Los ardides de la esfinge
- Los pilares de la literatura y sus corrientes subterráneas (de Odiseo a «Ulises»), de Emilio Pascual
26 septiembre, 2011
AQUÍ FUE TROYA, O EL DULCE CANTO DE UN AEDO CIEGO
Como un cuchillo. Cuando Edipo se vio ante la esfinge de Tebas y descifró su enigma, ignoraba que el enigma era también un ardid: el del principio de la persecución del destino, que es el resumen de la condición humana, el del nacimiento y la muerte, el de las insidias del tablero de la vida, el del ascenso y la caída. Don Quijote, vencido en la playa de Barcelona, «volvió a mirar el sitio donde había caído y dijo: ¡Aquí fue Troya!… ¡Aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas!…» (II,66).
Aproximadamente un siglo después de la composición de los libros más antiguos de la Biblia, un poeta cuya historia nos es bastante desconocida empezó a convertir en hexámetros griegos las leyendas que se habían ido transmitiendo de boca en boca. Durante mucho tiempo, ateniéndose a una forzada etimología, se creyó que Homero, el poeta que puso orden en los hexámetros y edificó la Ilíada, era ciego, como lo sería Demódoco, aquel «aedo divino» de la corte de Alcínoo (Odisea VIII), a quien los dioses privaron de la vista pero en compensación le concedieron el dulce canto.
La tradición oral fue acuñando fórmulas, como, andando el tiempo, ocurriría en el Poema de Mío Cid. «Homero, para expresarse, hizo uso de un acervo de fórmulas que se había ido formando a lo largo de los siglos; empleó, pues, una material elaborado por generaciones de aedos o poetas que componían y cantaban poemas épicos» (López Eire). Frases hechas como «la aurora de rosados dedos», «Eos, de azafranado velo», «Hera, la de los grandes ojos», o «la de los níveos brazos», «Aquiles, el de los pies ligeros», «Héctor, domador de caballos», «Leto, la de hermosa cabellera», «Troya, la de las altas puertas», etc. fueron encajando en los hexámetros que iba construyendo otro aedo divino, fuera o no ciego y el mismo.
Porque la atribución de los dos grandes poemas en su integridad al mismo autor ya no parece sostenible. El desconocido autor de Sobre lo sublime (durante varios siglos atribuido a Longino) ya sospechaba allá por el siglo I que «la Ilíada, escrita en la plenitud de su inspiración, fue compuesta toda ella desbordante de acción y de lucha, mientras la Odisea es en su mayor parte narrativa, lo cual es una señal de vejez. Así, en la Odisea se podría comparar a Homero con el sol en su ocaso, del que permanece la grandeza, pero no la intensidad» (9,13). Hoy parece establecido que, si no en su integridad, al menos ciertas partes de la Odisea son posteriores a Homero.
Durante mucho tiempo se creyó que Troya, desdibujada en las brumas de la leyenda, podría haber sido fruto de la mente de un poeta. Sus aspectos legendarios cayeron como sus murallas debido en parte a la tenacidad de Heinrich Schliemann (1822-1890), que acabó con el mito y trasladó buena parte de la leyenda al territorio de la historia. Indro Montanelli dedica a Schliemann el cap. II de su Historia de los griegos. No es un capítulo largo, sí delicioso, pero no tan corto como para poder transcribirlo entero. He aquí un breve aperitivo para incitar a la lectura del resto:
«Era un loco, pero alemán, o sea organizadísimo en su vesania, que la buena fortuna quiso recompensar. La primera historia que, cuando tenía cinco o seis años, le contó su padre no fue la de Caperucita Roja, sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía ocho años cuando anunció solemnemente en familia que se proponía redescubrir Troya y demostrar, a los profesores de Historia que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Tenía diez cuando escribió en latín un ensayo sobre el tema… A los 24 años era ya un comerciante acomodado, y a los 36 un rico capitalista, del cual nadie había sospechado que entre negocio y negocio hubiese seguido estudiando a Homero. Debido a su profesión se había visto precisado a viajar mucho. Y había aprendido la lengua de todos los países donde estuvo. Sabía, además del alemán y el holandés, francés, inglés, italiano, ruso, español, portugués, polaco y árabe. Su Diario está redactado, efectivamente, en la lengua del país donde sucesivamente está fechado. Pero en la que siempre seguía pensando era el griego antiguo.
De improviso cerró el Banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerse a Troya…».
