«Qué sería de mí sin vosotros,
tiranos y, a la vez, embajadores
de la imaginación,
verdugos del deseo
y, al mismo tiempo, mensajeros suyos,
libros llenos de cosas deplorables
y de cosas sublimes,
a los que odiar
o por los que morir».
(Luis Alberto de Cuenca, Por fuertes y fronteras)
Nadie ignora que libro viene del latín liber. Quizá alguno haya olvidado que liber, a su vez, procede del eólico lépor o lépos, que significaba «corteza». Virgilio precisa que liber era la membrana que tienen los árboles entre la corteza y la madera, en la cual se escribía antes de la invención del papel. Isidoro de Sevilla, recordando la misma etimología, llevó más adelante la descripción: «Un códice está compuesto de varios libros; un libro consta de un solo volumen. Y se llama códice por sentido traslaticio del nombre de los troncos (codices) de los árboles, o de las vides, como si dijéramos caudex, porque asemeja sostener libros como el tronco sostiene las ramas. El volumen (rollo) es un libro que recibe su nombre de volvere (enrollar); así entre los hebreos se habla de los “volúmenes de la Ley” o de los “volúmenes de los Profetas”. Liber (libro) es la membrana interior de la corteza del árbol que está pegada a la madera. De ella dice Virgilio [Buc. 10,67]: Alta liber haeret in ulmo, “Se seca el liber en el alto olmo”. De aquí deriva el que denominemos libro a la obra escrita, porque, antes de que se comenzase a emplear el papiro o el pergamino, los volúmenes se confeccionaban con estas membranas de los árboles. De aquí también que a los copistas se los llamara “libreros”, derivando su nombre de los libri de los árboles» (Etimologías, VI, 13). He aquí el origen de una noble palabra, que sólo tangencialmente toca al objeto que hoy conocemos y amamos. Pero el libro, esos libros «a los que odiar o por los que morir», era mucho más antiguo.
Cuando Jardiel Poncela decidió contar los orígenes de las cosas, empezó por uno de sus objetos más preciados: la pluma estilográfica. La prehistoria de la pluma resulta bastante deprimente, hasta que, en el año 3228 a. C., un cierto Chau-Chá «tuvo una feliz ocurrencia, que fue, ni más ni menos, que inventar la pluma estilográfica». El magno acontecimiento ocurrió de este modo: sabiendo que, en su esencia, la pluma puede definirse como el instrumento transportable para escribir, Chau-Chá se agenció una vaca y un cubo, le dio a lamer carbón y así, cuando el infatigable inventor deseaba escribir un aforismo, un poema de amor, un tratado de filosofía, no tenía más que ordeñar la vaca —que evidentemente empezó a dar la leche negra—, mojar el rabo en el cubo y emborronar una pared o la tapia de una finca, dependiendo del grado de inspiración. El resto —concluye Jardiel— ha sido, sencillamente, una cuestión de perfeccionamiento ya sin importancia.
Sin ánimo de simplificar tanto, cabe decir que, en su esencia, el libro es también un objeto transportable y accesible que contiene algún tipo de información. Así pues, si el objeto libro, tal como hoy lo conocemos, es relativamente moderno, como concepto es mucho más viejo. Porque ¿qué eran sino libros ambulantes todos aquellos narradores, rapsodas y juglares, todos los que transmitían oralmente las historias y los mitos, la sabiduría encerrada en los proverbios, la poesía? El poema, por su estructura rítmica, es más fácil de sujetar en la percha, tan frágil siempre, de la memoria. No es de extrañar que Parménides, Jenófanes y otros presocráticos expusieran su filosofía en forma de poema. Un libro abierto era Sócrates, y quizá por ello sean comprensibles las reticencias del propio Platón hacia los libros y la escritura, esa vana tarea de «escribir en el agua». Y es que los primeros libros, en vez de hojas, tenían piernas y voz.
Libros fueron las tablillas de cerámica usadas por los sumerios, los acadios, los babilonios y los asirios, que durante luengos siglos permanecieron enterradas en el desierto como en una celosa biblioteca de arena. Libros fueron los papiros egipcios (de donde se deriva nuestra palabra papel a través del griego pápyros y del latín papyrus), que ya toleraban la tinta y el plegado, y aun la unión de muchas hojas hasta formar rollos de longitudes superiores a los cuarenta metros. Como libros los recibieron los griegos y como libros los heredaron los romanos, perfeccionándolos hasta hacer de ello un arte y permitir a Varrón escribir un tratado sobre las bibliotecas. Libros eran los minuciosos códices miniados medievales, y aun la multitud de copias volanderas que multiplicaba la generosa mano de los difusores de sátiras y epigramas. Libros, en fin, habían sido todos los soportes y materiales (tabletas de madera recubiertas de yeso, telas de lino, piedras o metales; pieles y pergaminos; sellos, epitafios, inscripciones) que sirvieron para guardar el legado de nuestros antepasados. In bibliothecis loquuntur defunctorum inmortales animae, decía Plinio: «En los libros nos hablan las almas inmortales de nuestros difuntos». Un lema que acabó alojado en los umbrales de la «Bibliotheca Aurea».
Libros. Hoy las nuevas tecnologías parecen amenazar a ese mudable objeto de nuestro deseo. Yo creo que tan solo lo parece. Borges no concebía un mundo sin libros. Acaso nosotros tampoco. Sin embargo, siquiera por prudencia, conviene recordar un lejano acontecimiento. Hacia 1440, un alemán llamado Johannes Gensfleisch, mucho más conocido como Gutenberg, inventó un curioso artilugio que acabaría dando al traste con el minucioso gremio de escribientes y copistas —como la máquina de escribir acabaría con el de pendolistas y calígrafos—. La revolución de la imprenta creó un insuperable sentimiento de rencor entre los dueños de aquellos ejemplares únicos y bellísimos, por lo que se suponía una sacrílega trivialización del libro. Todavía más de siglo y medio después, don Diego de Saavedra Fajardo, ponderando las ventajas del manuscrito sobre el libro impreso, se quejaba del daño que producía a la república literaria la «estudiosa gula», de la cual —decía él— tenía «mucha culpa la imprenta, cuya forma clara y apacible convida a leer; no así cuando los libros manuscritos eran más difíciles y en menor número. Quizá por esto se aventajaron en las artes y ciencias los romanos, y los griegos más, porque estudiaban en menos» (República literaria, «Al lector»). Sin comentarios.
Desde que el ser humano tuvo necesidad de confiar algo a la memoria para transmitirlo a otros, la aparición del libro estaba asegurada. Mientras sigamos necesitando graneros para almacenar la cosecha de la memoria, el libro podrá adoptar variables formas, pero no perecerá. Y, en fin, aunque un día nuestra memoria fuera tan prodigiosa como la de Ireneo Funes, y ya no necesitáramos ningún archivo exterior para contener toda la sabiduría acumulada en los libros, ¿qué sería el cerebro sino un libro o, acaso mejor, una biblioteca portátil? En el caso del libro, como en el de la pluma de Jardiel, quizá siempre podamos decir que cualquier modificación del vehículo será, sencillamente, una cuestión de perfeccionamiento sin importancia. «Y venga lo que viniere».