Dingolondango(s)

Confieso que, para comentar la anterior palabra, cencido-a, recorrí, siquiera por encima, las Obras completas de Gabriel Miró en la edición de Biblioteca Nueva que prologó su hija (Madrid, 5.ª ed., 1969). Tengo que hacer otra confesión: había olvidado (casi) por completo El obispo leproso. Pero algunos subrayados atestiguaban que, una vez al menos, pasaron estos ojos por sus páginas. Entre los subrayados estaba este atributo del párroco don Magín, del que se dice que se aprovechaba de su confianza con el obispo «ganando licencias, socorros, perdones y provechos para los demás. Era valedor, pero no valido de la corte episcopal» (pág. 912). No puedo recordar cuándo lo subrayé, pero es evidente que eso de ser valedor de los demás, en vez de valedor de uno mismo, ya debía de ser chocante en esa época: hoy, ante el espectáculo universal y universalmente aceptado de la desvergüenza y la corrupción sociopolítica, esos granos de sal que aún no se han corrompido, tanto más valiosos cuanto más escasos, llaman poderosamente la atención y nos invitan a mantener encendida la mínima esperanza de que no todo está perdido. Jordi Évole nos ha mostrado alguno de esos granos que no ha perdido el sabor. Pero hoy no vamos a hablar del valedor ni del valido. Otro día tal vez.

Es el caso que tres páginas después aparece otro subrayado. Se trata del ama del condesito, «una pasiega grande, magnífica de ropas de colores de frutas y de collares, de dijes, de abalorios y dingolondangos». Esta palabra se halla subrayada, ya digo, y con una nota marginal a lápiz: «mimo, halago, arrumaco». Es la del DRAE, una definición sin etimología: «Expresión cariñosa, mimo, halago, arrumaco». ¿Pero qué pintan los mimos o arrumacos al lado de los collares, los dijes y los abalorios?

Corominas la sitúa bajo la voz dengue, y acepta como «probable… la etimología de Schuchardt: voz de creación expresiva paralela al castellano dingolondango ‘mimo, halago, arrumaco’ [Quevedo]». Y, en efecto, Quevedo nos la ofrece en un par de líneas del «Cuento de los cuentos»: «La mozuela, que era sacudida, casi casi estuvo para envedijarse con ella y levantar una cantera de todos los diablos. Ella se resolvió en decirla que para qué eran tantos arremuescos y dingolondangos…» (Prosa festiva completa, Madrid, Cátedra, 1993, págs. 396-397). Aquí, como sinónimo de ‘arremuesco’ o ‘arrumaco’, el significado de dingolondango no admite duda.

Pero, como no es palabra que se encuentre uno a cada vuelta de esquina de la literatura, el Diccionario de Autoridades la «autoriza» con ese mismo texto de Quevedo, aunque la define, de modo más lato y laxo, como «palabra arbitraria y del uso solo de la ínfima plebe, que no tiene significación fija, y se aplica variamente según la idea».

«Aun eso lleva camino», como diría el mayordomo de la ínsula Barataria (II,49). Porque, si «no tiene significación fija, y se aplica variamente según la idea», no es extraño que Gabriel Miró, saltándose el DRAE, la coloque junto a collares, dijes y abalorios y le otorgue tal vez el significado de ‘cualquier colgante o baratija de quincalla o bisutería’. Lo extraño sería en todo caso, si solo fuera de uso «de la ínfima plebe», que la usara Miró —un autor exquisito donde los haya—, y no en boca de ningún plebeyo, sino en el cuerpo de la narración.

Que dingolondango tiene algo de comodín lo atestiguan algunos textos del peruano Ricardo Palma (1833-1919), el autor de las Tradiciones peruanas, para quien resulta un término relativamente familiar. En «Racimo de horca», de la segunda serie, acude a la acepción del DRAE y lo hace sinónimo de ‘zalamería’: «…no me entró nunca por el ojo derecho a pesar de sus zalamerías y dingolondangos». Pero en el principio de «Los jamones de la Madre de Dios», de la octava y última serie, tiene un matiz algo diferente:

«“¡Vaya un título para irreverente!”, díjome, leyendo por encima de mi hombro, mi mujer; y a fe que mi conjunta tendría razón de sobra, si no fuera frase popular entre los limeños viejos el decir, por supuesto, sin pizca de intención antirreligiosa, siempre que se trata de suscripción o colecta de monedas para alguna aventura o empresa de inverosímil resultado: “¡Si saldremos con los jamones de la Madre de Dios!”.

Y como la frase tiene historia, casi contemporánea, ahí va sin muchos dingolondangos,

y el que haga aplicaciones
con su pan se las coma,

que yo me lavo las manos, como Pilatos».

Aquí el sentido podría andar muy cerca de ‘dengue, remilgo, afectación’, y acaso también de ‘ringorrango’ o ‘adorno superfluo’: vamos, «sin arrequives de dones ni donas», como habría dicho Teresa Panza (II,5). Volvemos a hallarla en «El alcalde de Paucarcolla», de la cuarta serie, y ahí podría ser sinónimo de ‘retóricas’ o ‘monsergas’: «Cállate, mastuerzo, y no me vengas con filosofías ni dingolondangos que no son para zamacucos como tú». Otro caso, que pertenece a la quinta serie de las Tradiciones, figura en «Mogollón – Origen del nombre de esta calle», y dice así:

«En materia criminal la justicia del otro siglo no se andaba con muchas probanzas ni dingolondangos, y tres días después Francisco Mogollón, alias Sanguijuela, desnudo de medio cuerpo arriba y caballero en el tordo flor de lino, que así llamaban los limeños al asno propiedad del verdugo, deteníase en cada esquina, donde con medio minuto de pausa entre azote y azote, lo aplicaba el curtidor de brujas y bribones hasta cinco ramalazos con penca de tres costuras».

