Mobilis in mobili. Biblioteca móvil en un medio imposible, con una movilidad nunca imaginada antes del siglo XIX, fue la biblioteca del Nautilus, aquel barco submarino ideado por un hombre aquejado de una misantropía tan irreparable como documentada.
No consta que en su biblioteca estuviera el Kempis, y así no sabemos si conoció aquel aserto: «Cada vez que estuve entre los hombres volví menos hombre». Pero, si en ella se hallaban «las obras maestras de antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más hermoso en los campos de la historia, la poesía, la novela y la ciencia», es harto probable que hubiera algún volumen con la historia de Timón de Atenas, a pesar del rencor que siempre experimentó por los ingleses. Cabe suponer que nunca había olvidado el lamento de Timón: «Timón se va a los bosques, donde encontrará a la más salvaje de las bestias más tierna que al género humano». Pero el hombre que decidió vivir en el mar quizá ni siquiera habría preferido los caballos, como el capitán Lemuel Gulliver, dada su aversión al «insoportable yugo de la tierra».
El capitán Nemo hablaba francés, inglés, alemán y latín, cumpliendo con creces dos versos de Borges: «Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón, / profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín». Había sufrido por culpa de los humanos e ideado un submarino para huir de la tierra y sus habitantes. Él era «su capitán, su constructor y su ingeniero». En él instaló su biblioteca.
La biblioteca del Nautilus habría sido «el orgullo de más de un palacio». Estanterías en palisandro negro con incrustaciones de cobre, divanes de cuero marrón, atriles móviles, encuadernaciones primorosas… Constaba de 12.000 volúmenes, un número destinado a permanecer inalterable. «Abundaban los libros de ciencia, de moral y de literatura escritos en las lenguas más diversas»; en cambio estaban «severamente proscritas» las obras de economía política. En literatura e historia, apenas podría hallarse una laguna importante desde Homero a Víctor Hugo, desde Jenofonte a Michelet o desde Rabelais a George Sand. Y, sin embargo, predominaban los libros de ciencia sobre cualquier otro género posible. Ahorraré al lector el catálogo de científicos decimonónicos que poblaban las estanterías, desde Arago[1] al jesuita italiano Pietro Angelo Secchi. Sólo mencionaré Los fundadores de la astronomía moderna: Copérnico, Tycho Brahe, Kepler, Galileo y Newton, de Joseph-Louis-François Bertrand, porque, según el profesor Aronnax, era el libro más moderno de la biblioteca: su edición, de 1865, delimitaría así inequívocamente la fecha de construcción del Nautilus[2].
El profesor Pierre Aronnax, autor de la única biografía autorizada del capitán Nemo y de «una obra en cuarto en dos volúmenes intitulada Los misterios de los grandes fondos submarinos»[3], pudo considerarse bienaventurado por haber visto lo que muchos hubieran deseado ver y nunca vieron. Tal vez por eso no quiso dejar de consignar una treintena de cuadros que tapizaban las paredes de un salón contiguo a la biblioteca. Y tal vez por eso tampoco sea ocioso recordar que, al lado de Rafael, Leonardo, Correggio o Tiziano, podía distinguirse un Murillo, un Velázquez, un Ribera; ni faltaban reproducciones a tamaño reducido de las más bellas estatuas de la antigüedad. «En verdad se trataba de un museo», anota el profesor. En verdad. Y, aunque este libro no trata de museos, sino de bibliotecas, no sería justo abandonar la pinacoteca sin evocar el «órgano de gran tamaño que ocupaba una de las paredes del salón», al que a veces el capitán arrancaba acordes apasionadamente melancólicos, así como el montón de partituras de Weber, Rossini, Mozart, Beethoven, Haydn, Meyerbeer, Hérold, Wagner, Auber o Gounod. Según el capitán Nemo, todos eran «contemporáneos de Orfeo, pues las diferencias cronológicas desaparecen en la memoria de los muertos».
El profesor Pierre Aronnax, que, como Edipo a la Esfinge, alguna vez miró al capitán Nemo con un pavor no exento de admiración, concluye su crónica con una tabla de interrogaciones. Desconoce el paradero y el destino del capitán, aunque no se resigna a perderlo para siempre.
El profesor Pierre Aronnax, que mereció el más alto elogio del capitán Nemo el día en que le dijo: «Usted puede comprenderlo todo, incluso el silencio»[4], atinó en su presentimiento. Algún tiempo después de esta peripecia submarina pudieron adivinarse sus huellas en una isla misteriosa de localización incierta. Por desventura, sí parece comprobado que desapareció el Nautilus, y con él la biblioteca, y con ella un manuscrito del capitán, escrito en varias lenguas, que contenía el resumen de sus estudios sobre el mar y verosímilmente el doloroso misterio de su vida.
No se ha localizado la tumba del capitán Nemo. Tampoco consta que hubiera un epitafio. Resultaría disonante en ella uno como el que dicen que puso Timón de Atenas en la suya:
Aquí duermo yo, Timón,
que en vida detesté a todos los hombres
[1] La saga de los Arago se reparte entre la literatura, la ciencia y la política. Pero las obras que aumentaron el número de volúmenes de la biblioteca del Nautilus fueron las de Dominique-François-Jean Arago (1786-1853), a quien sorprendió en España la Guerra de la Independencia y fue detenido por espía. Habitó el castillo de Bellver, como antes Jovellanos, en calidad de preso. Conoció la evasión, el cautiverio corsario, el fuerte de Rosas y la cárcel de Palamós. También la gloria y la Academia. Al final de su vida pudo permitirse la precaución de ser ciego: su prodigiosa memoria le consentía recordar pasajes enteros con oírlos una vez, como Mozart la música. Una estatua de Mercié en Perpignan mantiene su recuerdo. La historia ha rescatado asimismo del olvido los nombres de dos hermanos, un hijo y un nieto.
[2] El minucioso profesor se equivocaba, Olvidó que apenas un mes después, exactamente el 11 de diciembre, él mismo estaba leyendo Los servidores del estómago, «un libro encantador de Jean Macé». Ese libro fue publicado por Hetzel en 1866. Es decir, un año después.
[3] Es casi un pleonasmo añadir que el libro del profesor Aronnax estaba en la biblioteca del Nautilus.
[4] «Usted lo comprende todo», le diría medio siglo después Larisa Fiodórovna a Yuri Zhivago en los umbrales de un amor tan previsible como tortuoso. El último poema de Crepusculario, Neruda lo había precedido de un «Yo lo comprendo, amigos, yo lo comprendo todo».