Cuando el mundo era un libro (2.ª parte) - Oportet Editores

Cuando el mundo era un libro (2.ª parte)

12 octubre, 2013

Cuando el mundo era un libro (2.ª parte)

II

Porque, cuando el mundo era un libro todavía, lo era pero no de modo unívoco. En un asteroide tan diminuto como el del Principito podían contemplarse cuarenta y tres puestas de sol en solo un día, pero también sufrir el acoso de los baobabs y la rebelión de los volcanes si no se los deshollinaba a tiempo. Todavía en 1924, una novela como La vorágine, de José Eustasio Rivera —que, como nadie ignora, acaba con un desolador «¡Los devoró la selva!»—, al principio de su segunda parte eleva una invocación sobrecogida ante lo desmesurado y aterrador de la selva:

«¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven tu oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. […]
Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que ya eran decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. […] Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. […]
¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! […] ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que solo sonríe tras las tumbas!».

Pues bien, también los lectores de los primeros tiempos se sintieron sobrecogidos ante «la adustez de la fuerza cósmica», y ante el «misterio de la creación». Hemos visto que el Dies irae empezaba con el fuego; el Libera me proseguía con el «desquiciamiento de los cielos y la tierra». Y he aquí cómo alguien advirtió las posibilidades que tenía el oscuro libro del mundo para iniciar un ejercicio de dominio y de poder sobre el lector más desprevenido e inocente. El fuego acogedor del campamento o de la cueva servía para volver a «contar antiguas historias», según el verso borgesiano; un personaje de Dickens lo evocaría así: «[El fuego] está encendido desde que nací. Nos pasamos toda la noche pensando y hablando juntos. […] Para mí es como un libro —decía—, el único libro que he aprendido a leer, y son muchas las viejas historias que me cuenta. Es como una música: conocería su voz entre mil, y hay otras voces en su murmullo. Tiene estampas también. No sabéis cuántas caras extrañas y cuántas escenas distintas veo en los carbones al rojo. Ese fuego es mi memoria, y me recuerda toda la vida» (La tienda de antigüedades, cap. 44). Pero al lado de ese piadoso fuego hospitalario coexistía el devastador de un incendio fortuito o provocado, como, al lado de la tierra que producía flores y frutos, los terremotos que desgajaban rocas y desviaban el cauce de los ríos. Tendrían que pasar todavía muchos siglos para que Gaston Bachelard viera en el fuego «un amor que sorprender» y en el amor «un fuego que transmitir», y así fundamentar su tesis «sobre el carácter sexual del frotamiento y del fuego primitivo» (Psicoanálisis del fuego, Madrid, Alianza, 1966, págs. 45 y 62), y para que Octavio Paz lo resumiera en una línea del «Liminar» de La llama doble: «El fuego original y primordial, la sexualidad». De momento el libro seguía mostrándose en ocasiones hostil e inexplicable. Y de pronto se introdujo en la lectura abierta del mundo el intérprete sin réplica.

Sabemos que el miedo en los humanos se incrementa por efecto de la imaginación, como también el placer, y aun en este caso la memoria borra o modifica circunstancias. Frente a los fenómenos previsibles surgió la pregunta por los imponderables. Por ejemplo, por qué un río de pronto huía de su cauce establecido y arrasaba cosechas y ganados; o por qué la luna se ocultaba en medio de la noche o el sol a mediodía, cosa aún más misteriosa y amenazadora. Recuerdo haber oído decir a mi padre que, durante un eclipse total de sol, hasta las gallinas empezaron a retirarse a los palos del gallinero sorprendidas por la repentina ausencia de la luz. Y uno de los prodigios registrados por los evangelistas a la muerte de Jesús fue precisamente que «el sol se oscureció, y las tinieblas se extendieron por toda la tierra desde la hora sexta hasta la nona» (Lc 23,44-45 y par.).

Cuando el mundo era un libro, pero un libro todavía enigmático, surtido de lecturas equívocas, alguien pensó que estos fenómenos naturales eran susceptibles de otra lectura. Hemos visto que el preguntarse por la razón de los fenómenos cuyas causas se ignoraban fue el principio de la filosofía; pero las respuestas para la explicación del mundo y, en una palabra, para la lectura serena del libro, se trasladaron a un mundo ultraterreno e inverificable. O dicho de otro modo, los primeros filósofos, sumidos todavía en perplejidades y preguntas, fueron sustituidos por la casta de los sacerdotes, cuyas certezas y respuestas se resumían en una: las causas últimas de todas las cosas se remitían a Dios, un ser que por definición tiene todos los prefijos in– y omni-. No solo es in-finito, in-mutable, in-visible, omni-potente, omni-presente, omni-sciente y eterno, sino también in-verificable, in-comprensible, y por ende in-cuestionable, al que no se le puede pedir cuentas de ninguno de los misterios de este mundo, porque quien está por encima del tiempo y del espacio no puede dar respuestas comprensibles a quien reside en unos niveles ínfimos de comprensión y de lenguaje. Hechiceros y brujos, magos y sacerdotes se hicieron depositarios de la interpretación única e incontestable, y así como Carlos Fuentes nos ha recordado que la población indígena del hemisferio americano «rememoró la creación del mundo en el Popol Vuh y la destrucción del mundo en el Chilam Balam» (La gran novela latinoamericana, pág. 10), en estos hemisferios las primeras explicaciones del principio y del final del mundo fueron religiosas. No en balde el primer libro de la Biblia se titula Génesis y el último Apocalipsis, que significa «Revelación» de lo oculto; entre los orígenes y las postrimerías, entre el principio y el fin, se establece un territorio sujeto al dominio de los dioses, cuyos únicos representantes e intérpretes son los sacerdotes. Como ante lo incomprensible e inefable no cabe apelación posible, toda respuesta, por mucho que la avale el sentido común y la razón, será tenida por falsa siempre que no se acomode a los dictámenes de la Razón Suprema.

