El monje en su apocalipsis

Puede leerse el nombre de Liébana en la obra de Sebastián, obispo de Salamanca, o en la Crónica del rey Alfonso, entre una de las comarcas de aquella tierra (a donde fueron llevados de nuevo por el rey Alfonso el Católico, yerno de D. Pelayo, los pueblos cristianos de España, emboscándose en algunos rincones de las regiones de Asturias hasta ese día, por miedo de los sarracenos). «En aquella época —dice— se produjo la repoblación de Primorias, Liébana, Transmiera, Sopuerta, Carranza, Burgos que hoy se llama Castilla, y la costa de Galicia». Actualmente, que yo sepa, el nombre de Liébana no corresponde a ninguna ciudad concreta, sino que es una parte de las Astures, situada entre las Asturias, como suelen denominarse, de Oviedo y de Santa Juliana o Santillana, la parte más alta y quebrada de la provincia, que ocupa una extensión aproximada de nueve leguas de largo por cuatro de ancho y que se denomina «provincia de la Liébana, y está bajo la jurisdicción del duque del Infantado». En dicha región se encuentra el pueblo de Valcavado, próximo a Saldaña, en cuya iglesia se venera y da culto al cuerpo de un santo varón, llamado por sus habitantes Santo-Vieco, al parecer por una transformación fonética del nombre de santo Beato. Muchos autores aseguran que se muestra públicamente uno de los brazos, para su veneración.

                                                           (Nicolás Antonio, Bibl. Hisp. Antigua, l. VI, c. II).

 

Desde la ascética ventana de su celda, que daba al torrente ensoberbecido por las últimas lluvias, el abad de Valcavado contemplaba, abstraído, el tronco del árbol que había derribado la tormenta. En aquellas horas previas al rezo de Vísperas, esas horas grises de atardecer y de ceniza que envolvían el monasterio, el abad de Valcavado volvía a veces los ojos a las nieves de antaño, a las montañas de su infancia. En esos momentos bendecidos por la sabiduría de los cielos podía recordar las lluvias primaverales de Liébana y sus otoños apacibles; adivinar las pomaradas en flor que el cierzo respetó, y, si esforzaba la imaginación, el perfume salitroso del Cantábrico.

El árbol había caído con la suavidad de un príncipe perdido en la arena del desierto, con el sosiego de un mártir en los circos de la persecución. La providencia había querido que permaneciera atravesado, uniendo las dos orillas del río, puente indeciso sobre las aguas alborotadas del torrente. El abad de Valcavado pensó en el próximo himno de Vísperas, en la estrofa que hablaba de aquel otro árbol bello y luminoso (arbor decora et fulgida), que, adornado con la púrpura real (ornata Regis purpura) —ya color del poder, ya de la sangre—, había sido elegido por Dios como tronco de salvación en el naufragio humano (electa Deo stipite) para sostener el cuerpo sagrado del Elegido (tam sancta membra tangere). Árbol de la salud, el árbol de la vida. Un fragmento del de la cruz brillaba en Liébana.

Algo llamó la atención del viejo abad. Un hombre, pastor o campesino, acababa de poner el pie en uno de los extremos del tronco. ¿Quién dijo que del árbol caído todos hacen leña? El hombre no buscaba leña sino paso: apoyaba en un pie todo el peso del cuerpo sobre el tronco, tanteando como para asegurarse de su firmeza. El abad pensó en un versículo del salmo que no tardaría en recitar: Si iniquitates observaveris, Domine, Domine, quis sustinebit? ¿Quién podría resistir firme ante Dios si llevara por cuenta todas nuestras iniquidades? El árbol caído, el agua del torrente, el universo todo estaba en sus manos. Si Él sabía esparcir los cristales de hielo como migas, ¿qué agua no quedaría detenida ante el rigor de la frialdad de su rostro? Ante faciem frigoris eius quis sustinebit?

