Las gafas del editor (2.ª parte) - Oportet Editores

Las gafas del editor (2.ª parte)

17 septiembre, 2013

Las gafas del editor (2.ª parte)

Mario Nizolio fue un humanista italiano del siglo XVI, a quien sus preocupaciones lingüísticas y retóricas dieron el sobrenombre de filósofo. Entre otras obras, en 1553 escribió una titulada: De veris principiis et vera ratione philosophandi («Los verdaderos principios y la verdadera razón de filosofar»), con la que pretendía erigir una defensa de la filosofía contra los falsos filósofos, sustituyendo la «abstracción» aristotélica por la «comprensión»; la dialéctica, por la retórica, y la lógica, por la gramática. Tal vez la obra hubiera sido escasamente recordada, de no haber sido porque un joven filósofo de Leipzig, llamado Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), se impuso la tarea de editarla y escribir un comentario que tituló Disertación sobre el estilo filosófico de Mario Nizolio. Hoy la obra de Nizolio se recuerda más por la Dissertatio de Leibniz que por las teorías de su autor. En esa disertación escribe textualmente: «Tres, me parece a mí, son en total las cualidades del discurso [filosófico]: la claridad, la verdad y la elegancia, pues la utilidad pertenece, sobre todo, a las cosas mismas» (Diss., VI). Sobre los planos de esta misma arquitectura he querido yo construir esta modesta reflexión sobre la visión del editor en general y la del editor de literatura infantil y juvenil en particular. También a mí me parece que el editor edifica, o debe edificar, su catálogo, sobre la claridad, la verdad y la elegancia. O, si lo prefieren, por hacer honor al título: cada vez que me pongo las gafas de editor, me gustaría que mi visión del mundo editorial estuviera teñida por la presencia de estos tres pilares esenciales.

1. La claridad. «La claridad —dice Leibniz— se basa no sólo en las palabras, sino también en la construcción. […] Dos vicios se oponen a la claridad o al conocimiento del significado: la oscuridad y la ambigüedad» (Diss., VII). O, lo que es lo mismo, el entendimiento es la medida de la claridad. Y, tras abominar de los tecnicismos innecesarios, concluye: «Hay que tener por cierto que lo que no se puede explicar con términos populares, a no ser que se funde en la experiencia inmediata de los sentidos, como son muchos colores, olores y sabores, no es nada y debe ser excluido de la filosofía como por ensalmo» (Diss., XII). No deja de ser curioso que un filósofo como Leibniz se expresara con tal rotundidad.

La claridad es lo opuesto al extravío. El lector, sobre todo el joven, debe tener un punto de referencia inexcusable con lo real. Lo cual no está reñido para nada con la reivindicación de lo imaginario. Desde Aristóteles sabemos que «nada hay en el entendimiento que previamente no haya estado en los sentidos». Pero esto no quiere decir sino que lo imaginario no puede desprenderse de lo real y que cualquier elaboración posterior no es más que la asociación o combinación más o menos afortunada de distintas porciones o fragmentos de realidad, en ocasiones dispares y con frecuencia imposibles. Ahora bien, la fantasía no tiene por qué significar una huida del mundo, sino una metáfora para mejor comprenderlo, para relacionarse mejor con él, para hacerlo en definitiva más digno de ser habitado. Cuando Jonathan Swift ideó las islas de Liliput y Blefuscu, la de Brobdingnag, las de Laputa, Balnibarbi y adyacentes, más el País de los houyhnhnms, como en una pequeña declaración de principios, advirtió refiriéndose a los lectores: «Escribí para enmendarlos, no para darles gusto».

