El traductor traducido o alguacil alguacilado (I) - Oportet Editores

El traductor traducido o alguacil alguacilado (I)

12 enero, 2015

El traductor traducido o alguacil alguacilado (I)

Hacia 1615, un bachiller manchego «que venía de estudiar de Salamanca», después de haber pedido las manos de don Quijote, le dijo aquellas solemnes palabras de todos conocidas: «…tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca» (II,3).

Era el bachiller Carrasco, según lo pinta su puntual historiador, «no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón, de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendría hasta veinticuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y de burlas». Fueran burlas o veras las palabras de su hipérbole, no exenta de humor, es lo cierto que a principios del siglo XX, en vísperas del tercer centenario —o primero, según se mire, pues los dos anteriores se nos pasaron en flores—, todavía no había traducción al latín, salvo ciertos pasajes como el de la Aetas Aurea (I,11) o las Lamentationes Sanctii Panza (II,55), hechos por Tomás Viñas de San Luis para sus Versiones latinas de poesías hispanas, más bien como ejercicios escolares1. Nondum erat latino sermone. Bien es cierto que Urganda la Desconocida, con un realismo a prueba de piedras en tejados menos vidriosos que los que yo me sé, pedía al libro que rehuyera los latines, y Sancho renegaba de los latines de don Quijote con una frase de pragmatismo cazurro: «No entiendo otra lengua que la mía». Es el caso que esa frase la decía Sancho a raíz de aquel latín de don Quijote: «quando caput dolet…, etcétera». Pero es lo bueno del caso que la frase entera, cuya segunda parte don Quijote da por supuesta, decía: «quando caput dolet, et caetera membra dolent». Cabe preguntarse cómo habría estado en árabe ese jueguecito del vocablo etcétera / et caetera, cómo pudo haberlo traducido el aljamiado de Toledo y cómo lo acomodó el manco alcalaíno a la formulación que ahora conocemos: no parece sino que lo dejó como un prêt-à-porter a gusto de consumidores retorcidos. Cabría hacerse una última pregunta: ¿Cómo se podría traducir al latín ese etcétera sin caer en un et caetera? Pero ya te tengo dicho, hermano Sancho, «que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo».

En una noche de locuacidad insomne, durante la cual dos perros del hospital de la Resurrección de Valladolid, comúnmente conocidos como «los perros de Mahúdes», despellejaron a media sociedad a golpe de lítote, uno de ellos se burlaba bonitamente de esos «romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo». En el siglo XV el humanista Juan Lucena dictaminaba que «el que latín non sabe, asno se debe llamar de dos pies». Pero a principios del siglo XVII, Cipión, perro de Mahúdes, proseguía su burla diciendo «que hay algunos que no les excusa el ser latinos de ser asnos». Porque, en fin, en fin, «para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester, hermano Berganza».

Hermano Berganza, hermano Lucena, hermano Sancho. En 1946 dos Justos —García Soriano, «dos veces laureado por la Real Academia Española», y García Morales, «de la Sección de Cervantes de la Biblioteca Nacional»—, aun reconociendo que los datos no eran «absolutamente exactos», contabilizaron más de cincuenta lenguas a las que había sido traducido el Quijote, entre las que ya había algunas rarezas, como el maratí, el esperanto o el tagalo. Hoy sabemos que son bastantes más, pero entre todas ellas no estaba el latín. Es decir, sí: había una…, en latín macarrónico, firmada por un Ignacio Calvo, cura de misa y olla.

En 1610 salió una edición del Quijote en Milán, pero no traducida todavía. En la dedicatoria al conde Vitaliano Vizconde (no escrita por Cervantes, sino por los editores italianos) se le ofrecía «sin hacerlo traducir en lengua toscana, por no le quitar su gracia, que más se muestra en su natural lenguaje que en cualquier traslado». Y es que, en efecto, sabemos que toda traducción, como toda antología, es un error. Pero la vida humana se sustenta en la imperfección, y la traducción es una de esas imperfecciones necesarias.

