El Quijote o el impredecible éxito de un fracasado
- Los pilares de la literatura y sus corrientes subterráneas (de Odiseo a «Ulises»), de Emilio Pascual
31 octubre, 2011
A veces los ríos subterráneos tiene extraños caprichos. Como los ojos del Guadiana, pueden aparecer en cualquier sitio y regar cualquier tierra no esperada. Seguramente recordarán la película de Robert Redford, Quiz show (en España titulada «El dilema»), sobre la corrupción de los concursos televisivos. Si la traigo aquí es porque hay dos momentos en que confluyen dos ríos subterráneos ya convertidos en pilares. En el primero, la familia Van Doren juega a algo que ya parece un viejo juego familiar. Padre e hijo (Paul Scofield y Ralph Fiennes) van soltando frases más o menos ad hoc, y ambos van descubriendo la obra de Shakespeare a que pertenecen. En otro momento, al final de una clase de Literatura, un alumno pregunta desconcertado por ese caballero viejo y loco, objeto de la clase: en el encerado vemos escrito un nombre y una fecha: Cervantes 1547-1616. En la misma fecha había muerto Shakespeare.
Hace cuatrocientos años, un poeta secundario y viejo, que con su humor habitual se atrevió a llamarse a sí mismo «socarrón» y «poetón ya viejo», tuvo un éxito inesperado con una obra que él consideraba menor. También había sido dramaturgo. En otros tiempos había compuesto «hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas»: una forma suave de decir que no le dieron fama ni dineros. Ahora, a la sombra de aquel éxito inesperado, se atrevió a llamar de nuevo a las puertas del teatro. «Y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas —prosigue—, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, aunque sabían que las tenía; y, así, las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso nada; y, si va a decir la verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo».
El tardío ascenso a la fama de aquel poetón ya viejo, que también había sido soldado y alcabalero, ha quedado registrado en el siguiente soneto de Borges:
Un soldado de Urbina
Sospechándose indigno de otra hazaña,
como aquella en el mar, este soldado,
a sórdidos oficios resignado,
erraba oscuro por su dura España.
Para borrar o mitigar la saña
de lo real, buscaba lo soñado.
Y le dieron un mágico pasado
los ciclos de Rolando y de Bretaña.
Contemplaría, hundido el sol, el ancho
campo en que dura un resplandor de cobre;
se creía acabado, solo y pobre,
sin saber de qué música era dueño;
atravesando el fondo de algún sueño,
por él ya andaban don Quijote y Sancho.
A la altura de 1602, ese era en efecto Miguel de Cervantes, nacido en 1547, hijo de un cirujano, es decir, de un barbero, por mal nombre sacapotras, que, además de la barba, sabía hacer sangrías, sacar una muela y entablillar un hueso roto. No fue a la universidad, aunque su curiosidad insaciable lo llevaba a leer hasta los papeles rotos de las calles. Era muy joven cuando empezó a componer versos, pero al mismo tiempo supo manejar la espada con suficiente destreza para acuchillar a un hombre y huir a Italia, escapando de una sentencia que lo condenaba a que se le cortara la mano derecha y a diez años de destierro. Su vida fue itinerante como la de muchos de sus personajes. Peleó en la batalla de Lepanto, fue herido en el pecho y en la mano izquierda: la habilidad de los del oficio paterno con emplastos y tablillas hizo que perdiera su movimiento para siempre. Volvía a España rehabilitado y con cartas de recomendación, cuando la nave fue asaltada por unos piratas berberiscos. Sus cinco años de cautiverio en Argel han quedado resumidos en unas líneas del Quijote:
«Solo libró bien con él [su dueño argelino] un soldado español, llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y, por la menor cosa de muchas que hizo, temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia» (I,40).
