La prehistoria de la ciencia ficción

El pasado jueves 26 de abril se presentó el libro de Pollux Hernúñez, La prehistoria de la ciencia ficción, editado por Rey Lear en su colección «Breviarios». A Pollux Hernúñez lo conocen bien nuestros lectores por su artículo Unamuno y la ETA, recogido aquí mismo el 2 de enero de 2012. El libro fue presentado por Alicia Mariño y Emilio Pascual en la librería Lé de Madrid (Paseo de la Castellana, 154). Transcribimos el texto de presentación de Emilio Pascual.

Cuando en 1967 los aficionados a la novela policíaca leímos el libro de Fereydoun Hoveyda, Historia de la novela policíaca, editado por Alianza y traducido del francés —con un prólogo de Cocteau del año 55, diez antes de la edición definitiva—, uno de los capítulos que más nos sorprendió fue el primero, significativamente titulado «De Arquímedes a Arsenio Lupin, pasando por el juez Ti». Algunos descubrimos en ese capítulo que ya en el siglo VII, y por tanto doce antes de que el Auguste Dupin de Poe nos asombrara con sus deducciones, hubo Tres casos criminales resueltos por el Juez Ti, un juez que existió realmente en la corte de los emperadores Tang.

Puestos a remontarse, dedicó un apartado a los «lejanos orígenes de la novela policiaca». Cuando Jardiel Poncela investigó el origen de la pluma estilográfica, empezó su humorístico ensayo con estas palabras: «El origen de la pluma estilográfica se pierde en esa oscuridad oliente a queso de Gruyère que se denomina noche de los tiempos». Pues bien, también Fereydoun Hoveyda empezaba de modo parecido, aunque sin Gruyère: «Digamos para empezar que los orígenes de la novela policiaca se pierden en la noche de los tiempos». Así supimos, que la deducción por las huellas se halla en el folclore céltico y en el de los indios americanos; que literatura escrita con estos ingredientes puede rastrearse en la Biblia, en Heródoto y en la Eneida. Incluso en una fábula de Esopo, que pasada por la medieval Leo senex et vulpis y por La Fontaine llegó hasta nuestro Samaniego, el cual la versifica así en la titulada El león y la zorra:

Acércase la zorra de callada,
y a la puerta asomada
atisba muy despacio
la entrada de aquel cóncavo palacio.
El León la divisó y en el momento
la dice: «Ven acá; pues que me siento
en el último instante de mi vida,
visítame como otros, mi querida.»
«¡Cómo otros! ¡Ah señor!, he conocido
que entraron, sí, pero que no han salido.
Mirad, mirad la huella,
bien claro lo dice ella» (vv. 17-28).

Y añade el autor: «¿No es esta acaso un prefiguración del detective moderno, buscando pistas e indicios en las calles de las grandes ciudades». A raíz de esto, no tiene empacho en afirmar: «No se extrañen, pues, si afirmo, que Arquímedes fue uno de los primeros grandes detectives de la historia». Luego rastrea historias criminales en Plinio el Joven, habla de Edipo, de los shakespearianos Hamlet y Enrique VI, de Las mil y una noches, del Zadig de Voltaire, que hereda alguna de sus historias. No recuerdo ahora si, aparte de la mención de la Biblia de pasada, propone algún ejemplo concreto; pero puedo testificar que también el profeta Daniel resulta ser un agudo detective, pues descubre la culpabilidad de los viejos y la inocencia de Susana tras un hábil interrogatorio, como también la superchería de los sacerdotes de Bel, que querían hacer creer al rey Ciro que Bel era un dios vivo porque comía y bebía en grandes cantidades cada día, hasta que Daniel demostró que los devoradores de víveres eran los propios sacerdotes, quienes habían horadado un pasadizo secreto hasta el recinto del dios, pero ignoraban que Daniel una noche había extendido ceniza sobre el pavimento para que sus propias huellas delatasen la superchería (Dn 14,1-31).

Cuando en los años 80 pensamos en la arquitectura de la colección «Tus Libros», decidimos que cada una de sus diez columnas llevara una introducción general a cada género. Juan José Millás se encargó de hacer la de la serie de Ciencia-ficción. Era octubre y 1982, casi treinta años ha mondieu. Millás, en el apartado titulado «los orígenes de la ciencia-ficción» (entonces todavía se escribía con guion y tilde en él), intentaba desbrozar el confuso territorio del género por vía negativa, para empezar eliminando lo que no era literatura de ciencia-ficción y quedarse solo con lo específico. Los orígenes más próximos los situaba en el tiempo a finales del siglo XIX; los pioneros, en los nombres de Verne y de Wells; los factores que propiciaron la aparición del género, en el maquinismo y la revolución industrial. Y, en fin, puestos a poner una fecha y unos nombres que lo sintetizaran todo, 1911, en América, un cuento titulado Ralf 194 C 41 +, a cuyo autor, Hugo Gernsback —también citado en el libro que ahora presentamos, como no podía ser menos, y precisando además que se trata de «un luxemburgués emigrado a Estados Unidos»—, «se atribuye la paternidad del término Science-fiction», que acabó adquiriendo carta de naturaleza en el mundo anglosajón en torno a 1927. A partir de ahí, la historia.

