Diez años antes del mayo revolucionario, las únicas revoluciones que agitaban nuestra plácida vida escolar consistían en el reparto de la leche en polvo americana, el carro que una vez al año traía las roñas para alimentar la escuálida estufa de la escuela, y el polvo que, filtrándose por las mal machihembradas tablas del piso, ascendía majestuoso desde la panera inferior; pues es de saber que nuestra escuela —que también era Ayuntamiento— estaba encima de un modesto almacén del Servicio Nacional del Trigo. Cuando los carros venían a descargar, las afiladas injurias que sufrían los machos, durante la siempre penosa operación de dar marcha atrás el carro, se mezclaban caprichosamente con nuestra salmodia de la tabla de multiplicar o el catecismo, y no era raro que el nombre de Dios se tomara simultáneamente en vano y con esa bendita sencillez privativa de la infancia. Polvo y juramentos subían así mezclados, como incienso de suave olor en la ofrenda de la mañana.
En cinco años tuve tres maestras. Una de ellas tenía ciertas originalidades, y no fue la menor una delicada varita, que por su sutileza y dinamismo se hubiera confundido con batuta, que menudeaba con acompasado rigor y acierto sobre nuestras rudas molleras para despertarlas de su molicie. Pero, como contra estos siete vicios hay siete virtudes, tuvo una que para mí la absuelve de todos sus otros menudos pecadillos.
Reconozco que una clase mixta, con una variedad de especies y edades comprendida entre los parvulitos de cinco o seis años y los resabiados adolescentes de catorce, no debía de ser una orquesta cómoda de dirigir. Así que, después de haber estudiado a voz en grito la lección correspondiente, entretenía nuestros ocios con un deportivo ejercicio de amanuense, consistente en copiar la lección del día con una de aquellas heroicas plumas que rezumaban tinta por doquier. La tinta era en polvo, como la leche; a los gavilanes les crecía la barba con una celeridad insondable; el palillero te manchaba los dedos indefectiblemente. Y así, escribir una página sin borrones era una tarea agotadora, casi siempre más allá de nuestras posibilidades. Hasta que un día sucedió el milagro: terminé. «Señorita, ¿ahora qué hago?». Debió de mirarme confundida, con la perplejidad del jugador sorprendido por alguna estrategia desusada. Sin mucha convicción me dijo: «Coge un libro y ponte a leer». Solo por esta frase, en el día del juicio será tratada con mucha misericordia.
Coger un libro y ponerse a leer. Una maestra anterior solía reunirnos como brotes de olivo en torno a su mesa para hacer ejercicio de lectura. A veces abríamos el Quijote al azar, y lo leíamos cantando las interrogaciones y tropezando en los traviesos rasgos de la estirada letra decimonónica. En cierta ocasión tuvimos una leve advertencia de los peligros que tan noble libro encierra. En efecto: ponderaba don Quijote la truchuela frente a la trucha y, llevado del hambre, imaginaba que «podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón». Una maliciosa sonrisa retozó en nuestros labios, ignorantes de que las palabras, como los poliedros, pueden tener muchas caras. La maestra se sumó con timidez a nuestra risa e intentó paliar el pernicioso regodeo del cabrón explicando lo del «gobierno de las tripas». Pero alguna azarosa casualidad —o «el diablo, que no duerme y que todo lo añasca»— quiso que, días después, las sortes quixotescae me deparasen un ventero «de condición terrible» que, candil en mano, gritaba furibundo: «¿Adónde estás, puta? ¡A buen seguro que son tus cosas éstas!». Confusa, mandó cerrar el libro la maestra, y volvimos a los honestos placeres de Lecturas de oro y Simiente menuda, libros libres… de toda sospecha.
Aquel episodio volvió a revivir al conjuro de la mágica frase: «Coge un libro y ponte a leer». La biblioteca escolar reposaba en un pacífico rincón entre dos ventanas, envuelta en el indeciso triángulo de una penumbra suave, que se derramaba protectora en los días brumosos del invierno. Había cinco o seis docenas de libros, y algunos repetidos —para las lecturas en corro—, como el dicho Lecturas de oro, al que debo una copla imperecedera:
«Nadie murmure de nadie,
que somos de carne humana,
y no hay pellejo de aceite
que no tenga una botana».