El hombre pareció confiar en la firmeza del tronco. Desde su celda del monasterio de Valcavado, el abad adivinó la desvalida decisión del viandante. Lo vio avanzar por el puente improvisado, sobreponiéndose al estruendo de las aguas. Crujió una rama que se apoyaba al otro lado, y el tronco experimentó una leve sacudida. Sobrecogido, el abad vio cómo el hombre extendía los brazos en cruz para preservar el equilibrio. Pelele o crucificado, hubo un momento en que se debatió entre la vertical precaria de la vida y la caída a los remolinos de la espuma. Fue entonces cuando el monje, con una mirada de perplejidad o de misericordia, recordó o predijo aquella línea de música precisa: media vita in morte sumus[1]

En medio del camino de la vida… Si nadie ha podido presumir de hallarse en mitad del camino de la vida —pues es sabido que ninguno es tan viejo que no pueda vivir un día más, ni tan joven que no pueda morir hoy mismo—, el abad se sabía más cerca del final que del principio. Volvió los ojos hacia las montañas de Liébana y las percibió en la memoria como un estallido de luz. Recordó entonces un libro de Dionisio el Areopagita. Juan había escrito al comienzo de su evangelio que en el principio era la palabra; Dionisio añadió que en el principio era la luz. Dios había creado el universo por la palabra y lo había bañado en la irradiación de su luz como la madre de Aquiles a su hijo. Beato, el anciano abad de Valcavado, volvió los ojos hacia las montañas de Liébana, hacia aquel día lejano de su adolescencia en que el maestro de novicios se los había abierto al enigma de la palabra escrita.

Porque es de saber que, antes que abad de Valcavado, Beato había sido novicio en Liébana. (Dejaron de preguntarle por su nombre cuando supo responder que un diácono de Cartago, amigo de Agustín, se había llamado Quodvultdeus, «Loquediosquiera»). Beato de Liébana asistía conmovido a la predicación exacta del abad, la ardua tarea de administrar el sacramento de la palabra. A menudo había oído los ecos solemnes de sus palabras resonando en las bóvedas de la iglesia cubiertas por la sombra del Altísimo; desde su sencillez de arcilla, seducido por el fulgor de la oratoria, se habría atrevido a pedir al Hacedor supremo una memoria insomne, a resguardo de la confusión y del olvido, para registrar todas las palabras predicadas. Hasta que vislumbró el misterio de la palabra escrita.

Verba volant, scripta manent, le repetía su maestro, mientras pasaba el índice por las líneas de los códices de la biblioteca: lo escrito permanece; las palabras se vuelan con el viento. Ahora sabía que tampoco la escritura estaba al abrigo del fuego y de la intemperie. El profeta había vaticinado que la hierba se seca, la flor se marchita; el Maestro, el único maestro, subrayó que la hierba del campo hoy es y mañana arde: solo la palabra de Dios permanecía para siempre. Cierto. No había granero, tesoro ni biblioteca indestructible: testigo doloroso Alejandría, una biblioteca de leyenda que había sido devorada por las llamas. Por eso el Maestro había recomendado a sus discípulos que no ingresaran sus tesoros sino en el cielo, donde no los corroen la polilla ni el orín, y donde no horadan ni roban los ladrones. Jamás olvidaría la sonora aliteración de aquel versículo: Thesaurizate autem vobis thesauros in caelo: ubi neque aerugo, neque tinea demolitur, et ubi fures non effodiunt, nec furantur. Divinas palabras. Perdían algo de su esplendor al convertirlas: «Atesorad tesoro en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban».

De joven había sido tartamudo. Pero nunca sordo a la lira como el asno de Esopo. Su maestro de novicios, que en medio de las brumas medievales no había perdido el sentido del humor, le proporcionó un verso antiguo para ejercitar su lengua: O Tite tute Tate tibi tanta tyranne tulisti. «Si Demóstenes domeñó su tartamudeo con piedrecitas del arroyo —le decía—, bien puedes hacerlo tú con las sílabas de un poeta pagano».