Volvió a Madrid con 33 años, cuando Lope de Vega tenía 17. Intentó el teatro y la literatura. Anduvo entre cómicos, tuvo una hija natural, publicó una novela pastoril de poco éxito, La Galatea (es decir, la primera parte: se pasó la vida prometiendo una segunda…, que acaso siempre supo que nunca escribiría), y se casó en Esquivias, un pueblo de Toledo famoso por sus vinos, con una joven de diecinueve años a la que casi doblaba la edad. Tras poco más de un año en Esquivias, decidió aceptar un empleo de comisario de abastos para la Armada Invencible, y desapareció. En otro lugar he escrito un resumen apresurado de esos años:
¿Qué llevó a Cervantes a ausentarse de Esquivias y a aposentarse en Sevilla? Durante casi quince años recorrió los caminos de Andalucía requisando cereales y aceite para la Armada (Invencible) y luego recaudando impuestos. En ese tiempo conoció ventas y venteros, arrieros y maritornes; quizá también «príncipes, marqueses y condes y caballeros» en la lujosa posada sevillana de su amigo Tomás Gutiérrez; jueces y alguaciles más dados a doblar la vara de la justicia con el peso de la dádiva que con el de la misericordia; canónigos de caridad lenta y excomunión pronta; labradores cazurros que, desconfiando de la paga real, preferían ocultar el grano antes que entregárselo al comisario (quizá los recordaba cuando escribió «que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él ve que no le está bien guardarla»); pícaros y hampones, prestamistas y usureros; banqueros que podían quebrar a la vuelta de la esquina, y dinero que se volatilizaba en el aire, dejándote a la intemperie; las mesas de juego y su incierto futuro; un memorial elevado al Consejo de Indias con la pretensión de «alcanzar un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos», y una lacónica respuesta: «Busque por acá en qué se le haga merced»; poemas de circunstancias; un contrato por el que se comprometía a escribir seis comedias, «y si habiendo representado cada comedia pareciese que no es una de las mejores que se han representado en España, no seáis obligado de me pagar por la tal comedia cosa alguna»: no se representaron porque acaso nunca se escribieron; un premio literario de novato, ganado en un concurso convocado en Zaragoza con motivo de la canonización de san Jacinto: el premio consistió en tres cucharas de plata, y el poema premiado, en una glosa al santo que tampoco ocupa la mejor página de su literatura; un par de cárceles y dos excomuniones; idas y venidas para aclarar cuentas y denuncias… Fracasos y amarguras, sinsabores y desengaños.
Este era Cervantes a la altura de 1602. Un fracasado en todos los órdenes, y lo que es peor, en el literario, ignorante «de qué música era dueño». Porque Cervantes resultó ser el peor crítico de sí mismo. Formado en la preceptiva aristotélica, no soportaba el teatro de Lope de Vega porque sus obras no «guardaban bien los preceptos del arte», y no «llevaban traza ni seguían la fábula como el arte pide». Y él, empeñado en mantener los preceptos del arte, vio cómo «el gran Lope de Vega, se alzó con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes», mientras él se lamentaba, entre bromas y entre veras, «de parecer que tengo de poeta, / la gracia que no quiso darme el cielo». Y es que él daba escasa importancia a su habilidad suprema, que consistía en la «escritura desatada», porque no caía bajo la preceptiva de Aristóteles y no le causaba «trabajo» ni «desvelo». Fray Luis también decía de sus versos que «se me cayeron estas obrecillas de las manos», sin adivinar que solo por ellas iba a pasar holgadamente a la historia de la literatura. Un personaje de «El jardín de senderos que se bifurcan» (Ficciones), dice: «En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista». Podría Borges habérselo aplicado a Cervantes.
Así las cosas, ya sin nada que perder, rompió con todos los tabúes y cedió a la «escritura desatada». No sabemos si el Quijote iba a ser en principio una novela ejemplar más, que podía haber acabado con el donoso escrutinio de los libros, o quizá con el final de las noticias proporcionadas por los Anales de La Mancha. Lo cierto es que de pronto descubrió dos cosas: las posibilidades que le daban un escudero hablador y transgresor de los cánones caballerescos, y las de un segundo autor, aunque fuese arábigo. A partir de este momento, el escritor timorato y devoto de las normas hace un tercer descubrimiento, que dejará reflejado en el prólogo. Puesto que está tratando de una materia «de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón», se puede permitir el lujo de transgredir todas las leyes, normas y preceptos y crear sus propias reglas como mejor se le antoje. Y así, todo lo que va a pedirle a su obra queda resumido en el consejo de su discreto amigo con que cierra el prólogo, esto es:
«… procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzareis y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y oscurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».
Puestos a hacer de la necesidad virtud, Cervantes empieza a utilizar materiales escritos en épocas diferentes. En cierto modo el primer Quijote está hecho de retales. La novela del capitán cautivo (caps. 39-41), por ejemplo, a juzgar por las fechas que maneja, está escrita unos quince años antes, y da noticia indirecta de sus años de cautiverio. La novela del curioso impertinente (caps. 33-35) era sin duda una novela ejemplar más, que estaba al lado de Rinconete y Cortadillo en la maleta hallada en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, y siempre nos cabrá la duda de qué extraño azar hizo que el Cura leyera la una en lugar de la otra: de haber leído Rinconete, quizá ahora tendríamos al Curioso impertinente entre las ejemplares y a Rinconete en el Quijote. Pero no solo eso: el soneto «En el silencio de la noche, cuando…», que recita Lotario en la novela, está también incluido en La casa de los celos (jornada III) con una ligera variante. No es improbable que estuviera también escrita la historia de la pastora Marcela (caps. 12-14) a juzgar por las vacilaciones sobre el lugar de su inclusión, y desde luego lo estaba la «Canción de Grisóstomo», pues hasta «el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela», etc. Cuando diez años después Cervantes, ya dueño de todas las herramientas de su arte, recuerde estos zurcidos y digresiones, con mucho donaire y desenvoltura pondrá en boca de Cide Hamete Benengeli «un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar de él y de Sancho, sin osar extenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir de este inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas y pasarían por ellas, o con prisa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda parte no quiso injerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mismos sucesos que la verdad ofrece; y aun estos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II,44).
¡Genial Cervantes, que pide alabanzas no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir! La frase ha hecho correr mucha tinta, porque puede aludir tanto a la literatura como a la censura. En cualquier caso, la grandeza del Quijote está en que se hizo haciéndose, como el propio personaje. Un personaje sin genealogía, que se declara «hijo de sus obras» y que dice abiertamente «que no es un hombre más que otro si no hace más que otro» (I,18). Un personaje que descree de los linajes, aunque diga —no sabemos con qué grado de exactitud o de sorna— que desciende de la alcurnia de Gutierre de Quijada «por línea recta de varón» (I,49). Un personaje que decide acomodar a sus deseos una realidad que no le gusta para transformarla (por eso ha podido haber lecturas marxistas del Quijote). Por lo demás, ¿dónde está la locura de don Quijote? ¿En querer acomodar la realidad a sus deseos? ¿Y qué decir de La realidad y el deseo, de Cernuda? ¿Acaso el ser humano, desde que manejó la primera rama de un árbol como objeto ofensivo y defensivo, desde que inventó la rueda, no lleva toda la historia intentando acomodar la realidad a sus deseos? ¿Qué han sido todas las promesas de las religiones, sino pretensión de acomodar incluso la realidad de ultratumba a los deseos? ¿Qué los hallazgos de la ciencia, qué sus reflexiones y premoniciones de futuro, sino el acomodar la realidad a los deseos? «Mintió el deseo. Mas, ¿cuándo / dijo verdad el deseo?», dice un personaje de Calderón en El mayor encanto, amor (vv. 175-176), una obra que recrea el episodio de Ulises y Circe en la Odisea.
Nunca sabremos lo que pensaba Cervantes cuando empezó a escribir, pero casi podemos hablar de la rebelión de sus personajes (y quizá fuera bueno hacer aquí una digresión sobre la realidad de los entes de ficción: lo dejaremos para el último pilar). Es interesante ver la evolución en la construcción de la novela y en la construcción del personaje. En ese hacerse haciéndose, hay un extraño paralelismo entre arquitectura y psicología. A medida que crece la complejidad de la novela crece la complejidad del personaje. Don Quijote empieza siendo un loco sin paliativos; pero luego evoluciona hacia loco «entreverado», que solo disparata cuando se toca «su negra y pizmienta caballería», pero conserva «bonísimo entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba», para acabar como mártir de su propia vocación (así lo vio Dostoievski) y canonizado por el propio narrador: «porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían» (II,74). Unamuno denominó a don Quijote «Caballero de la Bondad».
Esta polivalencia y ambigüedad premeditada convierte al Quijote en una obra mucho menos doctrinaria que las otras de Cervantes, quizá por ser mucho más humorística. Riquísima pero sin mensajes explícitos. Lo que Américo Castro llamó «realidad oscilante». El mismo personaje va cambiando a medida que la realidad oscilante cambia frente a él: al principio él hace la realidad a su imagen; al final la realidad imaginada se le presenta (aun en forma de ficción) ya acomodada a su proyecto. De algún modo pasa como con El general de la Róvere, de Indro Montanelli, llevada al cine por Rosellini (1959): que la realidad te impone un personaje del que ya no sabes, no puedes o no quieres escapar. De ahí también los monumentales equívocos que ha provocado con el tiempo, y la cantidad de lecturas posibles, ninguna excluyente, todas complementarias.
