«¡Qué bonito es en pleno campo y en libertad el noble bruto! Y conste que no aludo a ningún título del reino, sino al caballo. ¡Oh! ¡Qué gallardía! ¡Qué agilidad! ¡Qué manera de revolcarse y de cocear tan elegante! Animal hermoso, útil, sufrido, inteligente y (¿por qué no repetirlo?) noble por excelencia, el caballo es un cuadrúpedo que ha tenido en la historia representantes de fama universal. ¿Quién no ha oído hablar del Pegaso, del Babieca, del Rocinante, del caballo de Carlos V y del caballo de copas?».
(Juan Pérez Zúñiga, Viajes morrocotudos, IV,9)
En 1949 Jardiel Poncela escribía Nobles animales o Los cazadores de cabelleras de Arizona, un cuento tan divertido como breve, que en tres páginas repetía nueve veces la primera parte del título. Para entonces, la nobleza del caballo era ya tan tópica que podía permitirse el lujo de bromear con ella.
Cuando los españoles llegaron a América, los indígenas debieron de sentirse bastante sorprendidos ante aquellos extraños seres que tenían cuatro patas, dos brazos y dos cabezas. Los indios no conocían el caballo, ni la figura del Centauro, y así no podían siquiera dar nombre a aquella insólita figura que tanto peso había tenido en la mitología griega. El Inca Garcilaso, en sus nunca como se debe jamás alabados Comentarios reales, enumera y describe «las cosas que no había en el Perú antes que los españoles lo ganaran», y, entre ellas, «primeramente es de saber que no tuvieron caballos ni yeguas para sus guerras o fiestas»; recuerda que «comúnmente los indios tienen grandísimo miedo a los caballos», y como curiosidad añade que, «a los principios de las conquistas, en todo el nuevo mundo creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo de una pieza, como los centauros de los poetas» (IX,16).
Antes de leer el primer capítulo del Quijote sabíamos que los caballos, como otros animales, tienen nombre. Pero solo desde entonces supimos lo laboriosa que podía resultar la tarea de bautizar a tan imprescindible aditamento del caballero. También aprendimos que Alejandro tuvo un caballo que se llamaba Bucéfalo, y el Cid otro que se llamaba Babieca, y que hasta un tal Gonela —un desconocido bufón del duque de Ferrara— tenía un caballo que, como el cordero de Plauto, era sólo «un armazón de huesos y pellejo»[1].
Los caballos han sido desde muy antiguo compañeros de fatigas —y nunca mejor dicho— del caballero, del guerrero, del hombre. Uno de los más antiguos, inmóvil como una estatua y peligroso como una traición, fue el caballo de Troya: era de madera, como más tarde lo sería Clavileño, el caballo que tan pacíficamente paseó a don Quijote por los aires. Solo que, mientras Clavileño solo encerraba en su vientre un ruidoso e inofensivo abanico de fuegos artificiales, el caballo de Troya llevaba en su seno la destrucción de la ciudad. Desde entonces se dijo aquello de «temo a los griegos hasta cuando hacen regalos» (timeo danaos et dona ferentes: Eneida, II,49). Raro fue el guerrero de la antigüedad que no pasara a la historia acompañado de su caballo. En la Ilíada, Aquiles, «el de los pies ligeros», tenía un caballo no menos ligero que él: Janto; y Héctor figura siempre laureado con el epíteto de «domador de caballos». Ya hemos mencionado el caballo de Alejandro Magno, Bucéfalo, que significaba «cabeza de buey», y cuya genealogía y virtudes nos pinta el anónimo autor de El libro de Alexandre en unos espléndidos alejandrinos:
«Fízol’ un elefante, como diz la scriptura,
en una dromedaria por muy grant aventura;
viníel por la madre ligerez por natura,
de la parte del padre, fortalez e fechura» (estrofa 112).
Varios caballos tuvo Aníbal, de los cuales cabe recordar a Estrategos —en griego, «general»—, con el que consiguió atravesar los Alpes en su marcha contra Roma. En otro caballo atravesó César el Rubicón: se llamaba Genitor y posiblemente oyó decir a Julio César la tan socorrida frase «Alea iacta est», al cruzar el río. Caballos hubo que llegaron a sumar honores y dignidades que muchos hombres ansiaron y no consiguieron. Tal Incitatus, el caballo de Calígula, quien no solo construyó para él una cuadra de mármol y un pesebre de marfil, sino que decidió nombrarle cónsul. Otros pasaron a la historia acaso sin existir, como el caballo de San Pablo: camino de Damasco, Saulo cayó a tierra, pero los Hechos de los Apóstoles no mencionan para nada al caballo: no consta que lo llevase, y es harto improbable que lo hiciera. A la misma especie pertenece tal vez el caballo blanco de Santiago, cuyo color es objeto de adivinanza, y su aparición en la batalla de Clavijo (s. IX), tan legendaria como bella. Seguramente los dos caballos españoles más famosos han sido Babieca y Rocinante. Pertenecientes el uno a la historia, a la ficción el otro, han merecido repetidas veces los honores de la iconografía. El primero recorre sobriamente el Cantar de Mío Cid y el Romancero. El segundo está omnipresente en el Quijote. Ambos tuvieron un memorable diálogo en uno de los sonetos que abre la historia del ingenioso manchego.