En cuanto descubrió el recinto de la biblioteca supo que el destino lo aguardaba a la vuelta de un rollo manuscrito. Su maestro, jubiloso en el fondo por los progresos de su discípulo, le advertía no obstante de la estudiosa gula, y le ponía en guardia contra las insidias del demonio, que lo mismo podía acechar desde la carne que desde el scriptorium. Empezó por moldear la letra, con la misma asiduidad que la lengua, para copiar los primeros pergaminos.

En los días invernales la pluma se abría paso con dificultad entre la fría humedad del pergamino, como aquellos barcos legendarios que no habían sabido volver de entre los mares de cristal. En esas horas recordaba que un ángel del Señor había purificado los labios de Isaías con un carbón encendido, y él se preguntaba, abrumado, si algún ángel invisible no estaría purificando sus dedos con el frío.

Qui scribit bis legit, había dicho el sabio obispo Agustín, doctor tras una azarosa travesía. (Si va a decir verdad, él nunca lo había encontrado en sus escritos. ¿O no había sido Agustín su autor, y se lo había atribuido la voluntad de una memoria extraviada?). El que escribe dos veces lee. El que escribe… ¿Cabía la posibilidad de que el copista leyera mal o inventara lo escrito? Copió manuscritos resistiendo la tentación de enmendar pasajes poco claros, de corregir pensamientos discutibles. Cuando el abad le permitió leer todos los libros, creyó entrar en una modesta sucursal del paraíso.

Un par de versículos invocaban al Dios de los cielos como firmamentum meum et refugium meum. Mi roca, mi ciudadela, mi refugio… La biblioteca fue su torre, su refugio y amparo. A veces, absorto en la lectura de los viejos volúmenes, solo la campana que avisaba del rezo de las horas le hacía levantar la vista de aquellos renglones como surcos en pardas sementeras. En esas ocasiones su mirada tal vez se cruzaba con la del gato, centinela contra el sacrílego peligro de las ratas. ¿A qué tentar a Dios pidiéndole leer la hora en los ojos de los gatos? Bastaba la campana: todo era dejar una línea para cantar un versículo.

Leyó «innumerables libros», como años después confesaría a su amigo Eterio, primero discípulo y más tarde obispo de Osma. Ahora, acogido a la penumbra de su celda, recordaba un verso de Prudencio que había leído de joven: inrepsit subito canities seni. ¡Con qué rapidez había trepado la canicie por sus sienes, hiedra blanca para coronar su cabeza de anciano! La nieve de su frente, seguía el poeta de Calahorra, probaba el paso de los inviernos y las rosas. Alguna de ellas había florecido a la sombra de la biblioteca. También alguna pesadumbre: ya Cipriano, elegido obispo de Cartago «por aclamación del pueblo», se lamentaba de que nadie está exento «de alguna herida de la conciencia».

La biblioteca le había abierto las puertas del pasado y le había revelado algunos secretos de la magnificencia divina. También algunos misterios de la torpeza humana. En su oído, acosado por las grietas del tiempo, aún resonaban ciertos himnos que Prudencio había compuesto cuando presentía su fin: la hora del canto del gallo, ese momento de claroscuro en que se encienden las lámparas, la hora de comer y la del sueño, las letras de oro con que trenzó la corona de los mártires Emeterio y Celedonio[2]. Todavía recordaba la tenue línea de complicidad que dejó la sonrisa en la cara de su maestro cuando le puso en las manos la Psychomachia, el «combate del alma»: ahora sabía que dos de sus versos podían competir en sonoridad con otro de Virgilio. Ahora también que las hórridas guerras hierven en la prisión de nuestros huesos:

                                            Fervent bella horrida, fervent ossibus inclusa.

