(Y ya que ha salido a relucir el dómine Cabra, bueno será hacer un pequeño paréntesis sin «necesidad de comento», para verificar una vez más dónde estaban los modelos literarios de Galdós, además de los garbanzos hispanos. Expresiones y giros cervantinos, ya se sabe, son reproducidos opportune et importune, de modo más o menos explícito; pero en alguna ocasión, como a Sancho tras los asnos y a don Máximo tras los garbanzos, se le van «los ojos y el alma» tras una página de Quevedo.
Vimos al dómine Cabra en el momento de ofrecer a sus estudiantes la olla del garbanzo náufrago y el nabo aventurero. Esta es la descripción que de él hace Quevedo en el capítulo tercero de El Buscón:
Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle; una cabeza pequeña; los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una; mirado de medio abajo, parecía tenedor u compás, con dos piernas largas y flacas; su andar, muy espacioso: si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro; la habla, hética; la barba, grande, que nunca se la cortaba por no gastar […]. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras, y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo…», etc.
Pues también don Benito tiene su dómine. Él es don Patricio Sarmiento, y tiene su presentación en el capítulo II de El Grande Oriente. Véanse las similitudes y diferencias con el modelo, así como entre la prosa conceptista y la del realismo galdosiano:
La escuela quedó en un instante vacía y don Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancio, donde se encajaba aquella como la flor en el pedúnculo; un gorrete, de quien no se podía decir que fue encarnado, si bien conservaba históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más golfos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física del buen Sarmiento».
Tenemos varios paralelismos en los ojos, la boca —hambrienta o volteriana—, los dientes, la barba, las manos —como sarmientos unas, o velludas, nervudas y flacas las otras—, el color y los colores, el bonete y el gorrete, la sotana milagrosa y la casaca descolorida, los zapatos como tumbas o llenos de golfos y promontorios… ¡Hasta los filisteos aparecen!
Pero sigamos con los garbanzos).
3. Como legumbre de siembra, cultivo y recolección
Hay en Ángel Guerra un clérigo, por nombre don Juan Casado, «que llamaba la atención por su fealdad, y su cara parecía obra de cincel, verdadera figura de aldabón tallada inhábilmente en hierro por el modelo de sátiro gentil o de diablillo de capitel plateresco». Dio la casualidad de que, por haber heredado «unas magníficas tierras en la Sagra, dedicaba parte de su tiempo a la agricultura», y así resultó un clérigo geórgico, «mitad urbano, mitad campestre, siempre con un pie en el altar y otro en el estribo» (Ángel Guerra, II, 3,8). Por ejemplo, le preguntaba a su colega, el padre Virones, «con vivo interés»:
«¿Está bien nacido lo mío? ¿Sabes si compró Palomo las dos mulas que le encargué? ¿Qué tal pinta tiene el sembrado de la suerte de abajo? Supongo que no habrá humedades por allá. ¿Será tarde ya para sembrar el garbanzo? ¿Y qué tal estamos de gallinas? ¿Viste mis tres cerdos? ¿Te parece que podremos trasquilar dentro de un mes?» (Ángel Guerra, III, 2,3).
Y a Ángel Guerra le explicaba:
«Hablaremos cuando usted quiera y todo el tiempo que usted quiera, porque mientras no venga la época de sembrar el garbanzo, de Toledo no pienso moverme» […]. En fin, que me tiene muy a sus órdenes en mi casa, que es suya, todas las mañanas y tardes y noches… hasta la siembra del garbanzo. (Echándose a reír). Después, ni un galgo me coge. Tendría usted que ir a buscarme allá, y me encontraría a la sombra de un olivo, o con la escopeta, dándoles un mal rato a los conejos» (Ib., III, 1,3).
¿Podríamos decir que se trataba de un cura «garbancero»? Desde luego, cabe dentro de la acepción general, aunque no tengo noticia de que don Benito sembrara, y menos arrancara, muchos garbanzos. Quienes lo hicimos alguna vez sabemos cómo se agarran a la tierra, «por tal manera» que mi tío se valía de la hoz para no tener que tirar de ellos.