El éxito lo impulsó a escribir una segunda parte. Se tomó su tiempo, porque —es preciso insistir en ello— en el fondo creía que el Quijote era solo una obra menor, un libro «de entretenimiento», y empleó el largo intervalo en sacar a luz todas sus viejas obsesiones: el teatro, los tercetos de El viaje del Parnaso… Solo las novelas ejemplares pertenecían al nuevo Cervantes, y así se encargó de advertir «que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa».
El segundo Quijote es un prodigio de arquitectura y de modernidad. Cervantes, personaje de su libro como lo había sido Dante del suyo, pone ahora a Don Quijote ante su propia historia impresa, para que matice, critique, corrija e incluso valore los acontecimientos desde su punto de vista. Pero también otros personajes han leído su historia y acomodan la realidad a los designios del caballero, que acaso empieza a sospechar que todo en el mundo es farsa y teatro o, como diría Sancho, «embuste y bellaquería». La realidad se entromete de tal modo, que un tal de Avellaneda —tan real como cualquier autor y tan fantástico como cualquier personaje— publicó una segunda parte del Quijote cuando Cervantes andaba componiendo el capítulo 59 de la suya. Cervantes, que se crecía ante la adversidad, compuso un prólogo conmovedor que desbarató las injurias del apócrifo y, en un alarde de genialidad, modificó el rumbo de don Quijote para sacar «a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno», e incluso le arrebató un personaje, don Álvaro Tarfe, para que declarase ante alcalde y escribano «cómo no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas» (II,72). Hizo algo más. No está escrito en ningún sitio que pensara matar a don Quijote; pero, ante la intromisión de Avellaneda, decidió hacerlo enfermar y morir, y devolvernos a don Quijote «dilatado y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia de estas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo» (II, pról.)
Don Quijote, o el sueño de una utopía. Todas las utopías están teñidas del mismo noble intento de mejorar el mundo. Y quizá no sea casual que las primeras y más envidiables utopías pertenezcan a ese siglo quijotesco: así la de Tomás Moro, la de Bacon, la de Campanella. La de don Quijote, que se dirigía a «hacer bien a todos y mal a ninguno» (II,32), chocó con la lanza biempensante del Caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona. Un episodio que hacía llorar a Heine y que acaso empujó a Dostoievski a definir el Quijote como «el libro más triste». Y es que, como comentaría Unamuno, «la verdadera locura va de veras; son los cuerdos los que van de burlas». O como cantaría Nicanor Parra en uno de sus Guatapiques:
En qué quedamos entonces
amigo Zerbantes
hay o no caballeros andantes?
¿Dos personajes, dos visiones de la vida? Más bien una y compleja. La gran invención cervantina quizá no fuera don Quijote, sino Sancho. Todo caballero tenía su escudero, pero era solo una sombra, una herramienta más de la armadura, de la indumentaria del caballero. Solían ser personajes oscuros, silenciosos, que hablaban a su señor more turquesco —léase inclinados—, con mucho respeto y reverencia. Algunos no osaban despegar los labios ante su señor. Sancho, gran hablador, se convierte en parte de don Quijote, hasta el punto de que el propio caballero utiliza una formulación exclusivamente reservada al Cuerpo místico: quando caput dolet et caetera membra dolent. De hecho, cuando se separan con motivo de la ínsula, el narrador anota en seguida: «Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad» (II,44). (En realidad hubo otras dos ocasiones en que se separaron, pero ambas con embajadas, y de ellas derivó una transmutación de la realidad).
«Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos», escribió el asendereado Cervantes en el Persiles (II,4). Los suyos, tampoco. En el prólogo al segundo Quijote confesaba que «bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama». Él también la tuvo y sucumbió a ella. Solo que la fama le llegó tarde, por un camino no esperado, y los dineros por ninguna. El 19 de abril de 1616 escribía al Conde de Lemos: «Ayer me dieron la Extremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir… Si a dicha, por buena ventura mía (que ya no sería ventura, sino milagro), me diese el cielo vida, las verá y con ellas fin de La Galatea…». Se estaba muriendo y seguía prometiendo una segunda parte imposible.
