De viajes y uno a la Alcarria - Oportet Editores

De viajes y uno a la Alcarria

31 enero, 2012

A propósito de las líneas que dedicamos a CJC, una simpática, bienhumorada e inteligente lectora, llamada Aspasia, Anaspasia o Aspasiana (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), me animó a hablar «también, en otro orden de cosas, de Pastrana, que del viajecillo célebre se han cumplido poco ha 65 años».

Y ya que la cursiva ha traído a colación una de las primeras líneas del Quijote, bueno será no olvidar otra de las últimas: en esta, Cide Hamete Benengeli apostrofa a su pluma con un «ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía». La de nuestra lectora, muy bien cortada y delicadamente afilada, con eso «del viajecillo célebre» se refiere, como nadie ignora, al Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela. Lo llama viajecillo y no es menosprecio, sino definición; pues el viaje duró exactamente diez días: «del 6 al 15 de junio de 1946», como atestigua la última línea del viaje y certifica una testera de cuero —para mula o muleto, no se sabe— que el viajero compró en una talabartería de Guadalajara la misma mañana de su inicio.

Llegó en tren a Guadalajara. Recorrió los pueblos de la Alcarria preferentemente a pie, alguna vez en carro, una en autobús, donde hubo mareos, vómitos y una malaventura a medias merecida por haber pisado sin querer a una gitanilla: «¡Mal puñetaso te pegue un inglés borracho, esaborío!». Que sepamos, no llegó a utilizar la bicicleta, aunque un compañero eventual de viaje, que sí la usaba, hizo altos elogios de una herramienta a la que llamaba con cierta prosopopeya «mi corcel de acero». El viaje concluyó en Pastrana. En medio hubo una cárcel.

El viajero ocultó cuidadosamente el nombre del pueblo y del alcalde, como Cervantes el verdadero del tordesillesco autor del falso Quijote. Gracias a ese sótano maloliente en que estuvo encerrado «un día con su noche», yo aprendí un par de palabras misteriosas que toda la vida se han defendido del olvido. Se trata de ese «par de venencias de esperriaca», dos palabras que sonaron a mis oídos casi tan divinas como las del sacristán Pedro Gailo. Fueron recibidas, junto a unas sopas de ajo, en el calabozo de un pueblo de cuyo nombre no quiso acordarse.

Su filosofía de andar es «lo que surja». Se fija sobre todo en el paisaje y en los tipos, pero también en el vocabulario, en los proverbios de sabiduría popular, como «la mañana se ha hecho para andar, la tarde para mirar y la noche para dormir», o «el estómago es el barómetro del orden». En ocasiones pueden surgir unos «insalubres versos de Shelley: el vino, la miel, un capullo lunar, la zarzarrosa…»: pero el viajero, que tiene cierta prevención contra el sentimentalismo, en cuanto nota que «se torna sentimental… corta por lo sano», aunque a veces tampoco puede evitar que surja cierto «remordimiento de conciencia».

Se recrea en los tipos, esos tipos que poblarán muchos de sus cuentos, artículos y otros apuntes carpetovetónicos. Ahí está el buhonero que perdió «una pata», por no haber sabido hurtarla a tiempo de las ruedas del tren bajo el que pretendía suicidarse: «tiene los párpados mondos y lirondos, sin una pestaña, y lleva una pata de palo, mal sujeta al muñón con unas correas»; ahí el tonto sentado al sol hartándose de albaricoques; «un mozo epiléptico y quizá medio chiflado»; un mocito raquítico, canijo, anormal; otro «baldado de cintura abajo, sentado siempre en su silloncito de mimbre»; «niños pálidos y flacuchines»; un mendigo pintoresco que se despioja al sol; un viejo desdentado; los enfermos que se adivinan tras las puertas de la leprosería de Trillo…

A veces toma nota azoriniana del camino, del terreno que pisa, del sol inclemente y la sombra codiciada, del pájaro, del árbol, de la luna. También de los interiores y algunas curiosidades. Y así, sabemos que en la habitación —«inmensa, destartalada»— de cierta posada hubo un mapa de tiempos del Imperio Austrohúngaro, como en una película de Berlanga; y supimos que en Tendilla tenía «un olivar el escritor don Pío Baroja, para poder tener aceite todo el año».

De estirpe vagamente azoriniana es la nostalgia del tiempo pasado, que siempre fue mejor por el hecho de serlo: «El viajero piensa que a su amigo el viejo le pasa como a Brihuega —que antes, ¡había que verla!—, y como a todo el mundo y a todas las cosas». Un viejo, ahora inútil, lo expresa sin retórica: «El tiempo acaba con todo, ya ve usted». Lo nuestro es pasar, había escrito ya otro poeta muerto en un pueblo de paso y término «del último viaje»: el poeta don Antonio, recordado en las primeras páginas del cuaderno. El viajero piensa, en efecto, que «después, cuando pasa el tiempo, se nota como una gotita de acíbar en el corazón». Quizá por eso tejemos palabras y discursos: «conjuros contra la erosión del tiempo», escribiría Ana de la Robla, sesenta y cinco años después, desde su habitación secreta.

