El título, quizá un poco arbitrario, de estas líneas, procede, como ya todos han adivinado, de un apócrifo de Campoamor. Aquel que dice:
En este mundo lector
nada hay verdad ni mentira;
todo es según el color
de las gafas con que mira
el lince del editor[1].
Hablamos, naturalmente, del punto de vista del editor. Pero ¿qué es un editor y qué significa editar? Los filósofos escolásticos tenían, entre otras virtudes, la del rigor en el método. Y así, al frente de cada tesis, ponían las llamadas notiones, es decir, la definición exacta, la acepción precisa en que se tomaban las palabras claves que se iban a utilizar. Es seguro que aquí resulta ocioso repetir la definición habitual de editor, a saber, «el que por profesión se dedica a publicar obras ajenas». Pero quizá no lo sea tanto recordar que, por su propia definición, el acto de publicar contiene otras dos preguntas implícitas: ¿Por qué se publica? ¿Qué se publica? La primera remite al objetivo y a la fe. La segunda, a la capacidad de elegir.
¿Por qué se edita?, preguntamos. La respuesta no implica especiales conjeturas. Es evidente que se edita porque se lee, o al menos porque se supone cierta apetencia lectora. (No voy a entrar en el casuismo un tanto cínico, aunque no improbable, del libro como puro objeto de decoración y adorno, aunque, a decir verdad, cada vez decoran menos y estorban más). En todo caso, e independientemente de otras connotaciones que tienen más que ver con el negocio que con el ocio —y que abordaremos en su momento—, el editor publica un texto porque supone que alguien lo va a adquirir, y probablemente para alguna utilidad distinta de las que reconocía Mark Twain: si el libro es delgado, para acuñar la pata de la mesa que cojea; si grueso y pesado, para arrojárselo al vecino impertinente. Tampoco parece que el objetivo prioritario haya sido siempre colocarlo en la cabeza de las damas para su aprendizaje a andar con el aspecto aéreo del cisne, ni para menesteres escolares tales como el de un peso suplementario sobre los brazos en cruz del que ya está de rodillas. En el fondo, el editor publica porque tiene fe en la lectura, porque cree que alguien lee y tal vez que la lectura sirve para algo. Esto sin duda es una obviedad, pero encierra un trasfondo de experiencia ineludible. También parece evidente que, si existen fabricantes de medias, no es sólo porque hay piernas, sino porque se ha establecido el uso, acaso la necesidad, de ponérselas, siquiera en algunas estaciones o en determinados actos y círculos sociales.
Así pues, partimos del supuesto de que el editor edita porque alguien lee; porque alguien, entre los que presumiblemente se cuenta, cree en la lectura. Sin la menor intención de caer en un processus in infinitum, podríamos preguntarnos aún: ¿Qué significa leer? ¿Por qué se lee? Quizá la primera respuesta sería de carácter histórico, que es casi como decir de carácter sentimental. Plinio (Nat. Hist. 35,2,9) lo expresaba así: In bibliothecis immortales animæ loquuntur. La traducción es casi innecesaria: «En los libros nos hablan las almas inmortales de nuestros antepasados». Es decir, en ellos está la transmisión del pensamiento, el plano del suelo cultural que nos sustenta. Ellos mantienen viva la llama de la memoria, que es tanto como decir nuestra razón de ser. Alfonso Reyes lo expresó con precisión y belleza al escribir que «la memoria es el hilo del ser».