Rocinante se convierte en término de comparación de otros; y así, en un soneto del Caprichoso, discretísimo académico de Argamasilla, se dice de él que, «en ser gallardo, / excede a Brilladoro y a Bayardo». Quiénes fueron estos caballos lo explica la Dueña Dolorida en el cap. 40 de la 2ª parte: «El nombre [de Clavileño] no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso; ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro; ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán; ni Frontino, como el de Rugero; ni Bootes, ni Peritoa, como dicen que se llamaban los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en el que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino».
Según Ariosto, Brilladoro y Bayardo (o Bayarte) eran los dos caballos más famosos que entonces se conocían. El propio Ariosto cuenta la historia de Rugero, que, despechado por su vencimiento y decidido a dejarse morir en la espesura, deja a la voluntad de su caballo la senda de su futuro. Esto de dejar el destino a la voluntad del caballo lo hizo también don Quijote, y precisamente comentando este pasaje de I,4 en la Vida de Don Quijote y Sancho, evoca Unamuno el caso de Íñigo de Loyola: «Esta aventura de los mercaderes —dice— trae a mi memoria aquella otra del caballero Íñigo de Loyola, que nos cuenta el P. Rivadeneira en el capítulo III del libro I de su Vida, cuando yendo Ignacio camino de Monserrate “topó acaso con un moro de los que en aquel tiempo quedaban en España en los reinos de Valencia y Aragón” y “comenzaron a andar juntos, y a trabar plática, y de una en otra vinieron a tratar de la virginidad y pureza de la gloriosísima Virgen Nuestra Señora”. Y tal se puso la cosa, que Íñigo, al separarse del moro, quedó “muy dudoso y perplejo en lo que había de hacer; porque no sabía si la fe que profesaba y la piedad cristiana le obligaba a darse priesa tras el moro, y alcanzarle y darle de puñaladas por el atrevimiento y osadía que había tenido de hablar tan desvergonzadamente en desacato de la bienaventurada siempre Virgen sin mancilla”. Y al llegar a una encrucijada, se lo dejó a la cabalgadura, según el camino que tomase, o para buscar al moro y matarle a puñaladas o para no hacerle caso. Y Dios quiso iluminar a la cabalgadura y “dejando el camino ancho y llano por do había ido el moro, se fue por el que era más a propósito para Ignacio”. Y ved cómo se debe la Compañía de Jesús a la inspiración de una caballería». Podría haber añadido: «¡Lástima de mula!».
Una pequeña trabucación del lenguaje sufre la Dueña Dolorida al nombrar los caballos del Sol, aparte de olvidar los otros dos, pues eran cuatro. Todos los menciona José de Villaviciosa (1589-1658) en su Mosquea —aquella parodia en que canta la épica batalla entre las moscas y las hormigas—, al narrar la llegada de la noche:
«Ya al galope Flegón, Eoo y Etonte
y el rígido Piroo bajan las frentes,
y del límico mar el horizonte
dejan, y en triste luto a los vivientes» (Canto XI, estr. 98).
Finalmente Orelia, que más que caballo parece que fue yegua, le había sido regalada a don Rodrigo por el Conde don Julián, el padre de La Cava, antes de ser reivindicado por Juan Goytisolo. Rodrigo acudió en Orelia para impedir la invasión árabe, pero ni él ni la yegua sobrevivieron a la batalla: allí, en las aguas de la laguna de la Janda o del río Guadalete, deben de yacer sepultados los huesos de Orelia y tal vez los jaeces de oro, diamantes y esmeraldas de que iba cubierta antes de entrar en combate.
Muchos otros caballos montaron héroes y caballeros, de la ficción y de la realidad. Las novelas de caballería están llenas de nombres de otros tantos caballos que han caído en el olvido con las hazañas de sus dueños. También la historia ha sido desigual: mientras sabemos el nombre de media docena de caballos de Napoleón, no se conoce ninguno de Juana de Arco. En cualquier caso, el caballo ha sido y es un elemento ennoblecedor de las figuras de los grandes señores, o de quienes pretendieron serlo, y pocos dictadores han resistido la tentación de ser retratados o esculpidos a caballo, porque eso los sublima. Uno de estos caballos de bronce se ha hecho especialmente popular, según parece por la generosidad de sus atributos: el caballo de Espartero. En ocasiones fue tan imprescindible, que de un caballo pudo depender una corona. Una de las más célebres frases de Shakespeare la pone precisamente en boca de Ricardo III a punto de morir: «¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!».
Y es que, sin un caballo, no se puede cantar ni las cuarenta.
[1] «Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban» (Quijote, I,1).