He escrito en otro lugar que «es el de traducir un arte tan imperfecto como necesario». A los traductores les debemos el acceso al conocimiento forastero, ya esté expresado en forma de literatura, ciencia o filosofía: un conocimiento que, sin la traducción, solo sería alcanzable por muy pocos. A los traductores les debemos también no pocas traiciones, más disculpables cuando son producto de la ignorancia que de la desfachatez y la desidia.
Vivimos en un mundo chapucero, pero no se nos cae de la boca la palabra profesional. El problema con las palabras es que rara vez coincidimos en el alcance de su significado. Y así, cuando un profesional X (¿deberíamos añadir profesionala?) te deja en casa una chapucilla inacabada o algo que no funciona, si protestas, no es infrecuente oír que eso no es tarea suya, sino del profesional Z. En esto, como en muchas otras cosas, tenemos una tendencia irreprimible a echar balones fuera y a diluir la responsabilidad en el vecino.
El traductor tampoco es ajeno a esa concepción de la profesionalidad. ¿Hasta dónde llegan sus deberes como profesional? ¿Hasta el conocimiento preciso —y limitado— de dos lenguas al menos (la de partida y la de llegada), o también a las mínimas derivaciones culturales que una tarea como la de la traducción conlleva? No es este el lugar de extenderse más, aunque no es improbable que otro día lo haga.
Hoy solo quiero llamar la atención sobre uno de estos resultados de los límites (o, por mejor decir, limitaciones) del traductor. En un texto de Wisɫawa Szymborska titulado «Prosa inédita sobre Cervantes» —publicado en El País del viernes 3 de febrero, pág. 37—, leemos: «Seguro que el censor de Madrid, el marqués de Torres, se sorprendió mucho al ver cómo unos distinguidos franceses estaban tan ansiosos de conocer al honorabilísimo don Miguel…». Etcétera.
Ignoro quién es el marqués de Torres. Tampoco sé lo que dice el original de Szymborska. Pero sí sé que quien ha traducido este texto podría haberse molestado un poco en abrir siquiera el Quijote para comprobarlo. Porque se trata de un texto tan famoso y emotivo que hasta los bachilleres lo conocen, y no puedo creer que el traductor (sea del género que sea) lo desconozca:
«Certifico con verdad que en veinticinco de febrero de este año de seiscientos y quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando acaso en este que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: la Galatea, que alguno de ellos tiene casi de memoria la primera parte de esta, y las Novelas.
Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí a llevarles que viesen al autor de ellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
—¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?
Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo:
—Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo».
Pues bien, esto no lo escribió ningún marqués, sino El licenciado Márquez Torres, como podrá confirmar quien se digne abrir la segunda parte del Quijote. Yo no sé si es responsabilidad del traductor (sea del género que sea) verificar estas cosas para no confundir un Márquez con un marqués; pero, sin salir del vocabulario quijotesco, es por lo menos grande «descuido o bellaquería» convertir en marqués a un licenciado. Salvo que el profesional de la traducción diga que eso es competencia del profesional de la cultura, si es que todavía queda alguno, o del profesional de la edición, al que también se le quiere cortar la hierba bajo las plantas.
No es un caso infrecuente. Pondré solo dos o tres ejemplos, porque ya he dicho que no es este lugar para extensiones. Pero, sin salir de Cervantes y su predio, han sido grandes los descuidos y bellaquerías que han perpetrado diversos traductores. Así, por ejemplo, el que tradujo la biografía de Cervantes de Babelon, «bonitamente y sin rumor alguno», en vez de abrir las obras de Cervantes se limitó a traducir (mal) los textos cervantinos directamente del francés (responsabilidad, supongo, de la que tampoco se debe exonerar al editor, que se redujo a lavarse las manos, y, como también dijo Sancho, «aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán»). Aunque en mucha menor escala, esto también ocurrió en el Monseñor Quijote de Graham Greene. En un libro, por lo demás tan pulcramente editado como Don Quijote alrededor del mundo, el texto de Tahar Ben Jelloun, «Gran Teatro Cervantes calle Annual. Tánger», empieza con esta cita del Quijote —y entrecomillada por si cupiera duda alguna—: «Érase una vez, y que el Bien recaiga sobre todos; el Mal, sobre quien lo busque…». ¿La han reconocido? La dice Sancho, en el primer capítulo 20, solo que de este otro modo: «Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar…».