En este sentido quiero entender que la literatura, sobre todo la infantil, tiene algo de pedagogía, y el editor un discreto pedagogo. Todos sabemos que el paid-agógos era el esclavo encargado de llevar a los niños a la escuela y, por extensión, su preceptor. El editor debería pensar que, como otros fabrican juguetes o defensas contra el frío, él fabrica relación con el mundo, vías de acceso, aperturas razonables, inteligentes, humanas, en este complicado tablero de ajedrez que es el mundo. Y una relación saludable no puede estar basada en el equívoco. Sé que el ideal de claridad que defendía Iriarte lo era sobre todo contra los excesos barrocos, pero aun así quiero recordar su apóstrofe a las musas:

    «Perdonadme, sutiles y altas Musas,
las que hacéis vanidad de ser confusas:
¿Os puedo yo decir con mejor modo
que sin la claridad os falta todo?»
(«El mono y el titeretero», en Fábulas literarias, VI)

Y no es que yo quiera reivindicar los ideales de la Ilustración, sino en lo que esa claridad significaba de ámbito preciso, reconocible, hospitalario, de zona común donde entenderse; en lo que tenía de apuesta por la regeneración, la armonía del ser humano con la naturaleza, el amor a la sabiduría, los deseos de estrechar las relaciones entre ciencia y literatura, entre utilidad y belleza, los sueños de fraternidad universal. Y es que, tratándose de literatura infantil, la claridad es casi tan imprescindible como la luz para empezar a explorar las sucesivas estancias del palacio de ese pequeño universo en que el lector se mueve. «Por lo demás —concede Leibniz—, puede admitirse, quizá, que se entremezclen de cuando en cuando alusiones agudas, comparaciones, metáforas, ejemplos, argucias, historias, y que se pueda también recrear el espíritu del lector cansado introduciendo algo gracioso, pero teniendo cuidado de evitar toda oscuridad y las metáforas superfluas» (Diss., XVI). No ignoro la distancia que media entre filosofía y literatura y aun entre ésta y la adjetivada de infantil. Pero, si incluso en un terreno tan arduo como el de la filosofía, sólo se evita la oscuridad y las metáforas superfluas, no veo por qué no podemos ser también un poco parnasianos sin salirnos de los confines de la literatura. Dentro de la tribu literaria tenemos el ejemplo de Huidobro, que afirmaba sin vacilar: «Adjetivo que no da vida mata»[1]. El propio Wittgenstein, que no ha pasado a la historia de la filosofía por su claridad precisamente, empezaba su Tractatus logico-philosophicus con estas palabras: «Lo que se puede decir, se puede decir con claridad. Y de lo que no se puede hablar, mejor es callar»[2].

2. La verdad, según Leibniz, es la segunda cualidad del estilo filosófico, y a mí me parece que lo es de cualquier proyecto editorial que se precie de serlo y más si es de literatura infantil. La lógica filosófica, que, si se me permite, sustituiré por editorial una vez más, se divide en verbal y real: «La primera —dice— trata del uso claro, distinto y propio de las palabras» (adviértanse los ecos cartesianos). La segunda «trata de dirigir los pensamientos» (Diss., XXI).

O dicho más sencillamente: la verdad del lenguaje y la verdad del pensamiento. No ignoro lo arriesgado que resulta hablar de verdad en términos absolutos, al menos en la segunda acepción. Ni siquiera recordando los conocidos versos de Antonio Machado solucionaríamos el problema:

«¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela»[3].

Ahora bien, ¿qué significa esa Verdad, por más que él la escriba con mayúscula? ¿Es que hay alguna verdad que no sea de alguien, que no esté contaminada —o, si lo prefieren, purificada— de subjetividad? Sin embargo hay una verdad lingüística y literaria de la que el editor no debería abdicar. Ahora que la reforma escolar parece conceder una importancia más bien secundaria a fruslerías como la lengua y la literatura, las etimologías y la memoria, quizá sea el momento de que el editor se cale las gafas más que nunca y vigile los textos que publica. ¡Ah, y cuán lejos podemos llegar a encontrarnos de aquella nobleza que atribuía al uso correcto de la lengua aquel licenciado esgrimidor del Quijote! «El lenguaje puro, el propio, elegante y claro está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda; dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje» (Quijote II, 19).

