El tiempo y las rosas
- Los pilares de la literatura y sus corrientes subterráneas (de Odiseo a «Ulises»), de Emilio Pascual
10 octubre, 2011
(DE AUSONIO Y AGUSTÍN A LAS NAVES, LAS NUBES Y LAS SOMBRAS)
Dimos un salto grave en el tiempo cuyo hilo conductor era Virgilio. Virgilio había muerto quizá con el pesar de dejar una obra imperfecta, inacabada, y así, es fama que a su muerte mandó quemar la Eneida. (Última voluntad que vedó Octavio para solaz de las generaciones futuras). Pero desde Valéry sabemos que un poema nunca se acaba: se abandona.Virgilio reapareció entre nosotros para guiar a Dante por los ocultos senderos de ultratumba. Ahora debemos retroceder un poco en el tiempo para poder hablar del tiempo.
Virgilio fue un clásico desde el principio. En la segunda mitad del siglo IV, mientras los conflictos entre paganos y cristianos seguían sin resolverse y cuando la presión de los bárbaros en las fronteras anunciaba la invasión inevitable, hubo un poeta latino que conocía a Virgilio de memoria: Ausonio (310-finales del s. IV). Ausonio, que había sido preceptor del emperador Graciano, fue durante los años 377-380 prácticamente el gobernador de Occidente. Hombre de vasta cultura e ingenioso poeta, dominaba los clásicos, sobre todo a Virgilio. Junto a este, merodeaban sus autores favoritos: en distinto grado, Horacio, Ovidio, Estacio, Marcial, Lucano o Juvenal. Dotado de una memoria prodigiosa, era capaz de recordar tantos versos y fragmentos de Virgilio que su famoso Centón nupcial —que es en definitiva un poema erótico—, pudo construirlo exclusivamente con versos y palabras de la Eneida. Pero, por esas ironías del destino, quizá la celebridad mayor de Ausonio se deba a un poema que muy probablemente no escribió. Me refiero al De rosis nascentibus, título también prestado, que acaba con un dístico que contiene el célebre collige uirgo rosas:
Collige uirgo rosas, dum flos nouus, et noua pubes,
et memor esto aeuum sic properare tuum
Ha sido traducido innumerables veces. Lo hicieron en los siglos de Oro Fernando de Herrera, Fray Luis de León, Cascales… Tomemos la de Fray Luis, que en la Exposición al Libro de Job lo hizo así:
Coge, doncella, las purpúreas rosas,
en cuanto su flor nueva y frescor dura;
y advierte que con alas presurosas
vuelan ansí tus días y hermosura.
Vuelan los días, vuela la hermosura. Cueillez dès aujourd’hui les roses de la vie, evocará Ronsard en uno de los Sonetos para Helena, de 1587. «Coge hoy mismo las rosas de la vida…». Cueillons les roses, «cojamos las rosas», repetirá el coro en el primer acto de la ópera Romeo y Julieta de Gounod, con libreto de Jules Barbier y Michel Carré. La propia Julieta dirá poco después: Cette ivresse / De jeunesse / Ne dure, hélas! qu’un jour! «¡Esta embriaguez de juventud no dura, ¡ay!, más que un día!» Y añade: Loin de l’hiver morose / Laisse-moi sommeiller / Et respirer la rose / Avant de l’effeuiller. «Lejos del invierno moroso / déjame dormir / y oler la rosa / antes de que se marchite». Motivo omnipresente en la literatura, también lo había escrito Omar Jayyam:
Tersas están, escanciadora, flor y hierba.
Aprovéchalo, que serán tierra dentro de una semana.
Bebe vino y coge una flor y contempla:
la flor convertida en tierra y la hierba en paja.
Dos palabras del libro primero de las Odas de Horacio están en la base de la fugacidad del tiempo y la caducidad de las rosas: carpe diem; dos palabras que constituyen uno de los más recurrentes tópoi de la literatura. La cita completa dice: Dum loquimur, fugerit inuida / aetas: carpe diem, quam minimum credula postero («Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya escapado: goza del día y no jures que otro igual vendrá después»: I,11,7-8).
Cuarenta años más joven que Ausonio fue Agustín de Hipona (354-430), que ya sí pudo conocer el saqueo de Roma por Alarico. En La Ciudad de Dios, escrita en parte bajo el síndrome de la invasión y en parte como respuesta al crepúsculo del imperio, invoca un nuevo orden, el novus ordo christianus, como sustitución de una cultura y un mundo fenecidos. Pero antes, en las Confesiones, había planteado ya el gran interrogante: ¿Qué es el tiempo?
«¿El tiempo? ¿Quién podrá fácil y brevemente explicarlo? ¿Quién puede formarse idea clara del tiempo para explicarlo después con palabras? Por otra parte, ¿qué cosa más familiar y manida en nuestras conversaciones que el tiempo? Entendemos muy bien lo que significa esta palabra cuando la empleamos nosotros y también cuando la oímos pronunciar a otros.
¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero, cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Me atrevo a decir que sé con certeza que si nada pasara no habría tiempo pasado. Y si nada existiera, no habría tiempo presente.
Pero de esos dos tiempos, pasado y futuro, ¿cómo pueden existir si el pasado ya no es y el futuro no existe todavía? En cuanto al presente, si siempre fuera presente y no se convirtiera en pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Luego, si el presente para ser tiempo es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado, ¿cómo decimos que el presente existe si su razón de ser estriba en dejar de ser? No podemos, pues, decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser» (Confesiones lib. 11, cap. 14).
Desde Agustín, el tiempo ha sido objeto de la literatura, muy especialmente de la poesía, y de la filosofía. Una melancólica reflexión existía ya en el libro más existencialista de la Biblia, el Eclesiastés o Qohelet. La teoría agustiniana del tiempo, demasiado amplia y rica como para someterla a simplificaciones, tiene sin embargo dos líneas maestras. Una, la de la indefinición del tiempo, como expresa con nitidez en las Confesiones. Ese continuo fluere de Heráclito es característica esencial del tiempo, como vieron en verso Quevedo y Bocángel. Pero también algo que ahora han puesto de moda los físicos, para intentar suavizar los vértigos del principio. El tiempo nació con el tiempo, dice Agustín, y por tanto es vano preguntarse qué había antes del tiempo, es decir, antes del principio. El concepto antes no tiene sentido. Y si la teoría del big bang es correcta, hay que concluir ya con Agustín que el tiempo nació con esa explosión inicial. El esquema del tiempo agustiniano quizá quedó reflejado como en ningún lugar en un magistral soneto de Gabriel Bocángel (1603-1658), quien aseguraba que el escribir es un «hablar pintado».
Huye del sol el sol, y se deshace
la vida a manos de la propia vida;
del tiempo que, a sus partos homicida,
en mies de siglos las edades pace,
nace la vida, y con la vida nace
del cadáver la fábrica temida.
¿Qué teme, pues, el hombre en la partida,
si vivo estriba en lo que muerto yace?
Lo que pasó ya falta; lo futuro
aún no se vive; lo que está presente
no está, porque es su esencia el movimiento.
Lo que se ignora es solo lo seguro;
este mundo, república de viento
que tiene por monarca un accidente.