Etcétera. Sigan leyendo, no se lo pierdan: lo que viene es tan emocionante como divertido. Lo épico, que descubrió Troya.
Pilar indiscutible de la literatura occidental es el ciclo troyano, constituido en su esencia por la Ilíada, la Odisea y la Eneida. Ciclo que se completa de algún modo con la tragedia: Las troyanas, las Ifigenias, la Orestía(da), Electra… y desde luego Sófocles y la tetralogía de Edipo. Edipo rey es quizá la tragedia más pura de la historia de la literatura y paradigma de la condición humana: toparse con el propio destino inexorable mientras se huye de él. Un texto de Cocteau recogido por Borges, Bioy y Silvina Ocampo en su Antología de la literatura fantástica lo resume de modo admirable:
«Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán».
La Ilíada consta de 24 cantos y 15.690 hexámetros. Compuesta hacia el 750 a.C. en algún lugar próximo a la costa de Anatolia o en alguna de las islas limítrofes, narra la cólera de Aquiles, episodio del décimo y último año de la guerra. Es un poema cruel, porque es como un gran paréntesis encerrado entre la cólera de Aquiles y la muerte de Héctor, domador de caballos. En una conversación que tiene con Odiseo, Aquiles le adelanta:
«Mi madre, Tetis, la diosa de argénteos pies, asegura
que son dos las Parcas que me llevan al término de la muerte:
si sigo aquí luchando en torno a la ciudad de los troyanos,
se me acabó el regreso, mas mi gloria será imperecedera;
en cambio, si regreso, si me vuelvo a mi casa y a mi tierra patria,
perderé la ínclita fama, pero a cambio mi vida será larga,
y no la alcanzará tan pronto el término de la muerte».
[Aquiles a Odiseo: Ilíada 9,410-416].
«Mi vida será larga…». Quizá debería haber dicho «menos corta». No deja de ser sintomático que Aquiles se confiese ante Odiseo, cuyo ardid lo arrancó de la corte de Licomedes, donde su madre lo tenía escondido y disfrazado de mujer, con la vana pretensión de hurtarlo al destino implacable. Aquiles, que en el fondo ya sabía que estaba condenado desde que se descubrió su punto vulnerable, conocerá su muerte por la predicción de su propio caballo:
«Por esta vez, aún te traeremos a salvo, vigoroso Aquiles;
pero está cerca el día de tu ruina. Y no somos nosotros,
los culpables, sino un excelso dios y el imperioso hado.
No ha sido por nuestra lentitud ni por nuestra indolencia
por lo que los teucros han quitado a Patroclo la armadura de los hombros:
el dios más fuerte, a quien parió Leto, la de hermosos cabellos,
lo mató delante de las líneas y dio la gloria a Héctor.
Nosotros dos podríamos correr tan veloces como el soplo del Céfiro,
que dicen que es el más raudo de los vientos. Pero tu destino
es sucumbir por la fuerza a manos de un dios y de un mortal».
Dichas estas palabras, las Erinies le privaron de voz humana.
Muy indignado, le respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
—¡Janto! ¿Por qué me vaticinas la muerte? No es preciso que lo hagas.
Ya sé yo que mi destino es perecer aquí,
lejos de mi padre y de mi madre; pero, a pesar de todo,
no pienso descansar hasta saciar a los troyanos de combate».
[Diálogo entre Janto, caballo de Aquiles, y su dueño: Ilíada 19,408-423].
Cuando Aquiles, tras la muerte de Patroclo, decide entrar en batalla hasta acabar con Héctor y cuantos troyanos se le pongan por delante, cae en sus manos Licaón, hermanastro de Héctor, y le pide misericordia, lamentándose de que su madre lo hubiera parido para una vida tan corta: Y Aquiles responde estas terribles palabras, teñidas una vez más de la fatalidad irresistible del destino:
«¡Insensato! No me hables de rescate, ni me sueltes discursos sobre ello;
pues antes de que Patroclo se fuera al encuentro de su día fatal,
me era más bien grato perdonarles la vida a los troyanos
y a muchos de ellos vivos los capturé y los vendí luego.
Pero ahora es imposible que ninguno se escape de la muerte,
si un dios ante Ilión lo arroja entre mis manos,
sea quien sea de entre los troyanos, y especialmente si es hijo del rey Príamo.
Por tanto, amigo, muere tú también. ¿Por qué de esa manera te lamentas?