 En el silencio de la biblioteca oyó la voz de padres y poetas, el grito seco contra la injusticia y los opresores de este mundo. Allí oyó decir a Basilio el Grande que no es más ladrón el que desnuda al vestido que el que no viste al desnudo pudiendo hacerlo: «Del hambriento es el pan que retienes, del desnudo el abrigo que tienes guardado en el armario, del descalzo el calzado que en tu poder se pudre; del necesitado el dinero que tienes enterrado». Grito corroborado por Jerónimo con palabras de acero: «El rico, o es injusto, o es heredero de un injusto». Allí admiró la boca de oro del Crisóstomo, que ya a los dieciocho años se rebeló «contra los profesores de palabrerías». Allí vio a Ambrosio, que era capaz de leer en voz baja, pero también de decirle en voz alta al emperador Teodosio que, ya que había imitado a David en el crimen, lo imitara en la penitencia; y una verdad tan elemental como olvidada: que Dios había dado la tierra en posesión a todos los hombres, pero la avaricia repartió los derechos de posesión. Asistió a la consoladora confesión de Agustín de Hipona y a su perplejidad ante el misterio del tiempo; pudo compartir con él su preferencia por Virgilio, el principal, el mejor, el más brillante de todos los poetas (poeta magnus omniumque praeclarissimus atque optimus), que lo mismo podía tener voz de plata y luna, que de lirio o aroma de viñedo. Tal vez previó el final del mundo en la estrella caída de los cielos que recorría con su luz las sombras: et de caelo lapsa per umbras / stella facem ducens multa cum luce cucurrit.

En el silencio de la biblioteca. La biblioteca era el único lugar donde preñar las nubes de lluvia con que rociar la tierra reseca, agostada, sin agua. A veces lo asaltaba un pensamiento que no sabía si acoger como inspiración divina o rechazar como tentación del diablo. Si en el arca de Noé había entrado una pareja de animales de cada especie, ¿por qué no se mencionaba siquiera un libro de cada género? Intentaba alejarlo como si fuera algo pecaminoso, aunque al fin se decía, zarandeado por la duda: si era lícito pensar que el texto sagrado no hacía mención de los peces, porque se daba por supuesto que era la única especie que podría sobrevivir en las aguas del castigo, quizá tampoco mencionó los libros, por haberle parecido al autor sagrado que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria. El arca tenía tres pisos y en ellos salvó Dios a los tres grupos, a saber: a los hombres, las bestias y las aves. Si tuvo el arca sus nidos, ¿no iba a reservar uno para el libro?

Isidoro de Sevilla era él solo todo el libro: había encerrado en los veinte libros de sus Etimologías todo el saber universal[3]. Él había escrito que el número siete representa con frecuencia el concepto de universalidad, y que por eso se aplica también a la Iglesia misma. (Un número que decoraba todos los frisos del Apocalipsis). En Isidoro había vislumbrado el vasto misterio de los números: la santidad del siete y del doce; la perfección del diez y del siete. Quizá en uno de esos libros sintió por primera vez la presencia de un ejército celestial, como la voz de muchas aguas y de truenos retumbantes (tamquam vocem aquarum multarum et tonitruum validorum). Pero sobre todo había experimentado la seducción de la etimología, el significado de las palabras, la riqueza del símbolo.

Se dedicó al estudio. Una vez soñó con un libro que lo contuviera todo como el del juicio final, un libro que fuera la llave de todas las cerraduras, la clave de todos los secretos. El libro, como el hombre, era un mundo abreviado. Tenía un vago recuerdo de haber descrito en algún sitio la forma del libro, como otros podrían describir la forma de la espada: los veinte libros de Isidoro eran un códice de muchos libros y un libro de un solo volumen. He ahí una definición: «se llama códice por el simbolismo con las cortezas de árboles o de vides, a semejanza de un tronco de árbol que sostiene varios libros, como ramas. El libro es llamado volumen [o rollo] por estar enrollado; así, por ejemplo, para los hebreos el volumen de la Ley, los volúmenes de los Profetas. Las hojas de los libros se llaman así, o por semejanza con las hojas de los árboles o porque se hacen los libros de fuelles, es decir, de pieles que se suelen extraer del ganado lanar, una vez sacrificado, cuyas caras se llaman páginas, por el hecho de que se ensamblan unas con otras» [Etim. VI, 13,1-2; 14,6]. Todos los libros el libro.

