
Pero dejemos a Sterne y, amonestados por el juez de maese Pathelin o por Panurgo, revenons à nos moutons. Tras la digresión por las mozas y el mozum campi, volvamos al cordero, quiero decir al rocín. Peral Torres lo ha evitado con el expediente de ensillarlo: cingebat sellam. Pero Calvo, que ya tenía un rocinum, ¿por qué cambia ahora a caballum? ¿Pretendía dar un salto al latín vulgar, o era una simple variación macarrónica? Desde la Galatea, y aun antes, sabíamos che per tal varïar natura è bella, un verso del Aquilano que Cervantes debió de oír y estampó al final de un soneto del libro V. Supiéralo o no don Ignacio, lo aplica con frecuencia en su trabajo.
Más preguntas. ¿Por qué ha omitido esa primera y sumaria descripción de don Quijote? En el capítulo 29 lo hallamos «en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre» (amictum subucula, flaccidum, pallidum et mortuum fame, según Peral Torres), pero de nuevo Calvo lo evita. Tras la batalla con los cueros de vino (I,35), nos es dado contemplar las piernas de don Quijote, que «eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias» (valde longa flaccidaque erant ac pilosa et non nimis limpida, con la exactitud de Peral Torres); pero otra vez Calvo nos las hurta. Comentando este pasaje dice Unamuno: «Al narrar esta aventura de los pellejos el puntualísimo historiador nos descubre un pormenor secreto, y es que tenía don Quijote las piernas “no nada limpias”. Pudo habérselo callado». ¿Es esa la razón de las lagunas del traductor macarrónico? Con don Ignacio nunca se sabe, e ignoramos si eran también éstas de certis cosis, quae menoscababant dignitatem Quijoti. Lo cierto es que, por sí o por no, el traductor optó por suprimirlas, pues hoc quidem videtur traductori historiae Quijoti quandam miajam abusi. Esta intromisión del traductor no es ajena a los hábitos del propio traductor de la primitiva, cuando afirma que «le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones» (II,18).
La frase «pero esto importa poco a nuestro cuento» da en Peral Torres: «tamen hoc non est prorsus tam magni momenti ad nostram fabulam», y en Calvo: «sed hoc non importat tria caracolia ad nostrum relatum». Ambos amplían, pero el clérigo nos regala tres caracoles, como podía habernos regalado tres pitos o siquiera uno (11). Algo parecido ocurre con la verdad. El no salirse «un punto de la verdad» da en Peral Torres «satis est nobis ut narratio omnem veritatem ostendat», pero para Calvo «quod interest est dícere veritatem pelatam et escuetam». ¡Curiosa coincidencia! Él no tradujo el prólogo al desocupado lector, pero allí justamente se halla una de las reivindicaciones cervantinas: la del ofrecer la historia «monda y desnuda», que bien podría haber traducido el clérigo por pelatam et escuetam, como Peral Torres integram [et] nudam.
Las amplificaciones metafóricas de Calvo rozan a veces lo grotesco. Así, una frase como «con estas razones perdía el pobre caballero el juicio» (que en Peral Torres da un sencillo «his argumentis miser vir suum bonum iudicium amittebat», aunque cabría preguntarse por qué ha hecho un miser vir del pobre caballero) es desarrollada por Calvo hasta límites insospechados: «Non est dicendum, tremendum batiburrillum formatum in suo calletre, qui quidem, magis quam cerebrum humanum, videbatur espuertam gatorum pequeñorum». Lo curioso del caso, una vez más, es que en el Quijote sí hay «un gran saco de gatos»: está en el cap. 46 de la segunda parte, que, como sabemos, Ignacio Calvo no llegó a traducir, pero se acerca a su fórmula. Peral Torres lo dejó en un «magnum saccum plenum felibus». Obsérvese que saccum —una palabra, por lo demás, no ajena a Horacio, Plinio, Fedro, y frecuente sobre todo en la Vulgata— podría perfectamente haber pertenecido al vocabulario del festivo seminarista, y habérnosla colado como moneda falsa lo mismo que la olla.