Este magnífico soneto, digno de codearse con los mejores de Quevedo, encierra varias bellezas y un par de alusiones a la mitología y filosofía griegas: Saturno (Crono, el tiempo) devorando a sus hijos (v. 3), y el célebre y apócrifo pánta rhei (= omnia sunt in continuo fluere) atribuido a Heráclito. El tiempo es el gran caníbal. El tempus edax rerum ovidiano (Metamorfosis, 15,234), el tiempo devorador de todas las cosas, el tempus fugit, estuvo presente como un aviso para navegantes en los relojes de sol, con leyendas tan hermosas sobre las horas como omnes vulnerant, ultima necat («todas hieren, la última mata»), que Montaigne traduciría a su modo: «¿No se mueve todo con vuestro mismo movimiento? ¿Hay algo que no envejezca al mismo tiempo que vosotros?… Todos los días van hacia la muerte, el último la alcanza» (Ensayos, I,20, Bibl. Aurea, pág. 136). La Edad Media nos lo transmitió en los umbrales del Renacimiento a través de Jorge Manrique y de Villon. Ellos llevaron a la suma perfección el tópos del ubi sunt; Manrique, con su «¿Qué se hizo?, ¿qué se hicieron?, ¿qué fue de…?»; Villon —como Manrique a «la verdura de las eras»— recurrió a «las nieves de antaño», formulado en el célebre où sont les neiges d’antan? Pedro Salinas, en un lúcido y brillante ensayo incluido en Del Cid a Sor Juana, lo ha resumido así:
«Jorge Manrique, al comienzo de las espléndidas coplas a la muerte de su padre —que, a mi ver, son la primera poesía de carácter rigurosamente universal, la primera gran poesía magistral dentro de la lírica española— hablando en las primeras estrofas, haciendo al hombre el llamamiento de despertar a la contemplación de cómo se pasa la vida, de cómo se viene la muerte tan callando, después que en la segunda estrofa llega a esa sobrecogedora concepción del tiempo, de la reducción del tiempo a la nada, puesto que el pasado ya no es, el presente es algo que está dejando de ser y el futuro es algo que todavía no es, entonces, ¿qué tiempo se nos da, ya que el ayer no es, este instante es algo que al decirlo está dejando de ser y el futuro aún no se ha formado? Esta es la idea agustiniana del tiempo. San Agustín fue el primero que en sus Confesiones afirmó —con su famosa imagen de la voz— esto de que el tiempo no existe, sino es la conciencia del pasado. Manrique recoge esta idea y en la segunda estrofa llega a la formulación grandiosa de la metáfora que es objeto de nuestro estudio: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. He aquí la gran metáfora» («Una metáfora en tres tiempos», Ensayos completos, Bibliotheca Aurea, págs. 1191-92).
Los poetas renacentistas siempre tuvieron presente esta huida del presente, la necesidad de agarrar el instante para evitar su huida inevitable. Solo es posible transcribir unos pocos ejemplos, pues una aproximación menos difuminada no la toleraría el espacio (ni el tiempo) de que disponemos. Garcilaso de la Vega (1501-1536) reescribió al pseudo-Ausonio en un memorable soneto:
En tanto que de rosa y de azucena
se muestra la color en vuestro gesto
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;
y en tanto que el cabello que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello, blanco, enhiesto
el viento mueve, esparce y desordena:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Hasta Eugenio de Salazar (1530-1602) —un poeta hoy casi oculto, que fue oidor en Santo Domingo y México, y cuyas Cartas jocosas en ocasiones podría haberlas firmado Quevedo— recuerda en su Égloga IV el primer terceto de Garcilaso: «De tu florida edad la primavera…» (vv. 216-240).
