Hígado

Para Claudia

 

 

A mi sobrina Claudia le gusta mucho el foie-gras (o fuagrás), y no se le escapa la notable diferencia entre el foie-gras y el paté. En otro orden de cosas (y de significado del verbo ‘gustar’), le gustan también los corderillos como el del Principito, las ocas o gansos de los cuentos de Grimm, y hasta los patos de la charca de Tejares. Cuando le pregunté si sabía lo que significaba hígado, ella ignoraba que esta palabra habría de llevarnos hasta las ocas, los gansos y los patos.

Hígado viene del latín ficatum… De eso no hay duda; pero, si ficatum viene de ficus, que significa ‘higo’ o ‘higuera’, y en latín hígado es iecur, ¿qué tiene que ver el hígado con los higos?

El origen está en una receta de cocina. Marco Gavio Apicio fue un notable cocinero romano del siglo I, que —suponemos— fue el autor de un libro de cocina titulado De re coquinaria, o Cocina romana en la traducción de Bárbara Pastor Artigues. No sabemos mucho de Apicio, pero Séneca —fuera o no fuera el mismo— nos contó el final de un Apicio, desaforado sibarita:

 «Tras haber tirado en la cocina cien millones de sestercios —escribe Séneca— y haberse engullido en sucesivos banquetes tantos regalos de los príncipes y la desmesurada comisión del Capitolio, urgido por el endeudamiento, se vio obligado a inspeccionar por primera vez sus cuentas: calculó que le iban a quedar unos diez millones de sestercios y, como si hubiera de vivir muerto de hambre con solo diez millones de sestercios, puso fin a su vida con veneno. ¡Qué afán de lujo no tendría este hombre, para quien diez millones de sestercios representaban la indigencia!» (Consolación a Helvia, 10, 9-10).

Los diccionarios latinos suelen definir el ficatum como el «hígado del ganso [o del pato] cebado con higos». De hecho Apicio distingue entre el hígado (iecur) de los demás animales y el ficatum, el hígado específico de las ocas y patos atiborrados de higos para que adquiriera un tamaño hipertrofiado. El propio Plinio habla en su Historia Natural de este «invento de Marco Apicio que consiste en engordarlas con higos secos» (Nat. Hist. 8, 209). Y Horacio menciona un manjar exquisito, que no es ni más ni menos que «el hígado de una oca blanca cebado con pingües higos» (Sat. 2, 8, 88).

Así pues, en el latín vulgar —y en las lenguas romances— el adjetivo prevaleció sobre el sustantivo, e incluso cambió la acentuación, y el ficātum llano se convirtió en ficătum esdrújulo. He aquí cómo los higos nos han dejado un hígado «higadado», y solo algún humorista como Miguel Agustín Príncipe nos permite ver la vieja palabra latina debajo:

Mira, pues, cómo le dejas,
o le cuelgo de un alámo,
que soy hombre para hacerlo
y tengo malos higádos».

 (Naturalmente, he puesto las tildes falsas en los versos pares para que nadie lea lo que no debe).

Corominas lo ha resumido así:

 «De interés para la etimología de hígado es la denominación castellana de higaja ‘hígado, especialmente el de las aves y animales pequeños’, que la Academia recoge como desusado en sus ediciones del siglo XX [y en las del XXI], y que siendo derivado castellano de higo nos muestra la supervivencia de la costumbre culinaria de engordar con higos a los animales cuyo hígado se utiliza para la alimentación».

Esta higaja que menciona Corominas se halla en una farsa del salmantino Lucas Fernández (1474-1542), la de la doncella, el pastor y el caballero, en cuyos versos 276-84 podemos leer:

Si no, ved, tentadme aquí
cuánto el corazón me late,
y me combate
desde denantes que os vi.

Todo estoy concallecido,
la intención, ¡triste!, me duele;
la memoria y el sentido
he ya perdido;
la higaja se me desmuele…

El pastor habla de su propio hígado, claro, y es evidente que le dolía de amor, no de haberse atiborrado de higos. Como también es evidente que, después de tantas digresiones, Claudia no volverá a preguntarme por ninguna otra palabra del diccionario.