Pero podemos multiplicar los ejemplos. En De Oñate a La Granja, la niña Gracia traza «un poema doméstico» de las actividades de su hermana: «Se decide entre ellos y el ama si es conveniente un riego más en las huertas, si tal o cual tierra necesita otra cava, si se dejan descansar estos tableros o los otros, si sembramos garbanzos o habas, o si metemos o no metemos el ganado en tal pieza para que estercole… Pues no le quiero decir a usted cuando vienen las grandes labores, la siega, la vendimia, o la trasquila de las ovejas… Entonces mi hermana se multiplica; tan engolfada la ve usted en su trabajo, que de nadie hace caso, y no hay que hablarle más que de fanegas de trigo, de cubas de mosto o de vellones de lana…» (XXXII). Esta Demetria habría sido el ama perfecta del clérigo geórgico de la Sagra.
Pero no demos paz a la mano:
«Por fin, en un campo donde trabajaban hombres y mujeres, dando una vuelta a la tierra con el arado, hallaron su remedio, consistente en algunos pedazos de pan, puñados de garbanzos, almortas y algarroba…» (Nazarín, IV, 2).
«Pero la señora no labra las tierras, cree que con labrar el cielo basta, y el trigo y la cebada, ¡caracoles!, y los garbanzos y las patatas, no veo yo que nazcan de nubes arriba» (Halma, V, 3).
«Poseía José Caminero, por herencia, la casa en que vivía, dos huertas y hermoso prado, dos o tres hazas de excelente tierra, en que cosechaba patatas, trigo para el pan de la casa, garbanzos, algarroba […] «Mujer, sobre tanta calamidad, me paiz que tendremos la tiña del garbanzo […] …en la izquierda, la vara con que a la pollina dirigía, al hombro un saco mediado de garbanzos […] Sus garbanzos, su trigo, sus pollos y huevos, sus lechoncitos y demás cosas que llevaba los cambiaría por dinero contante para llevarle a José una buena ayuda de la renta» (El caballero encantado, VI).
Este problema esencial de los garbanzos se lo planteó en estos términos doña Carolina al capellán don Pedro Vela: «¿Por qué es usted furibundo isabelino? Porque doña Isabel le resolvió el problema de los garbanzos… ¿Qué? ¿Se ríe? He llamado garbanzos, hablando en lenguaje popular, a la raíz de la existencia» (España sin rey, XVI). ¡Y esto lo decía doña Carolina de Lecuona y del Socobio, que sin negar su abolengo carlista confesaba: «¿Qué debo yo al carlismo? Nada. ¿Por qué caminos me conducía la fidelidad? Por los de la miseria. ¿A quién debo mi reparación y estos alientos de vida? A la tan maldecida y execrada Gloriosa…»! Ciertamente «no revelaba en su noble rostro, de simpática belleza otoñal, inocencia ni gazmoñería»…
¡Ah, tierra más fecunda en ardides que Ulises, y no solo en garbanzos! No sé con qué grado de ironía elogiaba la feracidad de nuestra tierra aquel memorable Juan Bragas de Pipaón: «Carrera como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda tierra el tallo de los empleos públicos y abrieron sus polvorientas corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales, Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la Abuela, Chapín de la Reina y demás yerbas que componían el placentero jardín de la Administración» (Memorias de un cortesano de 1815, I). ¿A qué, pues, sembrar garbanzos, habiendo «mil ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para remediar sus escaseces»? Por él se dijo, como volveremos a ver más adelante, que «primero faltarán garbanzos que Pipaones en España» (Ib., V).
Esto era de esperar. Lo que quizá nadie esperaba es que, a falta de otra medida de capacidad más aparente, una vez hubiera que emplear una chistera en vez de un celemín. El pobre don Tito, «uno de esos cesantes crónicos», confesó en cierta ocasión que apenas podía salir a la calle, porque no tenía sino «un trajecillo raído», una «capa venerable, astrosa, digna de pasar de mi casa al Rastro, y el hongo abollado que sufrió los rigores del asalto de Cuenca, pues la chistera número dos habíala destinado a medir garbanzos» (Cánovas, II).
(Continuará)