La primera traducción del Quijote a los suburbios del latín fue producto del azar y de una travesura, y cabe deducir que su traductor también la hizo así por no le quitar su gracia2. Todo el mundo conoce la anécdota, porque figuraba al frente de la edición de 1905 y se reproduce en la «editio nova, castigata et alargata», de 1922:

«Aquellos días felices en los que, entre párrafo y párrafo de la Teología del P. Perrone, encuñaba yo la idea de alguna nueva travesura, llevé a cabo una muy célebre, que no es del caso referir, por la cual impusiéronme la penitencia de perder la beca, lo cual para mí suponía el seguro encuentro de un azadón con el que pasar el resto de mi vida destripando terrones.
Pedí conmutación de tan gravosa pena, y accedieron a mi solicitud, sustituyéndola por la traducción de un libro de literatura clásica española al idioma latino.
En aquella edad de mozo, se me atragantaba toda cosa que exigiera más de treinta minutos de seriedad, y contando con esto, empecé a cumplir mi penitencia, traduciendo el Quijote como yo creí debería de traducirse, y tan acerté, que al terminar de leer el primer capítulo, el Rector, chascando de risa, me dijo: Sufficit, Calve, jam habes garbanzum aseguratum».

Esta fue la «Génesis y fin del librejo», contada por su propio autor, que nos hurtaba sin embargo el contenido de la célebre travesura. Causome esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Y, así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, pues no había de ser traductor tan desdichado, que le faltase a él lo que sobró a Avellaneda y a otros semejantes. Pero si a la Esposa del Cantar le sucedió que quaesivi illum, et non inveni, no así a mí. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:

Estaba un día leyendo Fuentes literarias cervantinas, de Francisco Márquez Villanueva, libro de mucha sabiduría y pasatiempo, cuando, al llegar al capítulo intitulado «Teófilo Folengo y Cervantes», topé con el nombre de Ignatium Calvum, y al punto reconocí al «curam misae et ollae», autor de la macarrónica traducción que lleva por título Historia dómini Quijote Manchegui. Resulta que Márquez Villanueva sí había encontrado un artículo necrológico, donde se nos «cuenta cuál fue aquella famosa travesura, que es bien digna de eterna recordación». Parece que en sus tiempos de seminarista, el becario Ignacio Calvo, natural de Horche (Guadalajara), recibió como los demás la orden de tener un crucifijo. Corto de peculio, «Calvo improvisó uno como mejor pudo con ciertos pedazos de hojalata, y lo adornó con una leyenda que decía:

El que tenga devoción
verá en esto un crucifijo,
pero el Rector, ¡quiá!, de fijo
cree que es… el mal ladrón».

Al llegar aquí, la redondilla de Calvo me recordó otra, a la que no tenía nada que envidiar, compuesta por un anónimo poeta hacia 1614, en vísperas de la aparición del segundo Quijote. Sabemos que Francisco Pacheco, suegro de Velázquez y autor de El arte de la Pintura, era mejor teórico que práctico. Un desconocido poeta, alegre y bienintencionado, puso al pie de un Cristo desnudo de Pacheco la siguiente cuarteta:

¿Quién os puso así, Señor,
tan desabrido y tan seco?
Vos me diréis que el amor,
más yo digo que Pacheco.

Sic litterae… Yo no sé si el rector del Seminario de Toledo «era de condición terrible», como el ventero quijotesco. Ignacio Calvo recuerda la «imáginem illius Superioris famosi, cum barba rala et gestu agrio cui dédimus apodum de Bonifa, qui quidem fuit causa hujus traductionis historiae Quijoti». En todo caso no debía de tener tanto sentido del humor como el seminarista, y decidió retirarle la beca, que era tanto como decretar su expulsión. Ignacio pidió misericordia, y el resto ya lo conocemos.

Esto ocurría en 1905, y añade Márquez Villanueva que «la traducción macarrónica rindió al Quijote un homenaje mucho más simpático y duradero que casi todas las soflamas y repeticiones con que se celebran los centenarios, sobre todo si son cervantinos». Casi ha habido que esperar al cuarto centenario para tener la «versio latina» completa y ortodoxa. La publicó Antonio Peral Torres en 19983.

Lo mismo que Cide Hamete Benengeli se lamentaba de haber tomado entre manos «un trabajo incomportable», el traductor se pregunta «quomodo potui tam ingentem vastumque laborem perficere nec unde inveni vires ad hanc operam navandam». Vasta y primorosa tarea, porque nadie le obligaba a traducir los versos en el mismo metro y rima que el original. Y, sin embargo, lo hizo. Se permitió incluso el lujo de traducir las décimas de cabo roto en la misma artificiosa forma. Veamos como ejemplo, y baste, la última de las de Urganda la Desconocida:

Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-.