Un libro que lo contuviera todo. Un desconocido impulso lo atraía a la lectura de los Comentarios al Apocalipsis. Leyó el de Victorino, obispo de Pettau, del que Jerónimo supuso que era «más versado en griego que en latín» y consideró «mediocres de estilo» sus escritos. El de Ticonio le abrió las compuertas del símbolo: el sol era Cristo, nuestra luz; la corona de doce estrellas, los apóstoles; la luna bajo los pies de la mujer, los herejes; el hijo de la mujer, Cristo encarnado. A menudo se había detenido en el umbral del Apocalipsis, con ánimo de descalzarse como Moisés ante la zarza ardiente. Sentía atracción y temblor ante la profecía y el vidente. Y eso que Dionisio de Alejandría, aun reconociendo en el autor «un hombre santo e inspirado de Dios», se negaba a aceptar que fuera el mismo Juan, hijo del Zebedeo y hermano de Santiago: ni estilo ni arquitectura concordaban. Aun así, a él le parecía seguir oyendo la invitación del profeta Ezequiel: Comede volumen istud, cómete ese volumen. Y, más cerca aún, a Jerónimo que le susurraba: «Hay quien solo está al acecho de la letra y de las sílabas; tú busca las sentencias». Estaba decidido a comerse el volumen, a cruzar la puerta, como ahora aquel hombre el torrente sobre el tronco inestable. ¿Le sabría a miel como al profeta?

En uno de los aposentos de la revelación vio un ángel poderoso, que bajaba del cielo envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza, su rostro como el sol, y sus piernas como columnas de fuego: en su mano tenía un libro abierto. «¡Con razón es su rostro como el sol! —se dijo, iluminado por un pensamiento que diluía las sombras—. Solo abriendo el libro sabremos lo que va a suceder». ¿No había dicho el Maestro que donde esté el cuerpo se congregarán las águilas? Había que congregarse en torno al libro. «El libro enrollado era el texto oscuro de la Sagrada Escritura, envuelto en la profundidad de sus sentencias, oscuro para muchos. Era preciso abrirlo para aclarar la oscuridad de la palabra sagrada; por eso está escrito: desplegando el cielo como una piel, el que oculta en las aguas sus altas moradas (Salmo 104,2)».

Supo que su destino lo empujaba a visitar el laberinto. Mira que estoy a la puerta y llamo, había escrito el visionario de Patmos. No podía negarse a responder a esa llamada, horadar las oscuridades del misterio. «¡Ay de los que ahora no quieren examinar los libros!», podía haber añadido el profeta. Él sabía que al otro lado del mar tenebroso estaba la luz. Post tenebras spero lucem.

«El mar se mece, la tierra está quieta». ¿Quieta la tierra, en tiempos de convulsiones y de guerras? Una vez había leído en Boecio que no es para sorprenderse sentir en el mar de la vida los golpes de furiosas tempestades. El propio Boecio había escrito que la inconstancia es la esencia de la fortuna. Él, que como Prudencio había rozado las mudables esferas del poder, se había asomado a ese abismo que es la secreta profundidad del corazón humano, y su alma y sus ojos se turbaron. Pero apud sapientes nullus prorsus odio locus relinquatur, había concluido Boecio: no hay lugar en los sabios para el odio. El tiempo es solo presente, y no es lícito arrastrar el rencor más allá del atardecer.

