Los garbanzos de don Benito (I) - Oportet Editores

Los garbanzos de don Benito (I)

12 mayo, 2020

Los garbanzos de don Benito (I)

Para Ángel Aguado,
devoto lector de don Benito
e ingenioso Hacedor de cocidos.

Gabriel de Araceli, a propósito de mi inofensiva «nota galdosiana» del pasado 27 de abril, escribe «con rabia mal reprimida», como el guarda de «El médico cazador» de Vital Aza, que «el elevado don Ramón María fue el primero que se gastó un montón de neuronas en llamar garbancero a don Benito…». Yo no sé si fue el primero; sí, que después lo han seguido muchos, poniendo los pies en sus huellas, como el pajecico de Enrique II el Santo los ponía en las legendarias del emperador para no congelarse en la nieve.

Para empezar, conviene recordar que quien dijo lo del «garbancero» en realidad no fue Valle (que, por otra parte, tampoco es imposible que lo dijera alguna vez), sino Dorio de Gadex, el cual lo verbalizó de aquesta guisa: «Precisamente ahora está vacante el sillón de don Benito el Garbancero» (Luces de Bohemia, esc. IV). De Dorio de Gadex sabemos que era «feo, burlesco y chepudo…, con los brazos… como alones sin plumas en el claro lunero». Dorio de Gadex, «jovial como un trasgo, irónico como un ateniense, ceceoso como un cañí», era uno de los Epígonos del Parnaso Modernista, al que el propio Max Estrella trató de «idiota» y «botarate». Este Dorio de Gadex, que decía también cosas tan trascendentales como «los poetas somos aristocracia», habló del «rebuzno libertario del honrado pueblo» y confesó que «estupraba criadas y las hacía abortar», con el mismo desparpajo con que mencionó la vacante académica que dejó don Benito al morir, y adulaba a Max Estrella entre burlas y veras calificándolo de «clásico» y «poeta». En boca de Dorio de Gadex, provocador e iconoclasta, lo de «don Benito el Garbancero» es casi un elogio. (Por lo demás siempre cabe preguntarse en quién estaba pensando Dorio de Gadex para que ocupara el vacante sillón de don Benito…).

Lo cierto es que Galdós se lo puso fácil. Si Valle-Inclán ignora los garbanzos, Galdós los cita en repetidas ocasiones. Pero, antes de llegar a conclusiones precipitadas, entremos en la garbancería de don Benito. Del centenar de títulos de Galdós, entre narrativa y teatro, los garbanzos aparecen en la mitad de ellos, preferentemente en la narrativa. En el teatro solo los encontramos una vez, en Sor Simona, y de una forma puramente accidental:

Blas.—Siñor amo.
Tirón.—(A gritos y muy malhumorado). ¿Qué?
Blas.—¿Que si llevo los garbanzos arriba? (acto I, esc. 8).

Teniendo en cuenta que al menos siete de las obras de teatro (Gerona, Zaragoza, Doña Perfecta, Realidad, El abuelo, Casandra, La razón de la sinrazón) proceden de episodios o novelas en las que sí sobrenadan los garbanzos, es ilustrativo comprobar la diferencia de trato que tienen el narrador y el dramaturgo con esta denostada leguminosa.

Centrémonos, pues, en los Episodios nacionales y en la narrativa, donde he podido registrar unas 130 menciones de los dichosos garbanzos. Pero, para saber si ese número es suficiente o no para hacer al autor acreedor del título de ‘Garbancero’, bueno será situarlos en su contexto para no hablar por boca de ganso ni escribir con ansarino cálamo.

1. Como sinécdoque de comida

Una buena parte de las referencias son puras sinécdoques del sustento diario, que podrían hallarse en boca de cualquiera. La de «ganarse el pan» es tan vieja como el Paraíso terrenal, y la encontramos en el Génesis (In sudore vultus tui vesceris pane: 3,19) ya antes de que Adán tuviera tiempo de plantar trigo, molerlo y preparar el horno. La de «ganarse el garbanzo» es prima hermana del pan y compañera de «ganarse las habichuelas». No la desdeñó ni Unamuno, que tan crítico era con los tópicos y las frases hechas en el lenguaje. En Galdós, ‘el garbanzo’ aparece con mucha frecuencia como sinónimo de comida en general o de cocido en particular. He aquí algunos ejemplos:

«… es preciso hacer algo por este perro garbanzo que tanto cuesta… […] …el garbanzo y el tocino y el pan y las patatas no caen del cielo» (El 19 de marzo y el 2 de mayo, XVI).
«Yo me quito el garbanzo de la boca para ahorrar» (Napoleón en Chamartín, III).
«…a los buenos y leales se les había quitado el garbanzo» (Los Ayacuchos, II).
[Estupiñá] «emprendía su tarea para defender el garbanzo» (Fortunata y Jacinta, I, 3,3).
«Porque tú no pides; aquí nadie ha de traerte el garbanzo, como no sea yo» (Misericordia, XXIX).
«El pobre Ladislao ha pasado amarguras horribles, persiguiendo el garbanzo» (Halma, III, 6).
«En la Corte hay mil maneras de afanar el garbanzo» (El abuelo, I, esc. 2.ª).
«…vieron en el comedor a la hora de los garbanzos…» (España sin rey, III).
«Con una como esta me casaría yo por puertas, es decir, sin una mota. No faltaría el garbanzo. Prefiero con ella un pedazo de pan, a todas las riquezas del mundo solo» (Miau, XIX).«…comer es necesario, y ya que he tomado este oficio, tengo que sacar de él los garbanzos de cada día» (El caballero encantado, XVIII).

Y del mismo modo que Joe, el pistolero vagabundo de Sergio Leone, disparaba «por un puñado de dólares», el cronista de La revolución de julio se lamenta «del mal gusto de boca que me dejan estas peleas por un puñado de garbanzos» (XXI). A veces se pone en paralelo o contrapunto con ‘libertad’ y ‘necesidad’. Así, don Mariano Centurión, a quien «sacaban de quicio los desmanes de la plebe en ciudades de Castilla», pedía que se rematara de una vez esa Constitución y sus «principios de Libertad», a ver si se resolvía «para siempre la cuestión del pan y del queso, y de los garbanzos de Dios» (O’Donnell, V). Un ciego, «que, según contó, estuvo en los famosos sitios de Zaragoza», decía revolviendo sus ojos muertos: «Aquellas eran guerras por honra, y no estas comedias con tiros, por el mangoneo, y por ver quién pone o quién no pone un par de principios después de los garbanzos» (La revolución de julio, XVIII). Veces hubo en que el garbanzo tuvo el valor de una perla: «¡Pues si le dijera yo que cada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla!» (Fortunata y Jacinta, II, 3,3). «Lo que dijo del garbanzo que tenía el valor de una perla es muy cierto» (Ib., II, 5,5). Por su parte, Jacinto González Leal, con un humor de mil demonios, pensaba que «así no se va a ninguna parte. La pobre Libertad no encuentra ya más que amadores que sólo la miran con un ojo, mientras ponen el otro en el cochino garbanzo y en quien lo da» (Prim, XV).

Siempre ha sido un problema el de llevar garbanzos a la olla. Hay un momento en La revolución de julio (XVI), que parodia con desparpajo e ironía el quijotesco diálogo entre Babieca y Rocinante. El cervantino «—Metafísico estáis. / —Es que no como», se resuelve aquí de este modo ante la llegada de Sebo, que era en sí «un interesante capítulo de la Historia de España»:

«—Revolucionario estáis, amigo Sebo.
—Es que no como; es que once reales y medio al día dan poco de sí, excelentísimo señor, y una de dos: o las revoluciones no sirven para nada, o sirven para que el español un poco listo ponga unos garbanzos más en el puchero, y si a mano viene, una pata de gallina…».

¡Ah, el garbanzo era tan esencial que tanto podía ser ‘perro’, ‘cochino’ o ‘arrastrado’, como ‘triste’, ‘santo’ o ‘bendito’! Y aunque ahí está el protagonista de Miau, don Ramón Villaamil, como prototipo del cesante, no faltan cesantías en O’Donnell,  ni «personas caritativas que se condoliesen de su desamparo y fecundidad, entre ellas Teresa, que les enviaba surtido de zapatos para toda la cáfila de criaturas, o repuesto de arroz y garbanzos para muchas semanas» (O’Donnell, XIX). Veamos más garbanzos. ¡Será por adjetivos!