Es seguro que quien lea cualquier traducción de este capítulo espera al traductor a la vuelta de un giro celebérrimo: «En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y, así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio». ¿Cómo reflejar esas noches de claro en claro y esos días de turbio en turbio? Calvo, sin enfrascarse, lo resuelve expeditivamente con un «ille consumebat dies enteros et noctes completas», adjetivo este tras el que acaso se vislumbre la última hora del Breviario. Peral Torres lo aclimata así: «…ut diu pernoctaret usque ad diluculum et per dies absque dubio». Senabre sospecha que «empalidece en la traducción… Pero —añade— ¿cómo resolver de otro modo una dificultad que se nos antoja insalvable?». Ambos coinciden en la versión del muy cervantino «en resolución»: in uno verbo, Calvo; paucis verbis, Peral. Donde vuelve a desmandarse el macarrónico es en el cerebro seco y el juicio perdido: para él, «cum tan exigua dormicione et lectura tan multiplicata, secavit molleram suam et pérdidit judicium». Bien es verdad que cuando el historiador nos da el primer retrato de Sancho, lo describe como «de muy poca sal en la mollera» (I,7), y nuestro traductor no se desmanda: «cum pauca sale in mollera». Ahí Peral Torres le atribuye «parum salis ac leporis in mente». Sale et lepore, ¿recuerdan? Las mismas palabras con que describió el gracejo de la macarrónica.
Hay un momento especialmente sugerente: aquel en que don Quijote empieza a construirse a sí mismo, a restaurar la vieja armadura y a poner nombre a las cosas como los primeros habitantes del Paraíso. Con la armadura tiene un problema: le falta la celada.
«…mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje».
IGNACIO CALVO
…sed non se acobardavit per ipsum, quia ille erat mañosus et aprehendens áliquos cartones arreglavit unam cosam quae videbatur celatam. Ut se cercioraret de consistencia talis aparatus, sacavit gladium et dedit super illam duos mandobles et, quómodo potest suponere, fecit illum añicos, perdens in uno momento quod fecerat in semana una; sed non arredravit se per ipsum golpem fatalem; sumpsit álteros cartones et fecit álteram celatam et reforzavit eam cum barris ferreis et, excusis mandóblibus, vidit esset bonam et risit de gustu.
ANTONIO PERAL TORRES
…sed tantummodo simplicem galeam quam sua habilitate subito mendavit cum quadam charta petracea ex qua dimidiam cassidem fecit, quae una cum illa galea videbatur ut cassis integra. Vere ad probandum eius virtutem, et ad videndum utrum vere fortis esset necne, gladium suum accepit et duos ictus voluit galeae dare, sed primo eorum quae fecerat per hebdomadam statim ac breviter disperdidit atque ei videbatur nimis facile esse in extremis, et ad id vitandum iterum quibusdam fibris ferreis, quae ei fortiores videbantur, damnum reparavit, sed noluit denuo probare utrum sustinerent experientiam gladii necne et putavit satis bonam operam suam et cassidem tessellatam ac subtilissimam esse.
No voy a detenerme en cosas menores, como la tan cervantina industria, que Calvo la convierte en el adjetivo mañosus, y Peral Torres en habilitas. (Bien es verdad que la cima del recurso tiene lugar en II,21, cuando Basilio dice: «¡No “milagro, milagro”, sino industria, industria!», y allí Peral Torres traduce: «Non “miraculum, miraculum”, sed sollertia, sollertia!»). La irónica frase: «no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos», desaparece en Calvo, y no acabo de entender por qué el otro traduce «atque ei videbatur nimis facile esse in extremis». Adviértase, en cambio, la semejanza «barris ferreis / fibris ferreis».