Empezó a escribir «su dictado», mientras se le derramaba por fuera la luz del corazón. Tuvo la misma visión que el evangelista: Vio una puerta abierta en el cielo. Y la voz que había oído antes, como voz de trompeta le decía: «Sube acá, que te voy a enseñar lo que sucederá después». A medida que recorría los pasadizos asombrados del laberinto, se le iba desvelando el secreto de las cosas escondidas en el libro de la Revelación. Siete iglesias, siete ángeles, siete sellos, siete trompetas, siete plagas, siete copas, siete gritos en el mar… Siete. De pronto se le reveló la extraña lógica de los números: «Se nos ha dado en gran medida vivir bajo la disciplina de los números cuando aprendemos las horas por medio de ella, cuando contamos el curso de los meses, cuando conocemos lo que falta para comenzar un nuevo año, cuando averiguamos los miles de años desde el comienzo del mundo hasta su final». Siguió escribiendo: «Pues por el número somos instruidos para no equivocarnos. Quita al mundo el cómputo, y todo queda envuelto en la ciega ignorancia».

Combatir la ignorancia. Lo mismo que el profeta, él estaba ya comiéndose el rollo, ese libro que era como la llave de toda la biblioteca o la lámpara vespertina que cantó el poeta. «Porque así como el día es la ciencia, así también la noche es la ignorancia. Pues la ignorancia es la madre de los errores». Pero toda sabiduría viene de Dios. Por un salmo sabía que, si el Señor no fabrica la casa, en vano se cansan los albañiles; que, si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas; ahora comprendía que si el Espíritu no te abría los párpados como al ciego, en vano trabaja la lengua de los instruidos.

Era un mundo de imágenes y símbolos que había que descifrar. El visionario de Patmos había escrito bajo la bota opresora del imperio. ¿Pero qué era más: ser amamantado por una loba o nacer de una virgen? ¿Podría la Bestia —o la célebre Ramera que se sienta sobre grandes aguas—, podría con aquel jinete pálido cuyo nombre era muerte y el infierno lo seguía? A él se le había dado el poder de matar con la espada, el hambre, la muerte y las fieras de la tierra. Era inminente la siega y la vendimia de los pueblos: heraldos negros, casi podían oírse ya truenos, fragor, relámpagos y temblor de tierra.

Un mundo sobrecogedor, donde los dragones amenazaban con devorar a los niños antes de nacer o degollarlos tras su nacimiento. El monje veía a los poderosos de la tierra como langostas encaramadas en la soberbia de este mundo y con la agilidad de su vanagloria. En medio, los idólatras, aquellos de quienes el autor del Deuteronomio había escrito: «Maldito todo el que hace un ídolo esculpido o fundido, obra de manos de artífice en un lugar secreto». De esos ídolos había dicho el salmista que «tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz y no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan». Esos ídolos eran hechura de manos humanas y, al fin, fácilmente discernibles. Pero ¿y los otros ídolos, los de bronce y de hierro belicoso, los insolidarios de plata y oro, los fabricados a golpes de indignación o de desprecio, que se llevan en los corazones? ¿Cómo combatir a esos simulacros ocultos en lo profundo de la conciencia? La idolatría era una fornicación espiritual, y era muy frecuente arrodillarse ante la fuerza, la riqueza y el poder.

Enfrente, el cristo crucificado, colgado de la cruz como las cítaras de los árboles, tensas las cuerdas del corazón en la madera. Parecía indefenso en el estrépito de la batalla. Y, sin embargo, ¿qué era más resistente: un cetro de marfil o uno de caña, una corona de oro u otra de espinas, un trono de mármol o un taburete cojo, un rey o un crucificado? El insigne madero, cantaba Prudencio, había debelado las águilas y los dragones del imperio. A estos los sostenía la república de viento de este mundo; al otro, el que gobierna desde arriba sin turbación y sostiene desde abajo sin esfuerzo.