¿Y la verdad del pensamiento? No voy a pedir una literatura plagada de moralina —que es otra forma sutil de disfrazar la verdad y, en consecuencia, de ocultar su rostro—, como si quisiera añorar las consabidas moralejas de otrora. Pero en una época en que otro tipo de moral (en el sentido más etimológico de la palabra, es decir, de hábitos y costumbres) se nos introduce descarada, indiscriminadamente, a través de otros vehículos, bueno será que el editor equilibre o contrapese siquiera con unos gramos de sentido común. ¡Sentido común, ausencia de misterios y de trampas! Los griegos llamaban a la verdad aletheia. Ahora bien, aletheia es un concepto negativo. Proviene de la partícula privativa a y el verbo lanthano, que significa «estar oculto», «ser desconocido». Es decir, la verdad sería algo así como la ausencia de ocultación, el desvelamiento de lo desconocido, la transparencia (nótese lo cerca que de nuevo nos hallamos del ideal de claridad). Y, enunciándolo de forma positiva, la verdad vendría a ser como el ofrecimiento de esos aspectos de la realidad que, no sé si por más incómodos o menos rentables, se nos escamotean. ¿O hemos de ser nosotros más tímidos que quienes lanzan continuos mensajes de agresividad, de violencia, de la supremacía del fuerte sobre el débil y la fuerza bruta sobre la razón, del consumismo exacerbado, del culto por la marca y la apariencia, etcétera, etcétera?

El 4 de febrero de 1780 don Gaspar Melchor de Jovellanos ingresaba en la Real Academia de la Historia. En su discurso, hablando de los vicios de las constituciones y los gobiernos, pronunciaba unas palabras que no me resisto a transcribir: «¿Cuál es la desgracia —decía— que hace a los hombres tímidos y los retrae de descubrir sus opiniones en las materias de gobierno? El santo nombre de la verdad ¿no bastará para ponerlos a cubierto de toda censura? ¿Por qué se han de callar las verdades útiles, por más que desagraden a unos pocos, vergonzosamente interesados en alejarlas del conocimiento de aquellos mismos a quienes conviene más descubrirlas y saberlas?». La verdad fue un concepto obsesivo en el ilustrado Jovellanos, concepto que asociaba con frecuencia a los de utilidad, sabiduría y felicidad.

3. La elegancia. «Es elegante el discurso —dice Leibniz— que resulta agradable tanto para el que lo lee como para el que lo escucha. […] La elegancia tiene mucho poder para llamar la atención, para mover los ánimos y para que se graben las cosas en la memoria, por así decirlo, con más fuerza» (Diss., VI). Quisiera apostillar yo: Para llamar la atención, para mover los ánimos y para que se graben las cosas en la memoria, hay que editar con elegancia.

La elegancia está relacionada al mismo tiempo con la verdad y con la belleza. Para Tomás de Aquino son bellas las cosas que al verlas agradan («pulchra sunt quae visa placent»). Pero difícilmente puede agradar una cosa en la que se descubre la trampa y el engaño, la inadecuación entre la idea y el objeto. Una de las definiciones clásicas de la verdad dice precisamente que la verdad es la adæquatio intentionalis intellectus cum re, es decir, la conformidad, adecuación o equivalencia entre lo que piensa y lo que se dice, entre lo que se dice y lo que se hace. Según esto, difícilmente puede agradar una cosa que no es verdadera. Podríamos, pues, concluir que difícilmente puede considerarse bello algo que no es simultáneamente verdadero[4], ni elegante una cosa que no participa a la vez de la verdad y la belleza. Identidad entre verdad y belleza que percibió también Emily Dickinson y dejó reflejada en un bello —¿habría que decir verdadero?— poema. Aquel que dice:

«Morí por la Belleza, pero apenas
en la tumba yacía,
a uno que murió por la Verdad dejaron
en la estancia contigua.