El tiempo y las rosas. Omar Jayyam también lo había dicho, y quizá utilizó en árabe el mismo verbo: «El viento de la muerte marchitará de pronto los pétalos de la vida como el ropaje de la rosa». No solo Omar Jayyam. Carlos Rubio, que ha estudiado las Claves y textos de la literatura japonesa, en una geografía lejana, pero en un tiempo cercano, nos habla de «esa “literatura del apartamiento o de ermitaños” (inja bungaku) de los siglos XIII-XIV [que] está marcada especialmente por el sentimiento de lo transitorio. Pero la valoración emocional de este concepto budista ya venía de antes. La poesía del Kokinshu… tiene el sentimiento de la fugacidad, que ilustra la profusión de poemas sobre las flores del cerezo, como una idea central». El gran Luis de Góngora (1561-1627) volvió al asunto del carpe diem en otro bellísimo soneto:
Mientras por competir con tu cabello
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello,
mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello,
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no solo en plata o víola truncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Góngora no menciona la rosa (como sí lo hizo Garcilaso) ni los cerezos. Pero una poeta excepcional, la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), se fijó en el último verso. El caso de Sor Juana es digno de estudio. Menéndez Pelayo, que no acababa de digerir a Góngora ni a sus seguidores, hizo una excepción con Sor Juana, a la que consideraba el mejor poeta en español de la segunda mitad del siglo XVII, y desde luego el mejor del reinado de Carlos II. También encontró huellas de Ausonio en otros versos. Sor Juana recordó el soneto de Góngora para componer el suyo:
Este, que ves, engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;
este, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y venciendo del tiempo los rigores,
triunfar de la vejez y del olvido,
es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado;
es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
No puedo detenerme ahora a analizar la prodigiosa arquitectura de este soneto. Ya lo han hecho muchos sin agotarlo. El último verso recrea el de Góngora. (Octavio Paz, en la monumental Sor Juana o las trampas de la fe, llega incluso a decir que lo mejora). Pedro Henríquez Ureña, en su estudio sobre Sor Juana, breve aunque no poco interesante, considera a Sor Juana «ante todo intelectual: la facultad predominante en ella no era la facultad de creación poética sino la inteligencia como razón, como facultad de entender y juzgar… Sor Juana es ante todo una inteligencia razonadora». Les recomiendo leer la Carta a Sor Filotea, de la propia Sor Juana, donde habla de su «deseo de saber», del «sosegado silencio de mis libros». Ella misma habla de su entrega «a la estudiosa tarea… de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros». Según Henríquez Ureña, no entró en el convento «por vocación claustral: su motivo esencial fue el deseo de tranquilidad y de estudio». Ella encarna el futuro sapere aude de la Ilustración: «A mí no el saber (que aún no sé), solo el desear saber me ha costado grande [afán]…». Aquel «no hay mal que se iguale al no haber sido» del soneto de Argensola, podría interpretarlo sor Juana como saber o entender: «… porque, como dijo doctamente Gracián, las ventajas en el entendimiento lo son en el ser». Y si la han perseguido, dice, solo ha sido por tener «amor a la sabiduría y a las letras». Incluso el sentido del oscuro poema Primero sueño lo explica ella así: «… soñé que de una vez quería comprehender todas las cosas de que el universo se compone». Comprender todas las cosas, esa pasión de saber.
Salinas lo ha resumido en su afición y dedicación «al afán ardoroso, a la pasión, me atrevería a decir. La terrible pasión, que tanto ha condenado la Iglesia, la pasión del conocimiento. Y por entre esas palabras comunes hace guiños una figura diabólica, diablo tentador como pocos, que rondaba a Sor Juana, sin que ella le viese nunca, en esas horas de sosiego, de libros y silencio: le démon de la connaissance. […] Si tomamos la palabra filosofía, en su sentido original, como amor al saber, el alma de Sor Juana quedará justamente nombrada, verazmente definida, con decir que fue el dechado del alma filosófica». (Ensayos completos, o.c., pág. 1225).
Quizá no haya mejor símbolo de la fugacidad de la belleza que las rosas. Calderón (1600-1681) nos deslumbró con un soneto justamente famoso:
Estas, que fueron pompa y alegría
despertando al albor de la mañana,
a la tarde serán lástima vana
durmiendo en brazos de la noche fría.
Este matiz, que al cielo desafía,
iris listado de oro, nieve y grana,
será escarmiento de la vida humana:
¡tanto se aprende en término de un día!
A florecer las rosas madrugaron,
y para envejecerse florecieron:
cuna y sepulcro en un botón hallaron.
Tales los hombres sus fortunas vieron:
en un día nacieron y expiraron;
que pasados los siglos, horas fueron.
El soneto contenía también un hermoso verso de Ausonio, Quam longa una dies, aetas tan longa rosarum, que estimaba en un día la edad de las rosas. Calderón había puesto este soneto en boca del príncipe Fernando, en El príncipe constante, al que contestaba la infanta Fénix con otro sobre las flores de la noche: las estrellas (que no sé por qué suele hurtarse a las antologías).