El monje seguía el hilo que lo llevaba al centro del laberinto, quizá concebido como una cúpula cuya linterna permitía abrir una sonrisa a la tristeza del mundo. Abrazado a la palabra, que lo guiaba con la sonoridad de una trompeta, lloraba con las lágrimas alfabéticas de Jeremías; sahumaba el polvo húmedo de la biblioteca con la palabra turíbulo, más oriental que el incensario y premonición de algún botafumeiro; abrevaba en el agua de la Escritura, recordando aquella sentencia del Maestro: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El monje, que había andado buscando a tientas la puerta del laberinto y la fuente de la sabiduría, solo ahora veía con nitidez que Él era la puerta y el agua, el camino, la verdad y la vida.

Tobías de la letra, algún ángel lo había conducido de la mano por las oscuras playas del oráculo. Él tenía escrito, o solo soñado, que a los ángeles «la audacia de los pintores los representa con alas, para dar a entender su rapidez de desplazamiento a todos los lugares. Así como también los poetas dicen del viento que tiene alas, por su velocidad». Sabemos que el ángel puede ser terrible: uno con espada flameante cerró las puertas del paraíso y otro dejó cojo a Jacob. Pero uno había guiado a Tobías y otro anunció la salvación. Aunque pase por valles de tinieblas, ningún mal temeré. Uno de los benévolos lo llevó a él de la mano por las sendas tortuosas del libro. El ángel del señor o el viento del espíritu: ángeles o vientos son una misma cosa.

En la soledad de su celda evocaba la soledad de sus lecturas. Había aprendido a leer en silencio como Ambrosio, pues está escrito que Dios no se halla en el huracán ni en el terremoto ni en el fuego, sino en el suave susurro de la brisa. Monje: ese era su verdadero nombre: una etimología seductora lo había remitido al griego, pues monos significa en griego «uno solo». «Luego si monje se traduce por solitario, ¿qué hace entre la muchedumbre el que debe estar solo?». Él había consumido más lámparas que años y había visto más libros que mujeres. Y además, ¿de qué sirve irse al otro lado del mar, solo para cambiar de cielo sin mudar de ánimo? Caelum, non animum mutant, qui trans mare currunt: lo había dicho, entre sátira y oda, un viejo poeta. Muchos, en efecto, tenían de monje solo el nombre: habían cambiado de vestido, pero no de alma.

El abad de Valcavado regresaba de una biografía colmada de palabras escritas y de silencios renovados. Un versículo del Apocalipsis afirmaba: Y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla, ocultando sus secretos. ¿Quién puede saber qué contiene dentro un libro enrollado si extendido no se lee? Él lo había leído y explicado, in quantum humana fragilitas. Como el apóstol, casi podía decir que había corrido noblemente, llegado a la meta, guardado la fe. Nadie podría competir con el apóstol de las gentes, pero tampoco era deshonroso: en la variedad del universo estaba la belleza. El mismo Pablo había escrito que una es la claridad del sol, y otra la de la luna y las estrellas. Incluso las estrellas difieren de una a otra en resplandor.

«A quienes engendra una lengua celosa, los mata una vida negligente». Ahora, con los ojos cansados y la nieve diluyéndose en los surcos de su rostro, sabía que no todos los que leen, ni todos los que predican, ni todos los que reparten sus bienes, ni todos los que castigan su cuerpo con la penitencia de la carne sirven al Señor. Sutiles como aguijones de mosquitos, los ídolos acechaban lo mismo bajo la cúpula de una iglesia que entre los pliegues del hábito o en los versículos del libro sagrado. De Sodoma, solo tres se libraron del fuego; de todos los que salieron de Egipto, solo dos entraron en la tierra prometida. Él estaba al borde de Jerusalén, que en latín quiere decir «visión de paz».

