Hace unos años, mi amigo José Luis González-Balado me pidió unas «divagaciones» sobre las fronteras, si las hay, entre la literatura infantil y la adulta. Accedí a su solicitud y le escribí estas líneas:
Me pides una divagación —no un pendoneo— sobre esa indecisa frontera, tan ilegal, tan anarquista, que cambia de color con las horas del día, de situación como la línea del horizonte. Frontera burlona que suele ser castigo de teóricos y regocijo de quienes, con premeditación o inocencia, se atreven a ignorarla. Maimónides escribió una Guía de perplejos; Fenimore Cooper, muchos relatos de frontera. ¿Por qué no haberse dirigido a ellos?
Ante una pregunta como esta es invencible la tentación de recurrir a los archivos de la memoria. Y seguramente es un recurso tan falaz como otros intentos de sistematización de los límites y márgenes de la literatura infantil. De mí sé decir que, perdido en uno de aquellos páramos castellanos sin luz ni agua —donde la fluidez de un calmo manantial dependía de la generosidad de las nubes, y la luz, de la cólera del viento—, esperaba con impaciencia la llegada mensual de El Promotor (con su diminuto subtítulo «de la devoción a la Sagrada Familia», que solo mucho más tarde percibí), como los norteamericanos del siglo XIX salían a recibir el barco que traía las entregas de las novelas de Dickens. También El Promotor venía publicando por entregas aquellas novelas ejemplares que alimentaban nuestro espíritu. A mi madre le gustaba más La Nicanora; a mí, Marcelino Pan y Vino: todos leíamos ambas.
A veces los palos del tendido eléctrico, endebles de carcoma e intemperie, no soportaban los embates de la tormenta, y nos quedábamos a oscuras, sin esperanza de remediar por aquella noche las tinieblas. Mi padre encendía entonces el carburo (¿quién recuerda ya la forma, quién el nombre siquiera de aquellas lámparas de acetileno?), y nos acogíamos a los bordes de su penumbra a concluir el capítulo interrumpido. No hay luz más sabrosa, quizá por su incertidumbre, que la precaria llama de una vela, como no hay mejor manta que la que te defiende del soplo y de la lluvia cuando acosan el cristal de tu ventana.
En verano, justo salario a mis andantes oficios de mochilero, cenaba en casa de mis abuelos. Mi abuela tenía la cálida costumbre de poner la fuente de patatas —con bacalao a las veces, viudas las más— a una temperatura rayana en la ebullición. Mi abuelo, conocedor por experiencia de tan irreprimible hábito, tenía a su izquierda mano, encima de la cantarera, una obra de teatro de la antigua colección «La Farsa», cuyo título jamás conocí porque le faltaban la cubierta y las dos primeras hojas. En espera de que se apaciguara la canícula del plato, mi abuelo abría la pieza y leía algunas escenas muy a su sabor. Subrayaba los diálogos con frecuentes carcajadas, que, ido él, aún son visibles para mí como la sonrisa del gato de Cheshire. Con el tiempo apareció sobre la cantarera un volumen de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, y hacíamos intercambio durante los calurosos entremeses, hasta ese momento incierto en que veíamos que el plato, a veces traidoramente, dejaba de humear. De la obra de teatro solo recuerdo el nombre de un personaje, Gerardo, y una acotación: «Mutis Gerardo por foro».
Se cuenta que, en cierta ocasión, leyendo u oyendo García Lorca el célebre verso de Rubén Darío, «que púberes canéforas te ofrenden el acanto», comentó con su poquito de sorna: «De ese verso solo he entendido tres palabras: que, te y el». Es probable que de aquella acotación yo no entendiera más que la palabra por, y sé que tergiversé el cabal sentido de otras, leídas o solo oídas. Nunca he olvidado la carcajada de mi abuela cuando, al descubrir el significado real de la palabra «cuartel», comenté asombrado: «Ahí va, si yo creí que cuartel era una bandeja con copas». ¿Por qué extraña asociación de ideas había yo llegado hasta semejante identificación? A raíz de aquella plancha (y de otra real con depósito de ascuas, gatera para el fuelle, guardamano y chimenea, cuya forma me remitía indefectiblemente a la eufónica palabra «Valladolid») averigüé que el Diccionario podía ser uno de los libros más apasionantes de la literatura infantil. Si añadiera que Las mil mejores poesías y una obra de teatro innominada son dos buenos libros de literatura para niños, te asistirían todas las razones para desterrarme de tu familiaridad per sæcula sæculorum.
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Me pedías una divagación, y hasta ahora estoy cumpliendo escrupulosamente (ya te avisé de la falacia que encierra la invocación a la memoria. Si hurgaras en los recuerdos de otros cien entrevistados, fácilmente podrías erigir una caprichosa biblioteca con medio millar de libros sorprendentes). Yo sé que he sido muy parcial limitándome a esos cuatro libros y que debo añadir al menos los que otra vez mencioné en el Elogio de la biblioteca escolar. «Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia» (Quijote, II, pról.), pero, si quieres que abstraiga un poco más, podría generalizar diciendo que los libros infantiles, como los diez mandamientos, se encierran en dos: los que los niños leen porque fueron escritos para ellos, y los que leen a pesar de no haber sido escritos para ellos. En medio se podría situar un disputable limbo donde disponer, en espera de más sosegado veredicto, los que a pesar de ser escritos para ellos fueron abandonados entre la tercera y la décima página, y aquellos que, independientemente de su destinatario, lo fueron sin motivo. Quizás a éstos habría que dedicar nuestro cuidado, porque las evidencias no necesitan corroboración.