También aquí su significado es transparente. La justicia de aquel siglo no se andaba con probanzas, averiguaciones ni justificaciones. ¿A qué andarse con dingolondangos si todavía sobrevivían los residuos de la ley del encaje, esa ley que, según nos recordó don Quijote, en la Edad de Oro «aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado» (I,11)? Dingolondango. He ahí una palabra polivalente que seguramente el gobierno desconozca, aunque no su actividad ejecutora, pues también él, sin andarse «con muchas probanzas ni dingolondangos», hace bonitamente lo que le sale de los dingolondangos.

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6 comentarios en «Dingolondango(s)»

  1. ¡Manda dingolondangos!, acaso debió de haber dicho el que salió de rositas del caso del Yak-42…
    Nada más leer la palabra he hecho una asociación inmediata con la poesía del barroco y con la de Sóngoro Cosongo, de Nicolás Guillén. De hecho, en La pícara Justina se habla de una jácara «al uso de la mandilandinga», una palabra cuyo paralelismo fonético con dingolondangos es más que evidente. En Góngora, al que he ido para recordar lo mucho que les llamaron la atención a los barrocos los juegos fonéticos, hay un villancico en el que se lee: «Elamú, caambú, cambú, Elamú / Soméme e véndome a rosa / de Gericongo María / —Entra, dijo, prima mia, /que negra só, ma hermosa».
    Quiero entender que tanto dingolondango como perendengue o mandilandinga (aunque en esta última se transparenta la voz mandinga claramente) sean muestras de jitanjáforas, palabra, a su vez, formada siguiendo su significado.

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    • Su merced habla como quien es, un diccionario andante, y en ocasiones allegro y aun con moto. Debo decir que la jitanjáfora anda gestándose desde tiempos ha entre los bastidores de este telar, pero lectores como su merced ponen siempre en aprietos a este cofrade, como para andarse por las márgenes o ramas.
      Solo añadiré que, hace unas semanas, regalé a otro visitante silencioso de estos predios El tesoro de Fermín Minar, y esta es la hora en que andaría danzando aún por los tablados de no ser por su bien probada eutrapelia.
      Los dioses bendigan al sabio encantador que tanto bien me ha pronosticado.

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  2. Olvidé mencionar el sabroso «mi conjunta» que para referirse a su oíslo usa Palma. Desde barragana hasta «la otra» pasando por la costilla, la parienta, la arrejuntá, concubina, querida, amante, amiga, etc. nunca hasta hoy había leído «conjunta», una visión a medio camino entre las matemáticas y el IRPF… ¡La hago mía! Y a ella, a mi socia, chica de conjunto, de paso…

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  3. El pasado día 21 en un concierto de SOLLETICO (muy buenos, por cierto) coincidí con un grupo de amigos comunes; Lloli, Cali, Fermín, Uli y Feli. Algunos dicen ser casi parientes de Vds. ¡Qué guapos y encantadores son todos! Lloli parece listísima. Cali, tan leída, con esa intuición chiripante tan personal, me aclaró que eutrapelico (palabra llana) no es un «filoneísmo» sino expresión común en los alopécicos. Uli me comentó algo sobre el envío de unas fotos que hizo en una boda a la que asistió también el Sr. Pascual, y Felícitas, frecuente lectora de este locus amoenus (tal como lo dijo) opina que, a su juicio, son Vds., Sr. de Mas y Sr. Pascual, unos KUFOUT FOÑHUMUÑFEÑHUT (que, por no desentonar entre ellos, no pedí aclaración y mi thesaurus no registra).
    Con devoción.

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  4. (Comentario robado a un heterónimo) Las palabras son la Zona de los Stalker, todas ellas conforman un espacio donde lo mirífico es lo natural. Me perdí un día en un cuento hecho del roce extraño con ellas, como si el diccionario se hubiera vuelto geografía y uno lo recorriera encontrándose de forma natural con lo inverosímil, desde una cascada de giste hasta un apergaminado desierto de de fárfaras sobre el que crujían dulcemente las pisadas desconcertadas, pasando por un paisaje de escueznos mientras recogía de una paradisíaca fontana una ambuesta de oxizacre regenerador. Perdido y hallado, recorría paisajes y dimensiones con el asombro del primer filósofo y el primer niño, porque el bosque de las palabras no tiene más desahogos que ciertos claros abiertos al aire de las almenas por donde cruza el pájaro solitario sujeto a sus místicas condiciones. No porque el bosque lo sea de palabras es menos bosque ni las palabras menos palabras: todo suma; todo colma; todo embarga, de emoción. Sí, se respiran palabras y latimos palabras, porque somos ellas, desde el nombre hasta el deseo, desde la cuna hasta la mortaja.
    Y poca broma con los alopecicos (por lo llano), porque te hacen piezas diminutas, como los osos de Eliseo que despedazaron a 42 chiquillos que lo llamaban calvo…

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