Antes de sonar la campana que anunciaba vísperas, el abad de Valcavado volvió a tender la vista por el torrente. No se había apaciguado la espuma, pero el hombre que se había entregado al improvisado puente lograba ahora poner el pie al otro lado. Un árbol, el puente; un crucificado, el pontífice. Toda casa tiene un constructor, pero el artífice del universo es Dios. En una edad turbulenta y oscura como aquella, sin Dios no se podía estar, ni vivir, ni trabajar, ni atravesar un río: «en Él vivimos, nos movemos y somos», había dicho el apóstol. «De Él vivimos, por Él tenemos fuerzas», añadió Cipriano. En él había llegado Beato al centro del laberinto.

Ahí está. Es una ciudad cuadrada, como las maderas del arca. Perfecta en su medida, sea de ángel o de hombre. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. No habrá necesidad de cerrar las puertas al caer el día, porque allí no habrá noche. Tampoco habrá dolor ni llanto, gritos, enfermedad, fatiga o muerte. Un río la atraviesa. En medio de la plaza, a una y a otra parte del río, hay árboles de vida, que dan fruto doce veces al año, una por mes; ningún místico podrá ya decir de las criaturas que se hartan de agua a oscuras porque es de noche, pues el Señor Dios los alumbrará y reinará sobre ellos por los siglos de los siglos. La noche es ya pasada: despierta, amada mía, y ven.

El abad de Valcavado entornó los ojos. Había vivido para ver que un hombre se había mantenido en pie sobre un árbol caído y había cruzado un abismo sostenido por un ángel invisible. Ahora podía morir en paz. Era cierto que algún día se moverían los cielos y la tierra, el sol se pondría negro como un cilicio, sangrienta la luna como alfanje o epitafio, y las estrellas caerían sobre la tierra para apagar el candelabro de la vida. Pero, entre tanto, y aun sabiendo que en medio de la vida estamos en la muerte, siempre quedaría un árbol al que agarrarse en el naufragio. Nunc dimittis… Ya puedes, Señor, dejar a tu siervo que se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación.

Aquella tarde, el abad de Valcavado faltó por primera vez al rezo de Vísperas. Lo encontraron en su sillón de roble, una mano en esbozo de bendición o despedida.

                                                                     *        *       *

 Según André Breton, Jean Pierre Brisset se anunció como el séptimo ángel del Apocalipsis y el Arcángel de la resurrección. Él ignoraba que ya había venido: en la tierras de Liébana permanecía en pie el brazo de un monje que había redactado los más famosos comentarios al Apocalipsis de Juan. Él fue uno de aquellos monjes que son nuestros bienhechores, porque —Borges lo rubricó— «salvaron para nosotros en duros tiempos el griego y el latín, es decir, la cultura».

 


[1] Años después, un músico desconocido lo subrayaría con algunas de las más bellas notas que nos ha sido dado escuchar en los claustros del ciprés de Silos:

Media vita in morte sumus: / quem quaerimus adiutorem, nisi te, Domine? / Amarae morti ne tradas nos

[En medio de la vida la muerte nos aguarda: /¿A quién sino a ti, oh Dios, recurriremos? / No nos entregues a la amarga muerte…]

[2] Él no podía saber que, andando el tiempo, darían nombre a la ciudad de Santander: villa sancti Emeteri et sancti Chelidoni. «La virtud degollada por la espada».

[3] Solo no pudo conocer el argumento ontológico de Anselmo de Canterbury ni la Suma de Tomás. Es cierto que el argumento para la demostración de la existencia de Dios más parecía una ingeniosa estratagema de Zenón de Elea que una columna teológica de Anselmo. Claro que… ¿no había dicho el viejo Parménides que lo mismo es pensar y ser?

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2 comentarios en «El monje en su apocalipsis»

    • No nos sorprende que un Archivero, y más si es Mayor del Reino, se pierda y quiera perderse por los laberintos de la palabra impresa, cuando tan poco se estima la palabra dada.

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