La objeción parece obvia: estas connotaciones filosóficas seguramente son muy consoladoras, pero el libro es tan reciente que parece un poquito pretencioso atribuirle virtudes que no tiene. Es cierto solo en parte. El libro, tal como lo conocemos, es en efecto relativamente moderno. Como concepto es mucho más viejo. Porque ¿qué eran sino libros las tablillas de cerámica halladas en el palacio de Asurbanipal? ¿Qué los papiros egipcios? ¿Qué las tablillas enceradas de los romanos? ¿O los minuciosos códices miniados, o aun la multitud de copias volanderas que multiplicaba la generosa mano de los difusores de sátiras y epigramas? En una palabra, ¿no eran libros ambulantes los narradores, los rapsodas, los juglares, todos los que transmitían oralmente las historias y los mitos, la sabiduría encerrada en los proverbios, la poesía? Por otra parte, el concepto de leer no está necesariamente sujeto a un objeto determinado. Ya desde los antiguos, leer significaba algo así como contemplar y comprender el universo. En la célebre epístola a Batilo decía Jovellanos: «El universo es un código». Y añadía: «Estúdiale; sé sabio». La lectura del universo fue el principio de la filosofía.
«Aristóteles escribe que la filosofía nace del asombro. Del asombro de ser, del asombro de ser en el tiempo, del asombro de ser en este mundo, en el que hay otros y animales y estrellas. Del asombro nace también la poesía». Esto lo escribía Borges al principio de un prólogo memorable: el que puso a La inteligencia de las flores, de Maeterlinck. Con su habitual economía, Borges no estaba sino traduciendo el viejo principio escolástico de procedencia aristotélica que sitúa a la curiosidad por conocer las causas de las cosas en el origen de la filosofía. Tanto Platón como Aristóteles habían hablado de «admiración». Tomás de Aquino[2], del deseo natural de conocer lo que se ignora. Admiración, curiosidad, asombro. Luego vino la transmisión de las primeras conclusiones, sea en forma de mito, de cuento, o de leyenda. Aquellos eran los primeros bosquejos literarios, y en consecuencia la primera materia de los libros.
Leer es, pues, un acto eminentemente humano. Todos los animales ven; pero sólo unos pocos reflexionan sobre lo visto: sólo unos pocos piensan. Cuando Parménides decía que «lo mismo es pensar y ser», estaba refiriéndose evidentemente al ser humano, como único ente capaz de soportar el pensamiento y reflejarlo. ¿Y qué es pensar —ya lo dijimos antes—, sino leer el universo de un modo más pausado y reflexivo? ¿Qué es pensar, sino extraer consecuencias de esa lectura consciente y comprensiva? ¿Y qué es el libro en definitiva —con independencia de la forma histórica que adopte, al margen de que como objeto específico sea tan transitorio, tan mudable, tan perecedero como todas las cosas humanas—, sino el vehículo de ese conocimiento, de ese pensamiento y, en una palabra, de cada una de las manifestaciones del ser?
Parecería, pues, que editar es una de las ocupaciones más nobles a que puede dedicarse un ser humano. Y, sin embargo, entre enseñar al que no sabe y enseñar al que no quiere aprender hay un matiz claramente perceptible. Editar, levantar un catálogo de libros, es mantener un equilibrio siempre precario entre la resistencia y la sumisión, entre lo sólido y lo confortable, lo consistente y lo digerible. Podría parecer incluso que la labor del editor se ennoblecería en proporción directa a la edición de los textos acogidos bajo el polivalente epígrafe de «clásicos». Pero ésa sería la responsabilidad más soportable y desde luego la menos comprometida para el editor. Leibniz advierte que no se puede juzgar «despectivamente a los hombres de talento» por el hecho de que sean modernos, ya que «vendrá un tiempo en el que también nuestras obras serán antiguas» (Diss., I). He mencionado a Leibniz, porque he querido que él fuera mi Virgilio por los tortuosos círculos del quehacer editorial, o el fabricante de las gafas cuyas discutibles virtudes quisiera exponer aquí.
[1] Cf. Campoamor, «Las dos linternas», Doloras, LIX.
[2] Tomás de Aquino lo enunció así: «Naturaliter inest omnibus hominibus desiderium cognoscendi causas eorum, quæ videntur. Unde propter admirationem eorum, quæ videbantur, quorum causæ latebant, homines primo philosophari cœperunt» (Summa contra Gentiles, III, 25).