También murió Patroclo, quien con mucho era mejor que tú.
¿No estás viendo cómo soy yo también de apuesto y alto?
Un padre ilustre me engendró y me parió una diosa.
Pues a mí como a ti también me aguardan la muerte y el hado cruel.
Llegará una mañana, una tarde o un mediodía
en que alguien me quitará la vida en el combate,
hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco» (21,99-113).
En otro momento, Mérope, que «conocía como nadie el arte adivinatoria, no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos no le obedecieron, impelidos por el hado que a la negra muerte los arrastraba» (11,328ss).
Peones, juguetes en las manos del destino. Juguetes de los dioses, peones en el tablero de ajedrez «de negras noches y de blancos días», como escribiría Borges en un soneto evocando a otro poeta: «Torne en mi voz la métrica del persa…». Varios siglos después de Homero, el persa Omar Jayyam (1048-1132), de fama perdurable, escribió en uno de los famosos Rubayat el resumen del juego de los dioses en el mundo, que es como decir en la Ilíada:
«Peones somos como quiere el cielo;
el mundo es un tablero: en él jugamos
hasta que uno tras otro regresamos
a la caja, a la nada, al polvo, al suelo».
Peones somos, juguetes somos… Siglos después escribiría Pirandello: «Somos marionetas». En la Ilíada los dioses son crueles, se valen de ardides y engaños, pelean entre ellos, se irritan, traman venganzas, pero ¿quiénes sufren las consecuencias siempre? Los mortales. Si algo cabe en su descargo es lo que alegó Alcínoo al final del canto VIII de la Odisea: «Los dioses urden la perdición de los humanos para que las generaciones venideras tengan motivos de canto». Omar Jayyam había visto la vida humana como un tablero de ajedrez. Borges escribió dos conocidos sonetos al ajedrez. En el segundó reconoció su voz:
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días…
La Ilíada ha sido poema favorito de poetas y guerreros. Cuenta Plutarco que Alejandro Magno se la sabía de memoria. Al margen de las exageraciones, resulta que los buenos lectores de El señor de los anillos, o de La colina de Watership (Watership Down), de Richard Adams (n. 1920) —que se abre con una cita del Agamenón de Esquilo—, comprenderán mejor unas y otras, porque lo bueno de los clásicos es que se retroalimentan con nuevas y sucesivas lecturas. La lectura de la Ilíada hará entender mejor algunas constantes del ser humano, y ver dónde está la distancia y, por desgracia, la repetición de azares y destinos.
La composición de la Odisea es posterior y, en su integridad, bastante más tardía. Ya hemos dicho que los investigadores siguen sin ponerse de acuerdo sobre si ambos poemas son de la misma mano. No parece una cuestión resuelta, aunque cada vez parece ser más consistente la teoría de que algunas partes del poema son sin duda añadidos posteriores. Las posturas intermedias aceptan que el núcleo primitivo pudiera remontarse hasta muy cerca de la fecha de la Ilíada.
Menéndez Pelayo, en Los orígenes de la novela empezaba preguntándose: «¿Qué es la Odisea sino una gran novela de aventuras, en la mayor parte de su contenido?» He aquí cómo Menéndez Pelayo, tan poco sospechoso, atribuye a la Odisea la paternidad de la novela, que el propio Tolstoi corroborará en el siglo XIX. Todo poema épico participa de algún modo de estas raíces iniciales, y la novela de aventuras, de ambos. Lo recordó Pedro Salinas:
«Aun todos estos duelos en gozos se tornarán. Resumen admirable del proceso de casi toda la novela de aventuras. […] En la gran acción heroica ese final feliz, madura lentamente, gracias a la acumulación de esfuerzo sobre esfuerzo, de sacrificio sobre sacrificio, y adviene con toda plenitud de hermosura moral, como premio debido, y no como suerte caprichosa de tómbola. He aquí lo que tantos y tantos novelistas se han pasado tanto tiempo en hacer: convertir duelos en gozos» (El Cantar de Mío Cid).
Y más adelante insiste: «Porque la novela, en cuanto a acción, consiste en coger a unos seres humanos en su onda, subirles y descenderles, de lo alegre a lo penoso, de los duelos al gozo, de modo que el lector se sienta comprometido, embarcado en esa misma dramática ondulación».