He aquí la traducción:

Animadverte stulti- (tiam)
quam qui tectum vitreum ha- (bet)
et manu accipit sa- (xa)
ad eiicienda in vici- (num).
Sine ut vir cum iudi- (cio)
omnes suos libros compo- (nat)
et magna cura expo- (nat),
nam hic qui edit in lu- (cem)
ut virgines rideant lu- (dis)
inepte scribit ad to- (tas).4

La traducción de Ignacio Calvo es, en cambio, macarrónica e incompleta5. Pero ya Manuel L. Anaya, dedicatario de la traducción, observaba que «la sintaxis latina es rigorosa», aunque prácticamente sin hipérbaton para seguir más de cerca la línea del original. En el vocabulario, generalmente se limita a transcribir las mismas palabras castellanas, con inflexiones latinas, aunque es ahí donde se establecen curiosas coincidencias con la de Peral Torres. Y pues fue suficiente el primer capítulo para que el malhumorado Rector soltase la fanega de risa y levantase la amenaza del vápulo, limitémonos a él para ver la complicidades y analogías.
Comencemos por el conocido principio…

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[1] Cf. la «Introductio», de A. Peral Torres a su traducción del Quijote al latín: Dominus Quixotus a Manica, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1998, pág. 5.

[2] De hecho, Antonio Peral Torres, primer traductor íntegro y veraz al latín, reconoce que la de Ignacio Calvo es una traducción «plena sale et lepore», si bien «praesertim maxima libertate».

[3] En vísperas de su publicación, Ricardo Senabre escribió en la tercera de ABC, de 4 de agosto de 1997, un artículo elogioso y nostálgico sobre esta traducción. Lo tituló «Un Quijote inédito» y concluía así: «Cualquiera que se disponga a intentar esta aventura intelectual [de traducir] sabe de antemano que se quedará a medio camino. Más aún si el destino de la versión es una lengua muerta. Sin duda, Antonio Peral se percataba de ello y, sin embargo, se lanzó a la empresa: “In quodam loco Manicae regionis, cuius nominis nolo meminisse…”. Seguramente lo movieron dos amores paralelos: la incomparable historia del hidalgo manchego y la nobleza y dignidad de la lengua latina. A muchos les parecerán hoy dos amores arcaicos, cosas de otra época. ¿Qué utilidad puede tener un trabajo así en la era electrónica? No es extraño que el autor busque sin muchas esperanzas editor para su obra. A quienes todavía creemos en la necesidad de aquellas antiguallas nos parece conmovedor que alguien haya dedicado su tiempo y su inteligencia a proporcionar a la obra de Cervantes un marchamo de nobleza que no necesitaba, pero que tampoco le estorba: el de formar parte del ámbito lingüístico de Virgilio, de Cicerón, de Ovidio. Es casi seguro que ni el traductor ni nadie percibirán beneficios materiales de este trabajo. Sin embargo, todos nosotros, sin saberlo, hemos acrecentado nuestra honra». Pocas o muchas, afortunadamente las esperanzas del autor se vieron colmadas, pues, como ya hemos visto, apareció al año siguiente en el Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá.

[4] Proeza solo comparable a la del traductor alemán Ludwig Braunfels. También allí se respeta el cabo roto, forma ajena a una lengua como la alemana, cuyos sonidos, sin embargo, «permiten / el estudioso hexámetro del griego», según el endecasílabo de Borges. Esta es la traducción de la misma décima:

Merke dir: der ist ein Na- (rr),
Der da unterm Glasdach wei- (lt)
Und trotzdem nach Steinen grei- (ft)
Und sie wirft auf Nachbars Da- (ch).
Doch der Mann von Urteilskra- (ft)
Geht bei allem, was er schrei- (bt),
Als wär Blei an seinen Bei- (nen);
Und wer das Papier bedru- (ckt),
Um Backfischchen zu erlu- (sten),
Hat versimpelt seine Zei- (t).

[5] Incompleta, porque solo tradujo el primer Quijote, reducido a 47 capítulos, aun en la edición alargata de 1922. El último, con sus ocho líneas, es puramente testimonial. Otros, como la Novela del curioso impertinente, forman parte de un bloque de capítulos en que tratatur de cosis máxime peliagudis, quas convenit aligerare. Cosa que, por lo demás, también hizo Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, al llegar a los capítulos 33 y 34: «Estos dos capítulos se ocupan con la novela de El curioso impertinente, novela por entero impertinente a la acción de esta historia». Y sigue impertérrito.