(¡Botana! Divina palabra. Su sonoridad debía encerrar por fuerza algún misterioso arcano. No volví a toparme con ella hasta unos años después —en el cap. 35 del primer Quijote—, y la humildad de su significado no logró borrar el halo redentor que la envolvía).
Pero volvamos a la penumbra de la biblioteca. No tendría más de cinco o seis docenas de libros. Y, sin embargo, ante mí se abría un infinito mundo de posibilidades posibles. Empecé por buscar aquel libro maligno de papel amarillento, encuadernado en tela azul, que nos había sido medrosamente arrebatado por la turbulencia de un vocablo proscrito. Me senté con respeto. Lo abrí. Ya en las primeras páginas me sorprendieron los alucinados ojos de un hombre sentado a una mesa, rodeado de volúmenes, oscuridad y silencio, enfrascado en la lectura de un libro interminable. Esa primera ilustración de Alonso Quijano me causó una curiosa mezcla de fascinación y espanto, semejante a la de Marcelino ante el hombre callado del desván. Cada vez que visitaba el libro me debatía entre la tentación insuperable de volver a verlo y el miedo a su penetrante mirada. Las copiosas palabras de aquel libro parecían estar reservadas a fuerzas superiores a las mías, y aun así, huroneando instintivamente entre los diálogos, conseguí abrir refrescantes brechas —como aquella de la oreja y la cebolla— en el sólido muro de papel impreso.
Desde entonces me apliqué con fervor a la caligrafía matinal para robarle tiempo a la escritura y ofrecérselo a la lectura. Aprendí a desbarbar la pluma en el momento adecuado, a mojarla en el tintero común con precisión y cuidado para evitar hemorragias inoportunas, a empuñar el palillero por el lugar exacto. Acabada la tarea —siempre leve, porque era preludio de otra placentera—, ya no le preguntaba: «Señorita, ¿qué hago?», sino directamente: «Señorita, ¿leo un libro?». Algún tácito entendimiento debió de establecerse entre nosotros, porque siempre me decía que sí. También por eso merece un asiento en el paraíso.
El rito de visitar la biblioteca se convirtió en una especie de juego temerario, una audaz exploración incierta de mundos desconocidos. Tocaba los libros, que estaban cuidadosamente forrados, quizá siguiendo el sabio consejo del Filobiblión, que abominaba de quien se atreviera a la injuria de tocarlos con las manos sucias[1]. Los libros se hallaban colocados sin más concierto que el arbitrario orden de llegada, así que siempre me veía sometido al aventurero azar del descubrimiento. Un día saqué La vida es sueño: era una versión en prosa, pero las razones de Segismundo no lograron calar allende el título; otro día fue El pájaro de oro, que alimentó mi espíritu cumplidamente; estuve a punto de eludir la Odisea, y solo una ilustración de Polifemo entortado me libró de tamaña desventura; los cuentos de Calleja me produjeron no poco solaz y regocijo; por alguna extraña razón no conseguí seguir a Alicia en su aventura subterránea, y en cambio me dejé llevar por la melancolía de un Peter Schlemihl que paseaba esquivo su orfandad de sombra; El califa cigüeña me proporcionó sin saberlo la primera palabra latina, Mutabor, y Orbasán un nombre para el cuento que siempre quise escribir y nunca hice. Casi cincuenta años después algunos libros no han dejado huella en el recuerdo, pero el mal ya estaba hecho: como el obispo Ricardo de Bury, salí «tocado del mal de amor hacia los libros», y algunos años después mi padre me reprochaba que estuviera todo el día «emborrachándome» con ellos.