Ambrose Bierce acaba así su definición de «hígado» en el Diccionario del Diablo: «El hígado es el don más grande que Dios ha dado al ganso, sin el cual esa ave no sería capaz de suministrarnos el foie-gras de Estrasburgo». Él no podía saber que en la actualidad ese manjar está prohibido en más de una docena de países, por considerar su producción una variante más del maltrato hacia los animales.

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3 comentarios en «Hígado»

  1. Sin duda, Claudia habrá satisfecho su curiosidad etimológica con tan hermoso y bien trabado artículo dedicado por su tío; probablemente, también, seguirá despierto su apetito porque el manjar lo vale (y me cuentan que se saborea incluso mejor con un Sauternes, pero no sabemos si Claudia tiene edad para ello).
    Eso no empece para que rompamos una lanza (o un plato, ya puestos) por los antiguos egipcios y griegos, que también tendrían algo que decir en esto de engordar ocas para degustar sus foies. No vamos a discutir la prioridad del gran Apicio en la confección de su célebre recetario, pero probablemente la expresión hépar sykotón en griego antiguo, de la que procede el moderno sykóti («hígado») y cuya estructura es paralela a la de iecur ficatum, pueda ilustrarnos sobre esa práctica en Grecia y sus orígenes más remotos.
    Las fuentes nos lo aclararán: ¿será materia para otro artículo tan delicioso como el de arriba? En fin, al menos nos ha dado para una sesión de… sicología.

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    • Tiene toda la razón don Euclides Cantero, que en materia de lenguas —y muy singularmente en griego— no va a la zaga de Cansinos-Assens y quizá no ande muy lejos del capitán Burton. De ellos dejó Borges escrita la siguiente apostilla en «Los traductores de las 1001 Noches», de Historia de la eternidad: «En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos». Don Euclides, que en las suyas es bastante más preciso que ellos, es además editor de «La moderna», donde nos ha dejado plaquettes inolvidables como muestra de su buen hacer.
      Digo que tiene razón en sus precisiones. Omití que el propio Corominas habla del «influjo de la denominación griega sycotón (derivado del gr. sȳkon ‘higo’), imitado en latín vulgar con una pronunciación sýcotum». Pero no quise extraviarme por más vericuetos, pues ya Claudia, que tiene diez años y todavía no ha leído el Quijote, ha venido a decirme como Urganda la Desconocida: «No te metas en dibu- / ni en saber vidas aje-». Y pues me ha reprochado que me voy demasiado por las ramas, como ya contaré otro día, quédese aquí, mi reverenciado señor don Euclides.

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  2. Tiene usted razón, querido amigo Emilio, preclaro editor de estas ciberpáginas, que desconocía yo la edad de Claudia. Ya tendrá tiempo de vagar por esos caminos de la erudición más adelante.
    Dicho lo dicho, y agradeciéndole su respuesta, me ha venido a la memoria aquel viejo refrán que reza «La sombra de la higuera no es buena, y la del nogal trae mucho mal» [apostilla: a un servidor, la higuera le parece un hermosísimo emblema del Mediterráneo, tanto como puedan serlo el olivo o la vid].
    Y, busca que te rebusca, he encontrado en la red este poema de Juana de Ibarbourou que puede que aprecie Claudia:

    Porque es áspera y fea,
    porque todas sus ramas son grises,
    yo le tengo piedad a la higuera.

    En mi quinta hay cien árboles bellos,
    ciruelos redondos,
    limoneros rectos
    y naranjos de brotes lustrosos.

    En las primaveras,
    todos ellos se cubren de flores
    en torno a la higuera.

    Y la pobre parece tan triste
    con sus gajos torcidos que nunca
    de apretados capullos se viste…

    Por eso,
    cada vez que yo paso a su lado,
    digo, procurando
    hacer dulce y alegre mi acento:
    «Es la higuera el más bello
    de los árboles todos del huerto».

    Si ella escucha,
    si comprende el idioma en que hablo,
    ¡qué dulzura tan honda hará nido
    en su alma sensible de árbol!

    Y tal vez, a la noche,
    cuando el viento abanique su copa,
    embriagada de gozo le cuente:

    ¡Hoy a mí me dijeron hermosa!

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