Me preguntó en voz baja la causa de mi muerte.
“Por la Belleza —dije— he fallecido”.
“Y yo, por la Verdad: las dos son una;
somos hermanos”, dijo»[5].

De este modo, quisiera creer que la elegancia tiene más que ver con la obra bien hecha que con la moda, con el agrado que procede de la armonía más que de los abalorios, con la expresión armoniosa del pensamiento. Hablar de la obra bien hecha nos obliga a volver de nuevo a Machado:

«Despacito y buena letra:
el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas»[6].

Arrastrado por la vorágine de los acontecimientos diarios, embarcado en el afán sustitorio que impregna las cosas y las ideas —también los libros, que pasan por los escaparates como pliegos volanderos—, es posible que haya palidecido un tanto aquella vieja máxima de Juvenal que con seguridad un día todos los editores pusimos en la pared frontera a nuestra mesa: Maxima debetur puero reverentia (14,47). El máximo respeto por el niño pasa por el hábito de la cosa bien hecha y el destierro de la imperfección —también llamada chapuza— cuyos sinónimos (incorrección, torpeza, grosería; precipitación, descuido, desacierto; tosquedad, deficiencia) son todos a su vez antónimos de elegancia. El editor de libros en general, y el de libros infantiles en particular, no debería permitirse el lujo de convertirse en uno de esos desaprensivos sepultureros shakespearianos que aborrecía León Felipe:

«La mano ociosa es quien tiene
más fino el tacto en los dedos,
decía Hamlet a Horacio,
viendo
cómo cavaba una fosa
y cantaba al mismo tiempo
un
sepulturero.
—No
sabiendo
los oficios
los haremos
con respeto—.
Para enterrar
a los muertos como debemos
cualquiera sirve, cualquiera…
menos un sepulturero»[7].

Es posible que para enterrar a los muertos cualquiera sirva, cualquiera, menos un sepulturero. ¿Pero ha de ser inevitable no conocer los oficios para hacerlos con respeto? ¿Por que ha de estar reñida la veneración con la profesionalidad? Es obligación del editor saber bien el oficio, pero no precisamente para hacerlo sin respeto. El editor de libros infantiles debería participar de la mentalidad del constructor de catedrales, porque si algo perdura es lo que que se construye de niño. El libro infantil ha de ser el más cuidado, en su materia, su forma y sus accidentes, porque mal podremos pedir respeto a quien no se respetó primero; mal podremos pedir responsabilidad a quien desde el principio acostumbramos a la civilización del todo vale.

*   *   *

Tengo la sensación de que hasta ahora hemos visto al editor no como es, sino como tal vez debería ser. Pero sucede que el editor es un señor sometido a cosas tan prosaicas, tan ajenas a la filosofía, como los planes y los presupuestos; la fatídica letra K del alfabeto, también llamada coeficiente; los márgenes y riberas; la distribución —con frecuencia desproporcional—; los puntos de venta, los puntos y aparte y a veces el punto final. En definitiva —y para no salir del todo de la filosofía—, Pitágoras y el mundo de los números. La utilidad, según el propio Leibniz recordaba. Como Campoamor, otro apócrifo de Ortega se ocupó del editor cuando dijo: «El editor es él y su circunstancia».

Y la circunstancia del editor es que se mueve en el mundo agresivo de la eficacia y la rentabilidad, en ese inestable equilibrio entre la utopía y el posibilismo. Y no podemos abominar de esos legítimos valores, porque también la sana ambición alimentó el progreso. Pero el editor de libros infantiles no puede ahogar las prioridades éticas en beneficio de la utilitarias. El niño es un proyecto de futuro, e invertir en él es sembrar las bases de una sociedad más justa, más tolerante y en consecuencia más feliz. («Para ser feliz en esta vida —escribía Voltaire—, en el grado en que la miseria de nuestra naturaleza lo permite, ¿qué hay que ser?» Y respondía: «Indulgente»[8]). Si hay una profesión que debiera tener un código ético, es la de editor; si hay un gremio que debiera establecer unos acuerdos mínimos de calidad y cualidad, dentro de una lealtad todo lo competitiva que se quiera, es el de editores de libros infantiles. De lo contrario, seríamos salteadores y habremos entrado al oficio por las bardas del corral, como denunció don Quijote de ciertos caballeros andantes.