Y con la muda compaña,
de su esposa y de su suerte
quedó esperando la Muerte
el primer hombre de España.
Esto lo escribió Manuel de Góngora (1889-1953), un poeta de segundo o tercer orden, como lo habría sido Cervantes de no haber escrito un libro que solo aspiraba a conseguir del lector unas «fanegas de risa».
La herencia cervantina, como la de Shakespeare, es infinita, aunque no tan numerosa en la música y el cine. (Aun así, sobre este, véase Ferran Herranz, El Quijote y el cine, Madrid, Cátedra, 2005, donde registra cerca de 150 versiones cinematográficas, y todos sabemos que fue permanente obsesión de Orson Welles). Ya los contemporáneos de Cervantes, o muy poco después, se hicieron eco de su popularidad. Quevedo, en un romance burlesco; Tirso de Molina y Calderón en su teatro. Tampoco faltaron epigramas. Más adelante veremos cómo un siglo después fue un icono para la naciente novela inglesa, y no hay lugar de la tierra que desconozca el adjetivo quijotesco. Milan Kundera, desde su posición de novelista, asegura que «el creador de la Edad Moderna no es solamente Descartes, sino también Cervantes» (El arte de la novela, Círculo, B 96, p. 14).
Me limitaré a recoger unas líneas de Roberto González Echevarría sobre su difusión en Hispanoamérica:
«El proceso empezó con Don Catrín de la Fachenda (1825), del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, escrito a imitación declarada de Cervantes, y culminó con el pastiche del ecuatoriano Juan Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), y… la “Letanía de Nuestro Señor Don Quijote”, de Rubén Darío, incluido en Cantos de vida y esperanza (1905). […] El manuscrito de Melquíades en Cien años de Soledad, y los varios experimentos sobre la escritura en Yo el Supremo, además del personaje de Patiño, remiten al segundo personaje en importancia del Quijote; no Sancho, sino el autor, o los autores implicados en la producción del texto. […] “Pierre Menard, autor del Quijote” es, en efecto, un experimento sobre la función del autor… Porque, si se mira desde dentro de la literatura, el personaje más universal creado por Cervantes no fue tanto don Quijote mismo como el narrador del Quijote, y ese personaje resucita cada vez que se escribe una novela». En Carpentier: «Escrita cuando Carpentier sabía que se moría de cáncer, El arpa y la sombra (1979) es su más sostenida reflexión sobre Cervantes. […] Esto es lo intentado, lo propuesto por Carlos Fuentes en su masiva Terra nostra, en la que Cervantes, por cierto, aparece como cronista… ¿No se ha dado nadie cuenta de que Terra nostra es la novelización de Don Quijote, Don Juan y la Celestina de Maeztu?» («Cervantes y la narrativa hispanoamericana moderna: Borges y Carpentier», en Del donoso y grande escrutinio del cervantismo en Cuba, La Habana, Letras cubanas, 2005, págs. 920-941).
Un testimonio bien moderno de esa herencia lo ha dejado Paul Auster en Ciudad de cristal, la primera novela de la Trilogía de Nueva York. Toda la novela es una sucesión de cajas chinas en que sus personajes se mueven, hasta llegar al cap. 10, en que resulta que Paul Auster —a la vez personaje y autor— está escribiendo un artículo «sobre Don Quijote»:
«—Uno de mis libros favoritos —dijo Quinn.
—Sí, mío también. No hay nada comparable.
Quinn le preguntó por el ensayo.
—Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.
—¿Cuál es su tesis?
—Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.
—¿Hay alguna duda?
—Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.
—Ah.
—Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano y después se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera puede garantizar la exactitud de la traducción».
Etcétera. El lector puede recurrir a ese capítulo diez. Entre otras cosas se plantea algo que ya se había apuntado hace tiempo, a saber, la sospecha de que «Cervantes devoraba aquellos viejos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de ti lo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes». El lector también podrá comprobar lo difícil que es «garantizar la exactitud de la traducción». Pues poco después de tal afirmación hallará un «Simón Carrasco» y un «Caballero de la Pálida Luna» en vez de «Sansón Carrasco» y «Caballero de la Blanca Luna». Al menos la traductora sí debería haber abierto el Quijote.