* * *
Ha pasado ya casi medio siglo. Aunque tocados de una crisis provocada por quienes se están aprovechando de ella (¿recuerdan La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre?), hoy la penuria económica general no es tan violenta como en aquellos años oscuros de posguerra. Las escuelas de pueblo han quedado como la jaula de Vicente Medina: «la jaulica vacía / y la bandá de pajarillos sueltos». Los libros estorban menos y decoran más. Los niños pueden tener su propia biblioteca y están más familiarizados con el libro. No parecería improbable que la biblioteca escolar fuera más prescindible que entonces. Quizá, tal vez, acaso, puede ser. Pero…
Pero no es lo mismo. Uno tiene su propia biblioteca, y es como su propia habitación, su propia casa. No encierra secretos, no produce asombro, y uno puede sentarse ante ella sin curiosidad, sin desasosiego. (Solo cuando es muy grande, el olvido depara sorpresas y reencuentros que podrían ser halagüeños si no pusieran de manifiesto el humillante desmoronamiento de nuestra memoria.) La biblioteca escolar, como toda biblioteca ajena, es un territorio desconocido. No debería, pues, haber colegio sin biblioteca ni aula sin su rincón del libro. Y del mismo modo que se hacen excursiones periódicas a la granja para contemplar el comportamiento de las gallinas, deberían organizarse incursiones periódicas en la biblioteca, para averiguar la conducta mudable de los libros.
No se trata de afligir al afligido ni de poner tropiezos al pie balbuceante. Pero todo es objeto de educación, desde el plato hasta el zapato, y hay que enseñar al lector tanto el placer del descubrimiento como la experiencia del riesgo. Bueno es recomendar un libro, pero acaso mejor poner al recomendado en vías de que se lo recomiende a sí mismo. Hay que enseñar a recorrer los vericuetos de una biblioteca con el mismo afán explorador que los de la montaña. Una cubierta atractiva, un título sugerente, un autor familiar, una ilustración vigorosa pueden ser ventanas por donde se cuelen los ojos y tras ellos el alma entera. También habrá que advertir que a veces los ojos matan, que no vale la rosa menos por nacer del espino y que bajo mala capa puede haber buen bebedor. La biblioteca escolar, ese ámbito privilegiado para el asombro, la admiración o la extrañeza, debería multiplicarse por todos los ángulos donde hubiera niños, y dedicar cada día unos minutos al saludable ejercicio de transitar sus sendas, para abismarse, espantarse, equivocarse, retroceder y buscar nuevos senderos. Y, sin dejarlo desamparado, invitar al lector a que viva su propia aventura, porque los caminos del libro, como los de Dios, son inescrutables.
En los primeros años de bonanza de la década prodigiosa, mientras un político vaticinaba: «Dentro de poco a España no la va a conocer ni la madre que la parió», otro leía las Memorias de Adriano, que así se convirtió en libro de culto. Pues fue Marguerite Yourcenar quien puso en boca de su Adriano una frase que nunca deberían olvidar los gobernantes: «Fundar bibliotecas equivale a construir graneros públicos, amasar reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a pesar mío, veo venir». Ese invierno previsto ya está en puertas. Los gobernantes, llevados del furor del ladrillo y de la codicia por exhibir tijeras cortacintas, construyeron bibliotecas, sí —a veces de caros diseños y escasa funcionalidad—, pero con frecuencia las dejaron vacías, como la jaulica de Medina. Entre tanto ha aparecido un nuevo modelo de tijeras: las que no cortan cintas, sino presupuestos para libros, cultura y personal de biblioteca.
Supongo que ciertos libros siempre son un peligro potencial: imaginen que entre los libros del ángulo oscuro apareciera un ejemplar del libro de Naomi Klein, El auge del capitalismo del desastre… Aunque siempre cabe preguntarse si este capitalismo salvaje, que, si no le bastan los desastres naturales, los crea para seguir alimentándose, no es capaz también de fagocitar hasta las más sólidas, las más irritantes bibliotecas.
[1] «Toties irrogatur iniuria, quoties eisdem apponitur manus foeda» (Phil. XVII).