Pero resulta que tengo en mis manos este libro titulado La prehistoria de la ciencia ficción. Su autor, que no necesita ninguna presentación, tan preciso él, empieza haciendo la siguiente precisión: «Cuando Gernsback acuñó el vocablo scientifiction en 1916, no sabía que science fiction existía en inglés desde 1851, cuando en su Librito serio sobre temas antiguos, W. Wilson escribía: “En la science fiction podrán exponerse las verdades reveladas de la Ciencia, entretejidas en una historia amena que podrá ser poética y verosímil”» (pág. 27). Pues bien, lo que Pollux Hernúñez nos propone en este libro, que no tiene una línea de desperdicio, es justamente lo que antecede a estas coordenadas; no en vano lleva un subtítulo tan suficientemente expresivo como «Del tercer milenio antes de Cristo a Julio Verne». Fíjense: si Fereydoun Hoveyda nos admiraba en su Historia de la novela policíaca remontándose al mundo griego y bíblico (es decir, en torno al siglo VIII anterior a nuestra era), imagínense la tarea de documentación y rastreo que exige un librito como este que se remonta casi al Paraíso terrenal. (No olviden que el obispo Ussher, tras minuciosos cálculos bíblicos, llegó a la conclusión matemática de que el hombre fue creado el 23 de marzo de 4004 a.C. a las nueve de la mañana).

Antes he dicho que no tiene una línea de desperdicio, y ahora lo he llamado librito, pero no con ánimo despectivo, sino descriptivo e incluso valorativo. El propio Fedro llamaba libellus (‘librito’) al de sus fábulas. Méga biblíon, méga kakón, dijo el viejo Calímaco, aquel poeta griego para quien «un libro grande es un grande mal». Este no es, pues, un grande mal, sino un libro riguroso de arquitectura y de síntesis. Nuestro Cervantes, en cuya semana estamos, cuando decidió sepultar a don Quijote, quizá hastiado por la aparición del falso de Avellaneda, dijo en las últimas líneas del prólogo «que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo». Y esto lo escribió más de 30 años antes de que Gracián estampara en su Oráculo y arte de ingenio la célebre y concisa frase tantas veces recordada: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». Esta Prehistoria es buena por sí, y además breve, lo que la hace doblemente buena.

Que en apenas cien páginas el autor haya llegado hasta las fuentes del Nilo con la precisión y rigor que lo caracteriza es realmente digno de todo elogio. El lector hallará aquí seres extraordinarios huidos de cualquier mitología; antiguas máquinas extrañas, construidas con el utópico deseo de superar el espacio y hasta el tiempo; diluvios sorteados con naves imposibles; islas, como la del Sol o la de los Sueños, que ya encerraban utopías que apenas se atrevieron a imaginar los utopistas de los siglos XVI y XVII; las tierras hiperbóreas, que al fin describiría Olao Magno, y tanto sedujeron a Cervantes que acabó incluyéndolas en el Persiles; viajes a los lugares más inesperados, incluidos la luna, el sol y hasta el cielo y el infierno; anillos que hacen invisible a su poseedor o que aseguran la riqueza eterna; arrebatos, transfiguraciones, invulnerabilidad, espadas invencibles; hasta un gigantesco túnel que comunica los polos de la Tierra.

Haría un flaco servicio a los lectores descendiendo a más detalles. Pero sí añadiré que, del mismo modo que Cide Hamete Benengeli pedía que no se menospreciara su trabajo y se le dieran alabanzas no por lo que había dicho sino por lo que había dejado de decir, pido yo lo mismo a los lectores de este libro: a los aficionados al género, porque, si no las fuentes del Nilo, hallarán muchas otras fuentes de sorpresas; y para los curiosos de la literatura en general, porque verán huellas de máquinas, viajes y deseos insatisfechos, en los más remotos e insospechados textos, algunos tan nobles como el Poema de Gilgamesh, la Ilíada, la Biblia o la República de Platón. En el Persiles cervantino encontramos una melancólica constatación: «Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían su deseos» (II,4). Este libro, con su recorrido por el espacio y el tiempo de los deseos humanos, es otro testimonio que permite deducir que hasta la ciencia más asentada podría ser tan solo la prehistoria de otra ciencia que en este momento solo como ficción podemos todavía vislumbrar.

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