En el fondo, todo editor, como todo artista, es un filósofo, en cuanto que tiene una idea ejemplar en la cabeza e intenta plasmarla en esas fugitivas realidades que son los libros del modo más adecuado, o acaso —siendo más realistas o más modestos—, del modo menos inadecuado posible. De todos son conocidos los sufrimientos de Gregorio Hernández por no poder expresarlos cuando esculpía sus Cristos yacentes, porque la materia se resistía a tomar la forma que previamente había sido moldeada en su cerebro. La crudeza de la realidad, incluso el desengaño cotidiano, no debería privarnos a los editores del improbable sueño de fingirse unos pequeños filósofos, como el personaje azoriniano, siquiera en el sentido más etimológico y limitado de la palabra: amantes de la sabiduría, porque solo amándola se puede ser capaz de transmitirla.

En estos tiempos en que todo se confunde, en que los valores supremos se han trasladado del ámbito de las esencias al circuito efímero de los accidentes; en que la apariencia y el tener prevalecen sobre la substancia y el ser; en que es preciso levantar la lápida blanqueada para descubir la podredumbre del sepulcro; alzar la cuerda, según quería Quevedo, para declarar las admiraciones y desengaños que «hay debajo de cuerda en todos los sentidos y potencias, y en todas partes y en todos oficios» («El mundo por de dentro», en Sueños y discursos); en estos tiempos, digo, no creo que fuera ocioso despojar de sus engañosos envoltorios a los frascos de las esencias y destaparlos una vez al menos para ahuyentar, o contrarrestar siquiera, el hedor de tanto simulacro y nadería, de tanta inanidad y bagatela, de tanta corrupción.

Tengo la vaga sospecha de que habrá resultado un poquito pretencioso mencionar tantas veces la palabra filosofía en un espacio en el que acaso sólo se debería haber hablado de literatura. Pero no pude resistir la tentación ante el desasosiego que me produce otra filosofía gallinácea, la única que parece imperar en estos tiempos. Aquella que se resume en otra humorada de Campoamor, también de lamentable actualidad:

   «En guerra y en amor es lo primero
el dinero, el dinero y el dinero».


[1] Mucho antes había dicho Quevedo: «Dios te libre, lector, de prólogos largos y de malos epítetos» («El mundo por de dentro», Al lector, en Sueños y Discursos).

[2] «Was sich überhaupt sagen läßt, läßt sich klar sagen; und wovon man nicht reden kann, darüber muß schweigen» (Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prólogo). Con la segunda parte de la afirmación concluye también el libro.

[3] Antonio Machado, «Proverbios y Cantares», 85, en Nuevas Canciones, CLXI.

[4] Novalis descubrió en Schiller «el gran secreto de que belleza y verdad son una sola y única diosa» (Stefano Zecchi, La belleza, Madrid, Tecnos, 1994, pág. 75).

[5] «I died for Beauty – but was scarce / Adjusted in the Tomb / When One who died for Truth, was lain / In an adjoining Room – / He questioned softly “Why I failed”? / “For Beauty”, I replied – / “And I – for Truth – Themself are One – / We Bretheren, are”, He said -». (E. Dickinson, Poemas, ed. bilingüe de Marià Manent, Barcelona, Juventud, 1994, pág. 105).

[6] Antonio Machado, «Proverbios y Cantares», 24, en Nuevas Canciones, CLXI.

[7] León Felipe, «Romero solo», en Versos y oraciones de caminante, 4.

[8] Voltaire, Tratado de la tolerancia, cap. XXI: «Más vale virtud que ciencia».