Uno pensaría, en su ingenuidad, que para traducir una obra sobre don Quijote, y más si en ella se repiten palabras teóricamente ad litteram, el traductor debería tener abierto el Quijote o haberlo leído alguna vez. Pues no lo crean: no es necesario. La traducción de la obra de teatro de Bulgákov, Don Quijote, es un escaparate de la más refinada joyería. Como ella sola alcanzaría a llenar otra pieza del mismo tamaño, baste para muestra que «el rubicundo Apolo» se ha reencarnado en Apolonio, con encendido rostro; «el Caballero de la Ardiente Espada» aquí es el de la Espada Flamígera; el gigante «Pandafilando de la Fosca Vista» se ha convertido en Pandofilando el Bizco; la princesa «Micomicona» se masculiniza sistemáticamente en Micomicón; la patria del doctor Pedro Recio de Agüero, «que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo», aquí está entre Caracuello y Almodóvar. Hay bastantes más flores, pero para qué llenar el búcaro. (Y hago gracia al lector de otros divertidos y muy frecuentes disparates, porque no puedo asegurar que no provengan de la traducción rusa que usó el propio Bulgákov).
Todo esto es descuido y dejadez, unido al desdén por la lectura del Quijote, a las prisas derivadas del trabajo a destajo mal pagado, al olímpico desprecio de los editores por el lector. Y, por supuesto, al descrédito cultural que nos invade, tobogán de embrutecimiento. Porque también se da el caso de que un exceso de celo no sustentado en la verificación lleve al profesional a despeñarse en el abismo de la simplicidad. En el Viaje por España de Andersen, al describir Toledo, dice el autor: «Al otro lado del puente de Alcántara se divisan las ruinas de la antigua fortaleza de San Cervantes». Y la traductora, sin duda con la mejor voluntad, anota escandalizada: «No cabe duda de que semejante atrocidad proviene de una mala interpretación debida al mal oído que el poeta danés tenía para el español», etc. Pues bien, no hay semejante atrocidad, y el poeta danés demostró tener mejor oído que la traductora. Al castillo de San Servando se le llamaba, en efecto, «de San Cervantes», como puede verse en Covarrubias (411b). Y, sin ir más lejos, bastaba con abrir el Quijote de Avellaneda, en cuyo ofensivo prólogo el tordesillesco autor juega malévolamente del vocablo cuando dice que «Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes». Pero es que, además, Góngora tiene un romance titulado Castillo de San Cervantes (1591), que empieza:
Castillo de San Cervantes,
tú que estás par de Toledo,
fundote el rey don Alfonso
sobre las aguas de Tejo…
Y, en fin, lo recuerda Gracián, al hablar en la Agudeza de los «argumentos por semejanza»: «De la circunstancia o contingencia de mirarse en las aguas del Tajo, y ver en ellas las ruinas del castillo de San Cervantes, toma ocasión don Luis de Góngora para formar la semejanza y argüir con ella a una belleza…»
No he querido salir del Quijote, pero nadie sabe lo que uno puede encontrarse cuando traductores que no han abierto la Biblia se ponen a traducir textos que aun de refilón la rozan. (Quizá también la roce yo otro día). Por hoy quédese aquí. Y, pues una nota al pie del mencionado texto de Wisɫawa Szymborska lo anuncia como «de próxima aparición en Alfabia», espero que el editor tenga el buen sentido de desfacer a tiempo este tuerto (que tampoco entuerto), o habrá que anteponer a la editorial el prefijo de mi amiga Ana.