La Odisea consta de 24 cantos y 12.110 hexámetros. Conviene llamar la atención sobre lo moderno de la estructura. Cuando esperábamos encontrarnos con una narración prácticamente lineal, sucede que una asamblea de los dioses nos da a conocer que el héroe lleva varios años retenido en una isla por la ninfa Calipso, en su «mansión embrujada con sus árboles sombríos y sus pájaros extraños». Ulises llora a la orilla del mar como los israelitas junto a los canales de Babilonia. «¿Cómo cantar en tierra extranjera?», decía el salmo 137. «¿Cómo amar aislado del mundo?», podría añadir Ulises. Tras otro naufragio llega al país de los feacios, donde descubre a Nausícaa, «semejante a las diosas en talle y hermosura». También conoce a Demódoco, el aedo ciego que dio título a este pilar. Es aquí donde empieza la narración retrospectiva, como luego hará Eneas en el canto II de la Eneida: iubes, regina, renovare dolorem. Y cuenta sus distintos episodios: las luchas con los Cícones, los lotófagos, el cíclope, Eolo —ida y vuelta—, los fieros lestrígones, cuya estatura es comparada a «un monte rocoso»; Circe y los cerdos, que proporcionó a Silvia Ugidos la materia para un irónico y corrosivo poema que no me resisto a transcribir:
Si regresas, Ulises,
encontrarás allí en Ítaca una mujer cobarde:
Penélope ojerosa
que afanosa y sin saberlo
le teje y le desteje una mortaja
al amor. Ella pretende
aferrarse y aferraros a lo eterno.
Si regresas
hacia un destino más infame aún
que éste que yo te ofrezco
avanzas si vuelves a su encuentro.
Más enemigo del amor y de la vida
que mis venenos
es vuestro matrimonio, vil encierro.
Quédate, Ulises, sé un cerdo.
Y, en fin, el descenso al Hades, donde conversa con su madre Anticlea; el aviso de que en la isla Trinacria no toquen las vacas del sol, prohibición que, como es previsible, es incumplida; las sirenas, Escila y Caribdis, las vacas del sol y el naufragio en la isla de Calipso. La muerte de los pretendientes fue resumida por Borges en un célebre soneto (no sin habernos recordado antes un anacronismo, a saber: cómo pudo vivir un perro más de veinte años para ser el único que reconociera a Ulises):
«Odisea», libro XXIIIYa la espada de hierro ha ejecutado
la debida labor de la venganza;
ya los ásperos dardos y la lanza
la sangre del perverso han prodigado.
A despecho de un dios y de sus mares,
a su reino y su reina ha vuelto Ulises.
A despecho de un dios y de los grises
vientos y del estrépito de Ares.
Ya en el amor del compartido lecho
duerme la clara reina sobre el pecho
de su rey. ¿Pero dónde está aquel hombre
que en los días y noches del destierro
erraba por el mundo como un perro
y decía que Nadie era su nombre?
Apenas es concebible la novela moderna sin la Odisea de fondo. El hilo conductor pasa por la novela griega del siglo III, con autores como Heliodoro y Aquiles Tacio, remoto origen de la novela de caballerías y de la llamada «novela bizantina», hasta desembocar en el Quijote y sobre todo en el Persiles. Recordemos que el propio Cervantes, ponderando las excelencias de su última novela, decía que era un «libro que se atreve a competir con Heliodoro». El Ulises de Joyce no ha sido la última epopeya novelesca de un ciclo inagotable. A su lado y en su momento veremos también a Kazantzakis.
El ciclo troyano se cierra de algún modo con Virgilio (70-19 a. C.), el poeta latino a quien Giovanni Papini prodigó los atributos de «amoroso» y «tierno», y embelleció su corona de laurel con una bucólica descripción en que evocaba «al hombre del campo, al amigo de las sombras, de los plácidos bueyes, de las abejas doradas, al que había descendido con Eneas a contemplar a los condenados del Averno y desahogaba su inquieta melancolía con la música de la palabra…».
Y es que Virgilio compuso la Eneida, como un músico. Es un poeta refinado, delicado, que podía pasarse un día entero construyendo el hexámetro que sus oídos deseaban. Entre el año 42-39 a.C. escribió las Églogas o Bucólicas, que dejan entrever los deseos de pacificación de Virgilio en unos poemas que exaltan la vida pastoril, a imitación de los Idilios del poeta griego Teócrito. Aunque estilizados e idealizadores de los personajes campesinos, incluyen referencias a hechos y personas de su tiempo. En la famosa égloga IV, se canta la llegada de un niño que traerá una nueva edad dorada a Roma. Por las similitudes que tenía con la profecía de Isaías (11,1-9) resultó un asidero formidable para la exégesis cristiana posterior. No hay que olvidar que grandes latinistas como Agustín de Hipona —que en su Ciudad de Dios (1,3) lo describió como poeta magnus omniumque praeclarissimus— encontraron aquí un vaticinio del nacimiento del Mesías.