Resulta de singular interés la última frase, por la interpretación de ambos traductores. Peral Torres, acostumbrados como nos tiene a la precisión, añade aquí sin embargo un «damnum reparavit», que casi suena a Calvo, aunque eso de «reparar el daño» y «acudir al remedio del daño» es barroco y cervantino (Lope tiende incluso a «amar el daño»). Pero lo verdaderamente sorprendente es la interpretación de «la diputó por». Peral Torres traduce «putavit satis bonam operam suam», que se acerca bastante a la genial vidit esset bonam de Calvo. Porque el lejano seminarista no podía conocer las nuevas interpretaciones de don Quijote: ese personaje que, sin genealogía alguna —al contrario que los otros héroes de caballería—, se crea y forja a sí mismo, pone nombre a sus cosas y a su dama, se hace a sí mismo a imagen y semejanza de su entendimiento. Pero, en cambio, no ignoraba que el vidit esset bonam era un calco de la fórmula de la creación: Et vidit Deus quod esset bonum, varias veces repetida en el primer capítulo del Génesis. Borges, en el citado poema «Ni siquiera soy polvo», empieza ya diciendo: «No soy quien quiero ser». ¿Estaba recordando tácitamente al Unamuno que, comentando el cap. V, redactaba: «Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir “¡Yo sé quién soy!”, no dijo sino: “¡Yo sé quién quiero ser!”»? Ignacio Calvo, felizmente contaminado por la Biblia, ponía las bases de la futura exégesis.
En el poema de Borges hay un endecasílabo —«el ídolo de oro de Mahoma»— construido con materiales de Cervantes, que Calvo tradujo por «ídolo áureo Mahomae», y Peral Torres por «idolum… illius Mahometi». A éste le debemos, en fin, una impagable Ildephonsa Laurentii, que nos reconcilia con el juicio cervantino de que a las veces puede ponerse «en duda cuál es la traducción o cuál el original» (II,62).
Un análisis pormenorizado de las omisiones y hallazgos de la macarrónica, corroborados o sutilmente corregidos por la ortodoxa, nos llevaría, como a los galeotes, «donde no quisiéramos ir». Pero ya que han salido a relucir los galeotes, no me gustaría concluir sin un apunte último, de ese mismo capítulo 22. Allí aparece otro objeto ajeno al latín: la escopeta. Para Calvo no es problema. Si ha traducido «dos hombres de a caballo y dos de a pie» por «duo homines montati in caballo et duo álteri qui caminabant pédibus andando», es evidente que la escopeta es escopeta. Peral Torres, tras un conciso y soberbio «duo equites custodes et duo pedisequi», utiliza el neologismo sclopetum. En los Siglos de Oro era vocablo culterano, hasta el punto de que lo hallamos en el Exemplar poético de Juan de la Cueva:
De dos archipoetas conocidos,
una murmuración oí a un poeta
porque usaban vocablos escondidos.
Sclopetum llamaban la escopeta,
estapeda decían al estribo,
famélica curante a la dieta. […]
Carnes privium llamaban comúnmente
a las carnestolendas y así usaban
de aquesta afectación impertinente (vv. 1161-72).
Todos los otros vocablos están en el Quijote, pero para todos ellos da Peral Torres su propia versión desgongorizada: para estribo, sustentaculum, como Raimundo de Miguel; para dieta, diaeta; para carnestolendas —que ya es una palabra latina (de carnes tollere)—, pues la misma, pero con grafía latina: carnestollendas.
* * *
Comentando aquellas primeras líneas de Quijote II,5, que dicen: «Llegando a escribir el traductor de esta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía», escribe Mayans y Siscar: «Gran documento para los traductores que no saben que su oficio es como el de los retratistas, que no hacen su deber si sacan un retrato más perfecto que el original» (Vida de Cervantes, 50).
Mayans olvidaba que todo el Quijote es una inmensa traducción, pasada por una rápida versión previa de un moro aljamiado (que, además, sabemos lo que cobró por ella: «dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo»). El traductor se permite muchas libertades, omisiones y hasta opinar sobre el original; se permite incluso hacer teoría de la traducción, teoría que en otra ocasión he parcialmente discutido. Podríamos recordar —con un suave retoque— una de las historias de loco y de perro del segundo prólogo y decir: «“¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?”. ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo traducir un libro?» (“Num cogitatis parvi laboris esse canem inflare?” Num etiam tu cogitas parvi laboris esse librum vertere?).
