Vuelvo a abrir las páginas del librito de Georges Perec (1936-1982) L’infra-ordinaire [1] por donde dejé doblados algunos de sus cantos hace años y releo las páginas dedicadas a «La rue Vilin», cuya primera publicación se remonta al 11 de noviembre de 1977 en el periódico L’Humanité.
«La rue Vilin» es uno de los ocho textos de L’infra-ordinaire, que van desde una exposición del concepto de lo «infraordinario», en el que Perec basa una especie de poética de lo cotidiano («lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, […] lo evidente, lo común, lo ordinario, […] el ruido de fondo, lo habitual»), hasta el hilarante surtido de píldoras de humor que constituyen las líneas de 243 tarjetas postales imaginarias (con dedicatoria a Italo Calvino), pasando por una lista de los alimentos líquidos y sólidos supuestamente ingeridos por el escritor a lo largo de todo un año.
Los amantes de la taxonomía quizá duden en clasificar «La rue Vilin» como un relato, una narración o un mero artículo periodístico. No tiene que preocuparnos demasiado esa disquisición: es literatura.
En «La rue Vilin», Perec sigue un esquema claro y sobrio: se trata de la exposición de sus observaciones tras cinco visitas efectuadas a esa calle de París entre el 27 de febrero de 1969 y el 27 de septiembre de 1975. En cada uno de esos paseos, que vertebran los cinco breves capítulos de la narración, Perec recorre la calle en un sentido y en otro, anotando y relatando lo que ve y con quién se cruza, las fachadas de los edificios, los establecimientos situados en los bajos, las viviendas y algunos de sus vecinos; y lo hace número tras número, pares, impares, arriba y abajo, siguiendo un ritmo rápido que a veces subrayan cierto martilleo o la música ambiente.
Algunas pinceladas sirven para situarnos en el contexto del momento: expropiación de solares, construcción de viviendas de protección oficial en el barrio de Belleville, incidentes entre ciudadanos judíos y musulmanes, carteles del Partido Comunista…
Como si se tratara de un naturalista o de un explorador, sin apenas artificios, Perec nos acerca al comienzo de su relato a un paisaje de mercerías, peluquerías, tiendas, bares y hasta algún hotel, que intentan sobrevivir entre otros locales ya cerrados y cuyos rótulos han ido feneciendo, carcomidos por el óxido, o despintándose de las fachadas, como espectros que se desvanecieran al paso del narrador. Por aquí y por allá, puertas tapiadas, ventanas condenadas, un mundo en el que no se abre paso la luz.
Desde las primeras páginas siente el lector un desasosiego que crece conforme avanza la desaparición de otros lugares de ese paisaje urbano. Vuelven las visitas, pasan los meses, unas viviendas sucumben, la calle se despuebla. Pese a la resistencia de algunos edificios («aún siguen en pie», apunta tras una visita) y a los signos de la vida que busca un asidero (los gatos, alguna moto de colores vivos, la ropa tendida), la demolición de buena parte de la calle se refleja en unas palabras certeras: más allá de tal número «ya no queda nada», un erial.
Quizá esa es la magia de un relato en apariencia seco; como si la escritura de Perec hubiese atrapado el instante en que alguien apaga las lámparas de una gran sala —una tras otra, poco a poco, mientras la abandona el público— hasta dejarla sumida en la oscuridad, en cada capítulo van desapareciendo las luces de viviendas y almacenes. Con una encomiable economía de medios y en una serie de párrafos testimoniales, Perec transmite al lector algo muy difícil, tanto por lo que tiene de intangible como porque no queda verbalizado explícitamente: el sentimiento de una ausencia que, además, parece irremediable y contrasta con lo que adivinamos que había sido antaño la vida en esa calle.
Perec, de origen judío, da algunas pistas sobre la hondura de esa ausencia: en el n.º 1 habían vivido sus abuelos maternos, en el n.º 24, había vivido él y había tenido una peluquería su madre. Una de las vecinas le dirá que la peluquera «no se había quedado mucho tiempo». Una mención al trazado sinuoso de varias esquinas de la calle sugiere que su aspecto, según transcribe, sería algo así como «SS». Una pintada equipara trabajo y tortura. Evocaciones del desastre que supuso para él la II Guerra Mundial, en la que perdió a su padre, muerto a causa de la explosión de un obús, y a su madre, deportada a Auschwitz y víctima del holocausto en 1943.
En una entrevista de 1976, Perec declaraba que quería dejar constancia del recuerdo de una calle que llevaba años agonizando y que estaba a punto de morir. El lector intuye que no se trataba solamente de esa humilde calle de París. Su memoria y su escritura consiguieron que con el material de lo infraordinario trazara algo extraordinario: una geografía de la ausencia.
[1] Publicado póstumamente en 1989 por Seuil. Compruebo que existe traducción al español a cargo de Mercedes Cebrián, Lo infraordinario, publicada por Impedimenta. La cita entrecomillada del segundo párrafo procede del primer capítulo de esa versión española, publicado en el sitio web de la editorial y que puede consultarse aquí. La traductora recibió los premios Mots Passants de Traducción y Tormenta en un Vaso 2009 al mejor libro traducido del año.
¿Donde está la Rue Vilin? Solo hallo unos tres bloques de modernas viviendas a la entrada del Parque de Belleville.
Efectivamente, queda poco de la rue Vilin (situada donde dice usted, en el distrito 20 de París, entre la rue des Couronnes, la rue Julien Lacroix y la rue Bisson).
Precisamente, el proceso que describe Perec es el de demolición de la mayor parte de las viviendas de la calle y de otras zonas aledañas para construir el parque de Belleville.
Pues este es el caso, Sr. Navarrete, que Google me dejó con las ganas y pensé, como Sancho, «en cada tierra su uso»: y del mismo modo que «en el Toboso se usa edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes» (II 9,20) quizá en París se usa demoler la casa donde viviera Perec.
No le faltaba razón a Sancho, amigo Trascandil, aunque lo de la piqueta parece ser un fenómeno universal. No obstante, las alturas de Belleville y Menilmontant forman parte de los escenarios de muchas películas rodadas en París; pequeño consuelo, pero algo es.
De todas formas, aunque no sigue en pie la casa en que vivió Perec en su infancia, sí permanece su obra, entre la que se encuentra ese maravilloso edificio que es La Vida instrucciones de uso. Y sobre Perec volveremos en su momento (con permiso de los rectores de este sitio), no solo por el resto de su obra, sino porque, como sin duda sabe usted, era un gran admirador de la literatura de Verne, a la que estas páginas han reservado un buen espacio; y es que me atrevo a afirmar que la de Verne es una obra que ofrece «partos al mundo que le colm[a]n de maravilla y de contento».
Y usted ya me entiende…