Las Geórgicas fue compuesta bajo la protección de Mecenas. El carácter épico-lírico de la obra confiere un tono singular a su lectura. Montaigne consideraba las Geórgicas la obra más lograda de la poesía. Borges habló de su voz «de plata y luna». Pero Virgilio tuvo (y tuvimos) la suerte de que se cruzara con Octavio. La protección de Octavio se tradujo en la composición de la Eneida, un poema en que el poeta se propuso llegar a la pax octaviana mostrando que el propio Octavio descendía de los dioses.
Virgilio es heredero de Homero. El obispo Ricardo de Bury —un bibliófilo inglés contemporáneo de Dante, con el que llegó a cartearse— terminó su Filobiblión en 1344, un año antes de su muerte. En el libro tiene una curiosa frase, que nos demuestra una vez más la herencia homérica: «¿Qué habría hecho Virgilio, el más grande poeta latino, si no hubiera saqueado a Teócrito, a Lucrecio y a Homero, y no hubiera arado con su novilla?» (cap. 10; lo de arar con la novilla es de ascendencia bíblica, claro: una alusión a Sansón y Dalila).
Hemos dicho que Virgilio elaboraba sus versos como un músico. Y así, cuando quería dar la sensación de cautela, oscuridad y silencio, construía un hexámetro lento, solo a base de sílabas largas: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram («Oscuros en la noche solitaria / cruzaban entre sombras»: Aen. 6,268, donde Borges admiraba además la doble hipálage); si quería imprimirle el ritmo y la sonoridad del galope de un caballo, lo edificaba a base de dáctilos (el pie trisílabo compuesto de una larga y dos breves, que imitaba el sonido de los cascos): Quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum («y con largo galope resonante / baten los cascos a compás el campo»: 8,596). Y así.
Una leve muestra de la música virgiliana llenaría un libro. Bástenos el momento en que Eneas contempla en sueños el espectro de Héctor, en que el lector reconocerá el famoso quantum mutatus ab illo, que hasta Sarmiento recogió en su Facundo:
Ei mihi, qualis erat, quantum mutatus ab illo
Hectore, qui redit exuuias indutus Achilli,
uel Danaum Phrygios iaculatus puppibus ignes!,
squalentem barbam et concretos sanguine crines
uulneraque illa gerens, quae circum plurima muros
accepit patrios… (II,274-279).
¡Ay de mí, cuál estaba! ¡Cuán distinto
del Héctor vencedor que orna sus hombros
con las armas de Aquiles, o que lanza
dardanias teas a las dorias naves!:
barba y cabello en sangre enmugrecidos,
cuerpo con mil recientes cicatrices,
de tanta herida ante los patrios muros…
«Virgilio me emociona», dijo Sánchez Ferlosio cuando recibió el premio Cervantes. De Virgilio escribió Thoreau que su «obra es tan refinada, tan sólida y casi tan hermosa como la mañana misma» (Walden, Madrid, Cátedra, 2005, pág. 150). Amado Nervo hablaba de sus «hexámetros de miel y de ambrosía», y concluía su epístola al Lic. Casasús haciendo esta confesión:
… soy en mi panteísta idolatría
quien comprende quizá mejor la suma
gracia de esa frondosa poesía
virgiliana, magnífica y agreste,
¡a cuya sombra quiero que se acueste
sola, mansa y feliz, el alma mía!
No tendríamos páginas para agotar la estela del ciclo troyano. Apenas nos es dado averiguar el número de Antígonas, Electras, Orestes, Anfitriones (Giraudoux había contabilizado 37 para titular el suyo Anfitrión 38, y naturalmente, no podía conocer el Amphytrion de Ignacio Padilla). Él mismo había escrito otra Electra y otra obra titulada precisamente No habrá guerra de Troya. Y al fondo Aquiles, en su interminable persecución de la tortuga; Ulises, como emblema de la sagacidad y del naufragio, y Edipo, padre de todos los detectives trágicos, o de todos los hombres, que viene a ser lo mismo.