No. No es poco trabajo. A la pregunta «¿quién aplaude a los traductores?», respondió por Iriarte cierto personaje de Los literatos en cuaresma: «¿Quiénes los aplauden? Los que saben cuánto cuesta una buena traducción, cuán útil es y cuántos hombres grandes de todas las naciones han empleado sus ingenios en traducir; pero no los que creen que una versión de un idioma a otro, aun cuando sea hecha en verso y de verso, es obra facilísima y que solo debe ser empleo de escritores incapaces de inventar… De otro modo hablarían si se viesen obligados a buscar los equivalentes con propiedad…, a limar la traducción de suerte que no pueda conocerse si lo es, o connaturalizarse (digámoslo así) con el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los afectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua con igual concisión, energía y fluidez. Es cierto que traducir sin estas circunstancias puede ser ocupación de niños de escuela; pero traducir como se debe, es obra para quien en su lengua nativa posea ya un estilo fácil, claro, correcto y persuasivo».
El doctor Hernández de Velasco, traductor de la Eneida que leyó Cervantes, puso al frente de ella estas palabras: «Dos cosas encomiendo a cualquiera que leyere esta traducción: la una es que, si en ella hallare alguna cosa que le ofenda y que le pareciere que no cuadra a su gusto, no la condene por mala ante que la coteje con el original, y que mire si se pudiera decir de otra manera o si no. Porque se encontrará con muchas cosas que, no siendo traducidas, fueran errores sin disculpa, y el ser traducidas las disculpa. Especialmente cuando la traducción es en consonancia: cosa tan difícil y en que tan penosamente se allanan las asperezas de los poetas antiguos» («El impresor a los lectores», Toledo, 1555).
La eterna discusión sobre el espíritu y la letra. Además, ¿qué es el espíritu y qué la letra? «Traducir el espíritu —argüía el eterno Borges— es una intención tan enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva; traducir la letra, una precisión tan extravagante que no hay riesgo de que la ensayen»(12). Dos traductores han ensayado el latín con el Quijote. A su modo —y no podía ser de otro— ambos traductores han incluido el espíritu en la letra como el alcohol en el vino.
Y de la misma manera que en la edición original —que, no lo olvidemos, ya era una traducción siquier ficticia— «el moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo» las cosas de don Quijote, cabe decir que Calvo en su macarrónica y Peral en su ortodoxa tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo la figura de don Quijote, utilizando para ello «el obstinado mármol de esa lengua / que manejamos hoy, despedazada», según vio Borges el latín en dos endecasílabos de «El pasado».
Don Miguel de Cervantes Saavedra,
buen hidalgo, tu nombre alto, sonoro
y significativo
con verdor fresco de piadosa yedra
encubre ruinas —se perdió el tesoro—
de más de un viejo archivo.
Estas coplas más que manriqueñas las escribió el quijotesco don Miguel de Unamuno, en su Cancionero-diario, el día 5 de julio de 1928. El nombre de Cervantes, mezcla de creación y creador, aparecía aureolado de los mismos adjetivos que Rocinante: altum, sonorum et significativum, según Ignacio Calvo; altum, sonorum ac plenum sensus, según Antonio Peral Torres. «Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate», dijo don Quijote (II,59): Depingat me quilibet vellet, sed nullo modo distorqueat me. El seminarista en su traducción y el profesor en la suya, cada uno a su modo, ambos le guardaron el respeto. Ninguno deshonra los archivos de la Mancha.
(11) De hecho, una fábula de la época recoge el pito: «Pero el Dos tiene otra cuerda: / ¡Todo es orgullo maldito! / Y con táctica tan lerda, / los Ceros pone a la izquierda, / y así no medraba un pito» (Cayetano Fernández, Fábulas ascéticas, l. II, fáb. 6, Madrid, Imp. del Asilo de Huérfanos del S. C. de J., 1901, pág. 67).
(12) «Los traductores de las 1001 Noches», en Historia de la eternidad, Madrid, Alianza, 1997, pág. 124.