
Hoy, 31 de enero de 2013, se celebra el CL aniversario de la publicación de Cinco semanas en globo, el primer «viaje extraordinario» de Jules o Julio Verne. Con este motivo Oportet Editores se complace en publicar este artículo de Miguel Á. Navarrete, que ha estudiado en diferentes circunstancias entresijos poco visitados de la obra de Verne y de su forma de trabajar. En 1995 Navarrete tradujo, para la colección Tus Libros de Anaya, Veinte mil leguas de viaje submarino: allí llegó a conclusiones y descubrimientos sobre el original verniano que ni siquiera habían sido detectados en las mejores ediciones francesas. En estudios sucesivos siguió aclarando enigmas y secretos de la personalidad humana y literaria de Verne. Pero de eso y otras curiosidades vernianas quizá tengamos ocasión más adelante, aquí mismo, él de escribir y nosotros de leer.
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Hace ciento cincuenta años, el 31 de enero de 1863, se ponía a la venta Cinco semanas en globo, la primera obra publicada por Jules Verne que gozaría del favor inmediato y generalizado del público y de una acogida positiva de la crítica, y que encabeza desde entonces la larga lista de sus «Viajes extraordinarios».
Si, en sentido literal, Verne no efectuó un breve viaje en globo hasta diez años más tarde, en sentido metafórico su vuelo ficticio con el impresionante Victoria de su novela se ajusta perfectamente a la situación por la que atravesaba el autor, que llevaba años luchando por abrirse un hueco en el exigente mundo teatral y literario de París.
Un globo para echar a volar como escritor, para ascender «cada vez más alto» (¿no es «¡Excelsior!» la única palabra que ha de pronunciar Fergusson para ganarse la cerrada ovación y los vítores de los miembros de la Real Sociedad Geográfica de Londres, según nos recuerda Simone Vierne?), hasta contemplar la Tierra a vuelo de pájaro, como se observan con deleite los detalles de un mapa en un atlas, e ir cambiando de decorado igual que se manipula la tramoya en un escenario.
«Cada vez más alto» es también lo que exigía el loco polizón de uno de los primeros relatos que había publicado Verne, «Un viaje en globo» (en la revista Musée des familles en 1851), que pasará a la posteridad con el título «Un drama en los aires» acompañando a Una fantasía del Doctor Ox. Aquella incursión aérea había sido uno de los primeros tanteos por encontrar esa «forma nueva» de escribir que lo hará célebre, aunque su estilo y su trama eran aún demasiado endebles.
Lector y admirador de Edgar Allan Poe, a quien dedicaría un pequeño ensayo, Verne podría haberse inspirado también en los viajes fantásticos de los relatos «El camelo del globo» y «La aventura incomparable de un tal Hans Pfaall», que forman parte de las Historias extraordinarias del autor americano y de los que otro gran Julio, Cortázar, nos daría sendas versiones maestras.
Bajo la férrea tutela de su «descubridor», el editor Pierre-Jules Hetzel, de la que iría emancipándose progresivamente, Verne comienza a dar forma con Cinco semanas en globo a un proyecto en verdad enciclopédico, que le va a exigir una energía descomunal: recopilar y transmitir el saber científico, técnico y geográfico de su tiempo a los jóvenes y no tan jóvenes lectores de mediados del siglo XIX. El vehículo de este programa pedagógico, muy del gusto republicano de Hetzel, será una moderna novela de aventuras que se alimenta de millares de páginas de periódicos, revistas, boletines, diccionarios y obras de toda suerte que Verne consultará sin denuedo desde el alba y de los que tomará notas infatigablemente para aderezar su narrativa.
Que Verne fue capaz de crear una galería de personajes y de estampas de una mitología moderna con la suficiente fuerza magnética como para perdurar en la actualidad es algo indudable, aunque roce a veces lo estereotipado. Mientras escribo estas líneas, un helado domingo de enero en Bruselas, acabo de escuchar en la radio todo un homenaje a Veinte mil leguas de viaje submarino a raíz de la reciente filmación de un ejemplar de calamar gigante vivo en su hábitat natural en aguas del Pacífico. Hojeando la prensa de los últimos meses, Verne aparece como referencia de noticias tan dispares como la hazaña del saltonauta austríaco Baumgartner; la existencia o no de la isla Sandy en el océano Pacífico; el deshielo de parte de un glaciar en Islandia, e incluso el movimiento steampunk…
En todas ellas los periodistas hacen un guiño al Verne más conocido, pero ya sabemos desde Miguel Salabert —a quien nunca estaremos lo suficientemente agradecidos por su labor como traductor y divulgador, justo es recordarlo— que Jules/Julio Verne fue también «ese desconocido», un autor con un trasfondo mucho más rico que la imagen que ha llegado hasta nuestros días.
Celebramos ahora el CL aniversario del momento en que Verne comenzó a convertirse en el escritor francés más traducido de la historia: una invitación para llevarnos a una isla desierta la trilogía del Nautilus, como sugería a los lectores de este blog mi amigo Emilio Pascual, pero también para adentrarnos en las vetas más ocultas y en los laberintos de referencias de otras obras como Las Indias negras, El castillo de los Cárpatos, Los quinientos millones de la Begum, Matías Sandorf, Robur… o de tenebrosos relatos como Frritt-Flacc, cuyas lecturas parecen inagotables, vista la proliferación de juegos de palabras y de alusiones crípticas.
Verne «echó a volar» después de haber perseverado, en contra de la voluntad paterna, para seguir lo que había sido al principio una mera intuición o empeño juvenil: la dedicación permanente a la literatura, algo que fue consolidándose con los años en su fuero interno como la única salida profesional que le parecería digna de ser vivida. En Cinco semanas en globo ya se encuentra el embrión del estilo y de la manera de fabular y de construir los personajes que serán sus señas de identidad. Desde los aires, el mundo ofrece a nuestros ojos de lectores selvas, océanos, islas, mares, bosques, sabanas, desiertos, ríos, lagos o cataratas, por los que nos guiará con mano de maestro, deleitándonos e instruyéndonos al mismo tiempo, según la máxima intemporal, pero dejando también resquicios a una relectura más atenta y adulta de su obra.
Tal vez en su reestreno por los aires Verne no se sirviera solamente de los relatos de Poe o de su bien atestiguado interés por la navegación aérea. En ese momento en que consigue realmente romper las amarras que lo atan a una insípida vida burocrática y a un estilo teatral añoso y vodevilesco, en que empieza a afianzar su albedrío y su talento de novelista, puede que Verne —gran conocedor de los clásicos grecolatinos— recordara a Dédalo, uno de los grandes artífices de la mitología y aeronauta de las Metamorfosis de Ovidio. Retenido junto a su hijo Ícaro por el rey Minos, Dédalo sabe que, por mucho que este posea todo lo que lo rodea, el aire no le pertenece, sino que es el camino a la libertad, por el que es preciso transitar con inteligencia y prudencia.
Aquel enero de 1863, Verne dio comienzo a una serie de viajes extraordinarios por los mundos «conocidos y desconocidos» que se extenderían por casi noventa obras y que siguen vivos tantos años después, a cada momento en que el lector recobra su absoluta libertad con un libro en las manos y recuerda las palabras de Dédalo, que también son las de Verne: ibimus illac, «iremos por allí», toda una invitación a seguirlo.
Miguel Á. Navarrete