¿Qué hace que un libro objetivamente bueno —con esa dudosa objetividad que acompaña a toda literatura— sea rechazado de plano por el niño? ¡Fronteras! Quizá la primera exista tan solo para ser traspasada, para hacer una incursión de aprendizaje en el ámbito equívoco de su misterioso territorio. Lo primero que hay que conquistar, acaso lo único que es lícito conquistar, es el interés; un interés que puede coincidir con aficiones fácilmente deducibles y que a ratos hay que sugerirlo, compartirlo, ofreciéndolo a los ojos y la imaginación. Pero hasta el interés es hijo de su tiempo y suele perecer asfixiado ante las agresiones de toda una máquina de nuevos intereses. Bien sé yo que hoy sería algo milagroso arrebatar el interés de nadie con Las mil mejores poesías, imposible con una obra de teatro innominada, remoto con un diccionario. En aquel tiempo, adentrarse en un libro era menos habitual, más mágico, y a ello quizá ayudaban los grises atardeceres invernales o el resplandor furtivo de la nieve. ¿Cómo competir con la llamada de esas imágenes impulsivas que te solicitan sin solicitarlas? Reclamos, atracciones, intereses.
¿Estará esa frontera en el lenguaje? ¿Estará? Depende de la sabiduría de su uso. El lenguaje sirve para entenderse, y también para descubrirse; para conocer, y también para reconocerse. ¿No decía un eslogan aplaudido que «leer es una aventura»? ¿Y dónde puede haber aventura con quinientas palabras de bagaje? Una lengua sin misterios es una lengua muda, como no hay aventura sin un armonioso tejido de venturas y desventuras. No es cosa manifiesta que el Diccionario sea un libro de aventuras; tampoco es improbable que se pueda correr una vehemente aventura en él. Tesoro lo llamaban los antiguos, y solo lo encuentra quien lo busca. Las palabras desconocidas son como la rima consonante: en manos de un poeta dan poesía; en las de un poetastro, materia de condenación. Ya se ve: depende de la sabiduría de su uso.
Se habla de géneros, de géneros fronterizos, de otros inaccesibles. Yo no sé si hay géneros preferentes y cuáles. La literatura es como el alimento: debe ser siempre completo y equilibrado. (Solo en esa época particularmente frágil de la lactancia habrá que acomodarse a la leche espiritual, como hizo Pablo de Tarso, para evitar desarreglos irreparables). Y en cuanto el estómago lo permita, solo es cuestión de sensatez y dosis. Entiéndaseme: no estoy recomendando Ser y tiempo. Y, aun en este caso, siempre me quedará la duda de si el merecido rechazo se debe a que es un libro de filosofía dura o a que, según confirmó Borges, «Heidegger escribe un alemán abominable».
¿Estilo entonces? ¿Y qué es el estilo? Si fuera el carácter que imprime cada autor a su escritura, no insistiría. Bastaría con reconocer matices y diferencias, y así diríamos que este es grave y aquel sencillo, como decimos que tal pintor prefiere los malvas y tal otro los ocres. A estas alturas podemos ser más modestos y conformarnos con que el estilo etimológico no esté embotado, o tan mellado que arañe las tablillas. Si en algo hay que abominar de las fronteras es en la aplicación del nombre de literatura a especies que pertenecen a otro reino. Ahí no hay adjetivos que justifiquen las diferencias. Preguntarás qué hacer, pues, con los libros que son también leídos y aun celebrados sin motivo, quizá por una engañosa simetría con los que fueron abandonados sin merecerlo. Solo puedo responder que hablábamos de los libros que cayeron arbitrariamente en este azaroso limbo, no de los condenados al infierno.
Literatura para niños, literatura para adultos, literatura… ¿Fronteras? Que cada uno las ponga y cada cual las elimine. En estos tiempos inclementes, en que vivimos cogidos y sobrecogidos «entre las furias de los negocios y las furias de los poderes» (Jorge Guillén ya allí, quién lo diría), en que hasta un eclipse de luna se prefiere en la ventana indiscreta que en el espejo oscuro de la noche, me gusta imaginar que aún queda espacio para esos insomnes alucinados que se engolfan en los territorios prohibidos de la letra impresa, sin preguntarse por lindes ni aduanas, en vez de dedicarse al vano ejercicio de divagar, también conocido como el arte de redondear párrafos inútiles sobre lectores, escritores y fronteras.
Seguramente no has olvidado lo que decía Paulo Freire —ya no sé si hace veinte años o hace veinte siglos— en su Pedagogía del oprimido: «Un hombre no aprende a nadar en una biblioteca, sino en el agua». Un escritor no aprende a escribir para niños por contenerse dentro de los límites precisos de unas teóricas fronteras: sabrá que ha acertado cuando el lector niño se sumerja gozoso en sus páginas, aunque para conseguirlo haya transgredido todas las fronteras visibles e invisibles, reales o imaginarias. Tampoco un lector aprende a leer por confinarse en los términos de una literatura teledirigida: adulto o niño, sabrá que ha acertado cuando la ha convertido en su literatura, antes de reparar en adjetivos, que, como nadie ignora, son meros atavíos de los nombres.
«Divagar: Vagar, andar sin rumbo fijo, desviarse del asunto de que se trata». He tenido que recurrir al Diccionario para tranquilizar mi ánimo, para adquirir la dudosa certidumbre de que he respondido con rigor a tu embarazosa sugerencia.