Los tipos, el paisaje. Se percibe el calor, la miseria, el silencio de la desconfianza. También el perfume que transmite en ocasiones («la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorana, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jatas, de chaparros y de tomillos»). Y es que, como dijo el médico de Budia, hay por allí «más de setecientas especies aromáticas diferentes; esa es quizá la causa de la calidad de la miel», y no sabemos si la misma que perfuma la prosa.

Una prosa por momentos melódica, salpicada de endecasílabos como el campo de amapolas, con los que habrían podido edificarse varios poemas cambiantes a lo Queneau: entre otras variaciones, este soneto isabelino está construido con endecasílabos espigados entre cerca de tres centenares dispersos en sus páginas. Otras combinaciones son posibles:

Con faja al vientre y pantalón de pana
con una americana color lila
el viajero descuelga la mochila
en el zaguán, en una palangana
los viejos van en mangas de camisa
una vaga cadencia de tristeza
con un pañuelo sobre la cabeza
el tartamudo está muerto de risa
a la puerta está Quico con la mula
viene con calma, distraídamente
el viajero recuerda vagamente
un grabado francés que se titula
L’amour et le printemps
. Por el andén
hace fresquito y se camina bien.

El viaje acaba en Pastrana, lo dijimos. Hoy, en la propia Plaza de la Hora, hay una lápida que atestigua el paso de aquel viajero por allí. Hoy, tras una larga y penosa incertidumbre, puede verse restaurado el palacio de la princesa de Éboli, a pesar de los destrozos que causó el abandono. En aquel 46, y en la misma habitación donde murió la princesa, cuenta nuestro viajero que «sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro». El artesonado, por fortuna, ha resistido; los tapices de la Colegiata han sido restaurados.

En el Convento del Carmen, hoy Hostería Real de Pastrana, tuvo lugar este episodio:

«El viajero, que tiene su pequeña historia familiar relacionada con la Orden, habla con el fraile.
—Yo tengo un tío abuelo o bisabuelo que fue franciscano, que martirizaron los infieles en Damasco. Hoy es ya beato, hace ya muchos años que lo es.
—¿Cómo se llamaba?
—Fray Juan Jacobo Fernández.
—No lo conozco.
Al fraile no parece importarle mucho el tío beato del viajero».

Cuatro años después, en La rosa —un libro de memorias muy temprano—, dedicará Cela dos páginas al beato que ignoró el fraile del Carmen. «Mi parentesco con el beato es claro —escribe allí—. Fray Juan Jacobo fue hermano de Rosa, la abuela de mi padre, venida al mundo el 18 de abril de 1810. A Fray Juan Jacobo lo martirizaron en Damasco el 7 de julio de 1860 […], pero la beatificación no se produjo hasta el 10 de octubre de 1926, siendo Papa Pío XI».

La rosa es un temprano libro de memorias. En su «prólogo en forma de aparente divagación» lo justifica Cela de este modo: «El Dante tiene un bello verso —en medio del camino de la vida— que pensé utilizar para título de estas memorias. Cuando estas líneas aparezcan, yo acabaré de estrenar los treinta y cuatro años. A mi edad le cabe, como anillo al dedo, el sentido del verso de la Divina Comedia. En medio del camino de la vida, los años transcurridos permiten que las cosas se vean ya con cierta perspectiva, y los años por transcurrir —esa cuenta cuyo precoz fallo no puede ni debe importar— nos dan el lastre y el aplomo necesario para no desorbitarlas». En el mismo prólogo habla de la memoria y de la muerte, «indefectible lo mismo que el cauteloso fin del amor». Cauteloso. Un adjetivo feliz y melancólico.

El Viaje a la Alcarria concluyó en Pastrana. Otro día volveremos a ella, porque allí tuvo casa Moratín, con una huerta de la que él mismo decía «que ya empieza a ser objeto de la admiración de los extranjeros». Camino de Pastrana se halla Horche: ahora la carretera lo evita. Hace más de siglo y medio nació allí Ignacio Calvo, el hombre que tradujo el Quijote en latín macarrónico. Pero de ellos hablaremos otro día.

De la Historia de Galicia de don Manuel Murguía dijo nuestro viajero que es «un libro lleno de paciencia». El viaje ha sido tranquilo, sosegado, quieto, un libro lleno de quietud. Del latín quietudo, derivado de quies, ha sido Pascal Quignard quien nos ha recordado que la palabra latina quies puede tener un triple significado: el descanso, el sueño, la muerte.