Los garbanzos de don Benito (II) - Oportet Editores

Los garbanzos de don Benito (II)

18 mayo, 2020

Los garbanzos de don Benito (II)

2. Como ingrediente esencial del cocido y otros avituallamientos

Por supuesto, los garbanzos aparecen como ingrediente supremo del cocido o puchero, así como en las actividades anejas a su preparación, como «echarlos en agua». Los había tan duros que no se ablandaban ni con agua bendita (mi padre solía decir que con ellos se podía cazar gurriatos). Lo del agua bendita pudo ser invención de la patrona Polonia, que «ponía los chorizos en cruz para que no se los robase la cocinera, y tenía repuesto de agua bendita para rociar los garbanzos duros» (Carlos VI en la Rápita, XXIX). Se daban otras aguas menos apropiadas: «En Borox no se conocía el árbol; había una sola fuente, y el agua de esta no servía para cocer los garbanzos» (Cánovas, XVII). Caballuco recuerda «el primer garbanzo que chupé cuando me despecharon» (Doña Perfecta, XXI). En cambio, el melifluo don Inocencio, canónigo penitenciario de Orbajosa, «cogió con su propia venerable mano algunos garbanzos del cercano cazuelillo y se los dio a comer» al loro (Ib., V); «cazuelo de garbanzos» que tampoco faltaba en casa de la señora Suspiritos (Ib., XIII). Y cuando se lee aquello de «un cocido de caldo flaco y de garbanzo duro» (De Oñate a La Granja, V), ¿a quién no le viene a la memoria la olla quijotesca de «algo más vaca que carnero»? 

¡Más madera, digo, más garbanzos!

«…las revoluciones no sirven para nada, o sirven para que el español un poco listo ponga unos garbanzos más en el puchero, y si a mano viene, una pata de gallina» (La revolución de julio, XVI).
«…sopa fría, carne y garbanzos del cocido a medio hacer, tortilla improvisada, como remedión, higos y nueces de postre» (Aita Tettauen, I, 6).
«…esa parentela que te ha salido hirviendo como garbanzos en puchero» (Napoleón en Chamartín, VIII).
«Patricia, mientras ponía los garbanzos de remojo…» (Fortunata y Jacinta, II, 7,4).
«Cuando [doña Lupe la de los pavos] descascaraba los guisantes en la cocina (en tiempo de guisantes), o cuando ponía los garbanzos en remojo…» (Fortunata y Jacinta, III, 5,1).
«Dijo esto con fría tranquilidad de ama de casa, como si le mandara mondar los guisantes o poner los garbanzos de remojo» (Torquemada en la cruz, II, 4).
«Los garbanzos se quemaron, y cuando fueron a comérselos, amargaban como demonios» (Fortunata y Jacinta, II, 2,5).
«Picando con el tenedor en el plato para coger los garbanzos uno a uno» (Fortunata y Jacinta, IV, 1,1).
«Pasmo expectante. Sólo se oye el ruido de los tenedores picando garbanzos» (El doctor Centeno, II, 4,3).

A veces los cocidos, por su simplicidad, recordaban la laceria del licenciado Cabra de Quevedo. En La Fontana de Oro hay varios textos que casi remiten al «garbanzo náufrago» y al «nabo aventurero» de la olla del dómine:

«Las niñas se levantaban muy temprano y rezaban; almorzaban unas sopas de ajo, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera» (La Fontana de Oro, V).
«Sirviose primero una sopa que, por lo flaca y aguda, parecía de seminario; después siguió un macilento cocido, del cual tocaron a Lázaro hasta tres docenas de garbanzos, una hoja de col y media patata» (La Fontana de Oro, XXVI).
«Llegó la hora de comer, y la santa ceremonia del pan de cada día fue tan silenciosa que aquella casa parecía de duelo. Baste decir que a Salomé se le olvidó pasarle los garbanzos a Lázaro, y que éste, por no dar lugar a un nuevo conflicto, ni los pidió ni los tomó» (La Fontana de Oro, XXXIII).

Las provisiones, domi militiaeque, en paz y en guerra, es decir, en casa como en campaña, en tiempos de bonanza como de guerracivilismo (que fueron muchos), casi siempre incluían los garbanzos. Para un autor como Galdós, que, igual que el caballero encantado, no comulgaba con «ideas y elementos tan distantes de la realidad», es obvio que no podía faltar un ingrediente de tan diaria realidad doméstica. Una serie de textos lo confirma:

«…dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos, pan y carne por media semana» (Fortunata y Jacinta, I, 9,2).
«Después tira de ginebra o ron, y en franquía, mar afuera hasta la hora en que pasaban los garbanzos por el meridiano, la una de la tarde» (Ángel Guerra, II, 4,5).
«…el cuarto de gallina, ya la perdiz escabechada, bien las lucidas porciones de garbanzos, patatas y otros comestibles» (Los duendes de la camarilla, IX).
«…cuatro celemines de garbanzos, tres de judías y dos arrobas del delicioso vino blanco» (Los Ayacuchos, XXVIII).
«…el puñado de garbanzos y el medio vaso de vino que corresponde a cada español» (La campaña del Maestrazgo, VII).
«…algo de oreja cerdosa y algunas hilachas de jamón que el vacilante tenedor busca entre los garbanzos azafranados» (Los Apostólicos, XVII).
«… algunos garbanzos, pimentón molido, vinagre y otros artículos de menor cuantía» (Vergara, XIX).
«…los Carrascos […] fueron a parar a un holgado principal de la Cava Baja de San Francisco, donde disfrutaban del discorde bullicio de las galeras y carromatos, y del grande acopio de vituallas, huevos, caza, reses menores, garbanzos, chorizos, etc., que aquellos descargaban en los paradores. […] Doña Leandra, que a preguntar iba por jamones que no compraba, o por garbanzos que no le parecían buenos» (Bodas reales, I).

Con ocasión del afrancesamiento sí, afrancesamiento no, de los españoles más ilustrados o menos «patriotas», o simplemente a causa de la introducción de determinadas modas francesas en lo que a los hábitos culinarios se refiere, encontramos algunas ironías:

«…allí no han entrado por el uso nuevo de comidas a la francesa, y sirven los garbanzos a la una y media» (Las tormentas del 48, XXV).
«Aquella noche comió Teresa los garbanzos en casa de su madre (donde regía la moda francesa en las horas del yantar)» (Prim, XXX).
«…para la comida (que allí a la francesa se servía, con los garbanzos por la noche)» (España sin rey, V).

Hasta el recio hidalgo don Lope Garrido cayó una vez en la foránea costumbre, aunque quizá no tanto por moda como por necesidad o gusto: «A don Lope no le faltaba apetito aquella noche, y daba cuenta pausadamente de los garbanzos del cocido, como el más pánfilo burgués» (Tristana, XI). Noche que nada tuvo que ver con aquel velatorio en que fue necesario decir: «Come y bebe esta noche; duermes los garbanzos, y de madrugada vienes a velar a la pobrecita Antonia» (Las tormentas del 48, XXIV).

La familiaridad doméstica del garbanzo se ve hasta en «el vocabulario de un niño de tres años, como Celinina, [que] constituye el verdadero tesoro literario de las familias. ¿Cómo había de olvidar la madre aquella lengüecita de trapo, que llamaba al sombrero tumeyo y al garbanzo babancho (La Mula y el Buey (cuento de Navidad), II). ¿Y cómo no iban a gustarles a los sobrinillos del amigo Manso?: «Me apetece garbanzo —gritaba uno de los niños de José María» (El amigo Manso, VIII). Hasta Isidora Rufete, un día de San Isidro, «de todas las fruslerías hizo acopio, y los bolsillos de la pandilla llenáronse de avellanas, piñones, garbanzos torrados, pastelillos y cuanto Dios y la tía Javiera criaron» (La desheredada, II, 7).

Finalmente, al margen de sinécdoques y metonimias, no veo por qué hay que denigrar un plato tan socorrido como los garbanzos, salvo que uno sea el estilizado marqués de Bradomín, «confesor de princesas», «cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento», un «carlista por estética», que sin embargo se atrevió a decir al aspirante a Carlos VII: «Señor, para juglar nací muy alto» (Sonata de invierno, Austral, 1988, 159). En cambio, al entrañable don Máximo Manso le encantaban, y para él los garbanzos «no tenían sustitución posible» (El amigo Manso, XXI):

«En punto a preferencias —confesaba—, sólo tengo una que declaro sinceramente aunque se refiere a cosa ordinaria, al cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosas bolitas de carne vegetal no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad, sustitución posible, y no me consolaría de perderlas, mayormente si desaparecía con ellas el agua del Lozoya, que es mi vino» (Ib., II).
«Y vi desfilar en ordenado tropel, por delante de mí, los garbanzos redondos con su nariz de pico, y después una olorosa carne estofada, a quien siguieron pasa de Málaga, bollo de no sé dónde y mostillo de no sé qué parte. No puedo, al llegar aquí, ocultar un hecho que me pareció entonces, y aún hoy me lo parece, rarísimo, fenomenal y extraordinario. Bien quisiera yo, al contar que comí, aparecer conforme con lo que es uso y costumbre en estos casos, es decir, pintarme desganado y con más ánimos para vomitar el corazón que para comerme un garbanzo; pero mi amor a la verdad me impone el deber de manifestar que tuve apetito, y que comí como todos los días (Ib., XXXIX).

Y del mismo modo que a Sancho «doquiera que veía asnos se le iban los ojos y el alma» (I, 30.[120]), don Máximo sigue confesando que «se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y no por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos» (XXI). En cambio Fidela se moría por las chufas: «Yo —le decía a don Francisco Torquemada— mandaría que se cultivara esa planta en toda España, y que se vendiera en todas las tiendas, para sustituir el garbanzo» (Torquemada en la cruz, I, 12).

(Continuará)