (Manuel Rivas: Los libros arden mal. Barcelona: Círculo de Lectores, 2006, p. 323).
Si don Benito fue garbancero o no, yo no lo sé. Desde luego, no nació en tierra de garbanzos, como sí alguno de nosotros, y muchos que piadosamente lo han olvidado. Tampoco parece que fuera tratante en ellos, ni crudos ni torrados. Que los comió, seguro. Y no es improbable que quienes prodigan el adjetivo elogien el cocido, sobre todo si es de Lhardy. Por lo demás, quizá quede por ahí algún descendiente de don José Ido del Sagrario, que se ponía «como un muelle de reloj» en cuanto comía carne…
Mejor garbanzos.
FIN