Esos rasgos de luz, esas centellas
que cobran con amagos superiores
alimentos del sol en resplandores,
aquello viven que se duele de ellas.
Flores nocturnas son; aunque tan bellas,
efímeras padecen sus ardores:
pues si un día es el siglo de las flores,
una noche es la edad de las estrellas.
De esa, pues, primavera fugitiva
ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere:
registro es nuestro, o muera el sol o viva.
¿Qué duración habrá que el hombre espere,
o qué mudanza habrá que no reciba
de astro que cada noche nace y muere?
El primer cuarteto se explica por la creencia de que las estrellas recibían la luz del sol, que está atestiguada en otros textos. Aquí la reciben como «limosna»; en El viaje entretenido de Rojas Villandrando, como «hurto»: «Hasta las mismas estrellas / son ladronas; probarelo, / pues hurtan al sol la luz / de que ellas carecen, cierto». Pero lo importante es la expresividad de lo efímero en el magnífico juego de correlaciones y paralelismos tan típicos del barroco: día/noche; siglo/edad; mal/bien; muerte/vida; sol/astro; duración/mudanza; esperar/recibir; nacer/morir. Solo una crepuscular Norma Desmond (Gloria Swanson) en la película de Billy Wilder, El crepúsculo de los dioses, pudo decir que «las estrellas no tienen edad».
Pero todo tiene que acabar, hasta estos textos. En el título nombrábamos las naves, las nubes y las sombras. Esta soberbia trimembración procedía de tres comparaciones diseminadas en el Libro de Job e hizo fortuna. Las sombras y las naves también figuraban en el Libro de la Sabiduría (5,8-12), y aun acompañadas de aves y saetas. La frase abría las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, de donde tal vez la tomó Amado Nervo (1870-1919) para su poema «A Kempis»:
Sicut nubes, quasi naves, velut umbra…
Ha muchos años que busco el yermo,
ha muchos años que vivo triste;
ha muchos años que estoy enfermo,
¡y es por el libro que tú escribiste!
¡Oh, Kempis, antes de leerte, amaba
la luz, las vegas, el mar Oceano;
mas tú dijiste que todo acaba,
que todo muere, que todo es vano!
Antes, llevado de mis antojos,
besé los labios que al beso invitan,
las rubias trenzas, los grandes ojos,
¡sin acordarme que se marchitan!
Mas como afirman doctores graves,
que tú, maestro, citas y nombras,
que el hombre pasa como las naves,
como las nubes, como las sombras,
huyo de todo terreno lazo,
ningún cariño mi mente alegra
y con tu libro bajo del brazo
voy recorriendo la noche negra…
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste!
Ha muchos años que estoy enfermo,
¡y es por el libro que tú escribiste!
La famosa frase, con una leve variante (navis en singular, salvo que sea errata), es el título de un poema de 1879, de Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), que concluye de forma becqueriana. Pero lo bueno del caso es que el propio Amado Nervo la había utilizado antes, con una variante distinta, como epígrafe del poema «Del alma y de Dios». Allí la cita dice: «Sicut nubes, quasi aves, velut umbra» y su traducción viene a ser el estribillo del poema, con ecos del ubi sunt y del qué se hicieron manriqueño. En otro poema de Elevación, titulado «Sicut naves», la cita es de Longfellow: Ships that pass in the night… Y el verso primero lo traduce: «Los hombres son cual naves que pasan en la noche…». Tiempo después leo esta línea en el libro de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, que fue Premio (póstumo) de la Crítica: «… he sido derrotado y por ello me siento sicut nubes…, quasi fluctus…, velut umbra, como una sombra fugitiva». El quasi fluctus, como las olas, no está en el Libro de Job, pero sí en Eclo, 29,24.
Ya lo ven, ninguna literatura desde los orígenes del mundo ha podido hurtarse a la tremenda belleza de la luz que se apaga, la rosa que se marchita, la nube que se deshilacha. Quizá tenía razón Rilke cuando definió la belleza como «ese principio de lo terrible que todavía podemos soportar».