Disuasorio es una palabra relativamente reciente, que no aparece ni en Covarrubias, ni en el Diccionario de Autoridades, ni siquiera en Corominas. El DRAE, que sí la recoge, remite a disuasivo y define: «Que disuade o puede disuadir». Es natural la prioridad de disuasivo por su afinidad con persuasivo.
Su etimología no admite dudas, porque tanto ‘persuadir’ como ‘disuadir’ proceden del latín suadere, ‘dar a entender’ y, por extensión, ‘aconsejar’, ‘exhortar’ e incluso ‘invitar/convidar’, como en el bello verso de la Eneida: …suadentque cadentia sidera somnos (II,9): «…y las estrellas / lentas declinan convidando al sueño», según la traducción de Espinosa Pólit. El propio latín, habilitando preposiciones, tiene los verbos persuadeo y dissuadeo, de donde han salido los nuestros.
Pero tampoco disuasivo es una palabra frecuente en nuestra historia literaria. No la recoge el Diccionario de Autoridades, y en Cervantes, por ejemplo, aparecen ‘disuadir’ y ‘disuasión’, pero nunca disuasivo ni disuasorio. Casi tendremos que esperar hasta el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), que en la primera línea del cap. 135 de Motivos de Proteo, escribe: «Y dice otra de las voces disuasivas: “Teme la soledad, teme el desamparo”». En cualquier caso, tanto disuasivo como disuasorio tienen el significado evidente y académico de algo que pretende «inducir o mover a alguien con razones a mudar de dictamen o a desistir de un propósito».
Pues bien, es sorprendente cómo se ha puesto de moda esta palabra, sobre todo en boca de políticos vacuos, que pretenden llenar de sonido (o de ruido) declaraciones inanes. Como vimos en el caso de austericidio, el caso es «harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas», que diría Sancho (II,4). Jesús Herrán, director de Ediciones Valnera, me ha enviado hace poco otra perla, que toda la Cantabria infinita pudo oír en la SER. Salió de la boca de don Joaquín Solanas, Director General de Cultura de Cantabria:
«El Museo de Prehistoria es imposible trasladarlo a los pueblos. El Palacio de Festivales y su programación, que es espectacular, es imposible trasladarla; entonces, de alguna manera, lo que pretendíamos era acercar esa cultura a los pueblos. ¿Cómo? En este caso es que vengan a visitarnos. Es un coste mínimo, en realidad disuasorio, de tal manera que sea asequible».
¿Puede alguien explicar cuánto hay que minimizar el coste de tal acercamiento para que sea asequible y al mismo tiempo disuasorio? Como diría el maestro Juan de Mairena, «Átenme ustedes esa mosca por el rabo».
Quizá es que al director general de cultura, lo mismo que a Juan de Mairena, le gusta «hacer razonar en prosa a sus alumnos, para que no razonen en verso» (A. Machado, Juan de Mairena, II, Madrid, Cátedra, 1986, pág. 244).
Excelso.
No sabemos cómo interpretar la excelsitud viniendo de un abstracto ‘hábito o costumbre de mentir’. Pero como ya dijo el grillo de Cabodevilla que «La mentira constituye la forma más evolucionada del lenguaje humano», aceptamos el elogio de la cumbre aunque sea borrascosa.
Paso por aquí y se me abren los oídos, con los que veo más, a veces, que con los ojos. La mendacidad afirma excelso, ex-celso, luego te confirma «Es Celso», azote de la superstición, y a fe que acierta.
¡Quiá!, lo que les propone en realidad es un pago en diferido con coste «Cospe» para que vayan sobrados…, o ensobrados. Este hombre es un sobrero que se ha visto delante de un micrófono y ha embestido… Le suadiría a este hombre que no nos persuada de nada, no sea que acabemos trasminando confusas feromonas… (no normativas, claro, porque los académicos tienen romadizo perpetuo).
¡A fe, señor de Mas, que cuando su merced embiste no hay burladero que de escudo sirva! Pero siga embistiendo, por su vida, que algunos perdidizos se han hallado solo por el placer que les proporcionan los recorridos que hace su merced por los más latebrosos vericuetos del tesauro.
(Debo añadir que todavía ningún alcalde ha venido a decir: «¡Callái, callái, que entre todos me estáis rompiendo el dicionero!»)
Para disuasión la de los proféticos úrsidos.
¡Ah, misterioso señor Trascandil! ¿Por ventura su protección capilar es del mismo jaez que la del profeta y ha merecido en algún momento de la Subida al Monte Carmelo el grito jocoso de Ascende calve, ascende calve!?
«No ha pasado la navaja sobre mi cabeza» pero hasta los calamistros se me erizan con los tahúres que por ministradores tenemos.
¿Nazareno, pues? Entonces conocerá la adivinanza:
«Del que come salió lo que se come
y del fuerte la dulzura».
¡Ojo con el escudo del nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias!