La última novela de Alfredo F. Alameda, que tiene algo de diabólica y no poco de angelical (no en vano los diablos antes fueron ángeles, y uno de ellos bastante luminoso hasta en el nombre), volvió a presentarse el jueves pasado en la Casa de Cultura de Torrelodones, con la promesa de que iba a aparecer el propio autor del Quijote. Y mientras se esperaba la anunciada llegada de don Miguel de Cervantes, se proyectó un breve vídeo con imágenes relacionadas con la novela.
Como la localización del Parnaso es algo incierta, no sabemos si Cervantes atravesó o no el puente renacentista que construyó Herrera hacia 1582 para facilitar a Felipe II el paso hacia El Escorial por la Torre de Lodones. El puente es llamado de las Parrillas por las de cinco barras que ofrece, una a cada lado del arco, en memoria de aquella en que según la leyenda fue asado san Lorenzo. En todo caso, como Cervantes se retrasaba, abrió la sesión Miguel Ángel Mur, torresano de pro y primer director de la Casa de Cultura de Torrelodones allá por 1987, cuando el pueblo tenía no más de 5.000 habitantes (hoy cuenta con 26.000). Agradeció la asistencia del público y la presencia de la concejal de Cultura Rosa Rivet, que prefirió mantenerse discretamente entre el público.
Mur dijo lo que ya, de tan exacto, empieza a ser un lugar común: que la novela le había atrapado desde la nevada abulense de la primera línea. Y pues Cervantes seguía haciéndose el remolón (o quizá solo su mula, que por ser de alquiler era algo antojadiza), propuso obsequiar al público asistente con una alegre variación de Mozart interpretada por Nausica P. Eyheramonno.
Faltaban pocos compases, cuando apareció Cervantes por una esquina del escenario, asombrado de tan discreto senado, y prorrumpió con un célebre soneto:
¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
¿Porque a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta grandeza?
(Cogiendo de la mesa un ejemplar del libro)
¡Por Jesucristo vivo que esta pieza,
con más hojas que un árbol de esa orilla,
pone a Torrelodones en la silla
de esta sala repleta de nobleza!
Yo apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
Esto oyó una azafata y dijo: «Es cierto
cuanto dice voacé, seor soldado,
y el que dijere lo contrario miente».
Y luego, en continente,
volvió el manco los ojos a la mesa
y dijo con humor y poca priesa:
—¡Por vida vuestra, señor de Alameda, que no ha ni tres días que vi yo a su merced en las tierras de mi moza asturiana Maritornes, y véolo hoy aquí a más de cien leguas, que no parece sino que volvió por los aires como brujo!
Cervantes se enredó con el autor, hablaron de los quijotismos del Diablo con mucho donaire y desenvoltura, y hasta hicieron memoria de don Ricardo León, que por haber muerto en Galapagar tiene busto al lado de la Casa de Cultura. Incluso recordó haberlo visto por alguna de las alamedillas del Parnaso y recitó una décima suya sobre la marcha:
¡Cuánta loca pretensión!
¡Cuántos mozos de esta pinta
se yerguen sudando tinta
de barata erudición!
Al que es tonto de nación
la tinta se le indigesta;
quien tiene dura la testa
tonto vive y morirá:
lo que Natura no da
Salamanca no lo presta.
Se despidió Cervantes, no sin aplauso del
público, e intervino el autor, que habló brevemente de su vínculo con el pueblo
y contó algunos aspectos de la novela, su origen y sus personajes. Después
respondió a las varias e interesantes preguntas que hizo el público asistente y
tras ello se cerró el acto, con una concurrencia que llenó la sala, cuyo aforo
era de 65 localidades.
Es fama que un adolescente, que andaba por allí
más bien para cumplir con sus deberes familiares, dijo al salir: «¡Jo, no sabía
que esto pudiera ser tan diver…!».