«…le catequizaron los protestantes, ajustándole para predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana y sólo por el arrastrado garbanzo» (Torquemada en la hoguera, III).
«Defendemos el santo garbanzo, señora» (Fortunata y Jacinta, IV, 6,7).
«Aquí está ya el santo advenimiento…, la alegría del mes…, San Garbanzo bendito…» (Miau, XXXVII).
«Y defienda usted el garbanzo de tanta gente […] menudos servicios al Estado, recibiendo de éste, en recompensa, el garbanzo y la santa rosca de cada día» (Miau, XXI).
«…por llevar a casa unos tristes garbanzos he apechugado con lo más contrario a mis convicciones» (Las tormentas del 48, XII).
«Fue preciso abreviar la conferencia, porque a entrambos les picaba la necesidad, y en su imaginación veían el santo garbanzo» (Torquemada en la cruz, XV).
«A casa, hijo, a la casa de las once bocas, que el bendito garbanzo te espera» (Ángel Guerra, II, 7,3).

En otras ocasiones, no se trata de ninguna clase de tropo, sino lisa y sencillamente es un sinónimo de escasez: «…contando los garbanzos que se habían de echar al puchero» (La campaña del Maestrazgo, XXVI); «…me paice que fue ayer cuando le contaba los garbanzos a la cuitada de Silvia y todo lo tenía bajo llave» (Torquemada en la hoguera, VIII); algo muy distinto era no tener que andar contando «los garbanzos como si fueran perlas» (Torquemada en la cruz, II, 4); o sufrir «un pisahormigas que me está predicando tres horas porque puse o no puse siete garbanzos más en el cocido» (La de Bringas, XVI).

 De lo poco que había que llevarse a la boca, sobre todo en épocas de guerra, nos da un testimonio el sargento segundo Pirli cuando comenta:

«Manuela Sancho me ha dado cuatro sardinas: las partiré contigo. Si quieres un par de docenas de garbanzos tostados… ¿Te acuerdas tú del gusto que tiene el vino? Dígolo porque hace días no nos dan una gota…» (Zaragoza, XXII).

En Gerona, a la hora de reunir comida, lo mismo aparecen cuatro o cinco guindas, que un pedazo de pan, otro de bacalao, medio pepino, una cabeza de gallina cruda, troncos de col, o «…garbanzos crudos que habían sido sacados por los agujeros de las sacas por sutilísimos dedos; algunos pedazos de cecina, andrajos de buñuelos, zanahorias, dos o tres almendras en confite…» (Gerona, IX); «…lo menos hay ahí diez onzas de cecina y un par de docenas de garbanzos» (Ib., XV).

Pero la pobreza no es solo producto de la guerra, sino un reflejo de la mendicidad y del estado de penuria de «los bajos fondos». Recuérdese que en el prólogo de Misericordia que escribió Galdós expresamente para la edición francesa, en febrero de 1913, habla de su «estudio del bajo Madrid, inmenso filón de elementos pintorescos y de riqueza de lenguaje. […] En Misericordia —prosigue— me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de corrección». De ahí salió el ciego Mordejai, y en esos y otros rincones de Madrid se movía Benina para adquirir «huevos chicos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o lentejas» (Misericordia, IX). En todo caso, y sin llegar a los límites de la pobreza extrema, los garbanzos y el cocido eran el plato más socorrido de la sociedad más popular del momento:

«Faltan los garbanzos y el azúcar, que no pude comprar porque se me acabó el dinero… […] Don José tuvo que salir a la calle dos veces más porque era preciso traer garbanzos, azúcar y huevos» (La desheredada, II, 2,2).
«Que la escuela, que el quintalito de carbón, que el garbanzo al por mayor, que la caja de cerillas, que el paquete del picado para Roque…, al tío»: el clérigo don Francisco Mancebo, al que llamaban (y se llamaba a sí mismo) «el tío Providencia» (Ángel Guerra, II, 2,1).
«…en la alacena que hacía de despensa vio mendrugos de pan, un envoltorio de papeles manchados de grasa, que debía de contener algún resto de jamón, carne fiambre o cosa así, un plato con pocos garbanzos, un pedazo de salchicha, un huevo y medio limón» (Miau, VI).
«…don Enrique cantará el yo pecador con tal que le socorran de garbanzos y panecillos» (España trágica, VIII).

Un juramento se oye cuando Benina osa pedir la gollería de diez duros (¡doscientos reales!) a Teresa Cornejo, que replica de este modo poco ortodoxo: «¡Mecachis…, san Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los garbanzos!» (Misericordia, XXI).

(Continuará)