Uno de los poemas más bellos de la Biblia es al mismo tiempo uno de los más paradójicos, por ser a la vez una valiente reacción contra la teología tradicional dogmática pero también una invitación al silencio ante los impenetrables secretos de la divinidad. Se trata de los capítulos 38-41 del Libro de Job. (El Libro de Job es un libro tan cruel como bello, porque con frecuencia olvidamos el prólogo en el cielo, y así no reparamos en que Job no pasa de ser un conejillo de indias para verificar un experimento de Yahvé; véase Apócrifos del Libro, págs. 91-99). Les recuerdo un poco el contexto. Job, un hombre justo de la tierra de Hus en Idumea, que lo ha tenido todo, lo pierde todo por aquella apuesta del Creador. Él ha sido educado en la teología tradicional, según la cual, el justo recibe su premio como el pecador su castigo. Y él, por más que se interroga y examina, no logra ver, no sabe dónde y en qué ha podido pecar para sufrir tanto castigo. Los teólogos tradicionales le dicen que nada es gratuito y que «algo habrá hecho», tranquillo popular característico de todo terrorismo. Ya se sabe: «Los teólogos dogmáticos son como Procrustes y su famosa cama: si eres más corto que ella, te estiran de los pies hasta que llegues; si más largo, te los cortan». Entonces, por primera vez, el paciente Job pierde la paciencia y casi blasfema. Perdónenme, pero se caga literalmente en la madre que lo parió: «¡Maldito sea el día en que nací y la noche en que me concibió mi madre!». Y suavemente desafía a Dios a que dé una respuesta convincente a tanto desasosiego. Y miren por dónde, como un deus ex machina, aparece al conjuro de Job ese Dios silencioso inabordable:

Y respondió Yahvé a Job de en medio del torbellino, diciendo:
¿Quién es este que empaña mi providencia con insensatos discursos?
Cíñete como varón los lomos. Voy a preguntarte, y tú responderás.
¿Dónde estabas al fundar yo la tierra? Dímelo, si tanto sabes.
¿Quién determinó, si lo sabes, sus dimensiones? ¿Quién tendió sobre ella la regla?
¿Dónde descansan sus cimientos o quién asentó su piedra angular…?
¿Quién cerró con puertas el mar cuando, impetuoso, salía del seno,
dándole yo las nubes por mantillas, y los densos nublados por pañales? […]
¿Has llegado tú hasta las fuentes del mar; te has paseado por las profundidades del abismo?
¿Se te han abierto las puertas de la muerte? ¿Has visto las puertas de la región tenebrosa?
¿Abarcas la inmensidad de la tierra? Dilo, si sabes todo esto.
¿Cuál es el camino de las moradas de la luz? ¿Conoces el lugar de las tinieblas
para conducirlas a sus dominios y enseñarles los senderos de su casa?
¡Seguro que lo sabrás, pues ya habías nacido y era ya grande el número de tus días!
¿Has ido a los escondrijos de la nieve? ¿Has entrado en los almacenes del granizo,
que guardo para los tiempos de la angustia, para el día de la guerra y la batalla?
¿Cuál es el camino por donde se difunde la niebla, por donde llega el viento solano?
¿Quién abre el camino a la inundación, y la senda al rayo tonante,
para empapar las áridas llanuras y hacer brotar la verde hierba?
¿Tiene padre la lluvia? ¿Quién engendra las gotas de rocío?
¿De qué seno sale el hielo? ¿Quién engendra la escarcha de los cielos?
Se endurecen las aguas como piedra y se congela la superficie del abismo.
¿Has atado tú los lazos de las Pléyades o puedes soltar las ataduras de Orión?
¿Eres tú el que a su tiempo hace salir las constelaciones y quien guía a la Osa con sus hijos?
¿Has enseñado tú a los cielos su ley y determinado su influjo sobre la tierra?
¿Alzas tu voz hasta las nubes para que te cubran de copiosas aguas?
¿Mandas tú a los relámpagos, y van ellos, diciéndote: «Henos aquí»? […]
¿Conoces el tiempo en que paren las gamuzas? ¿Has asistido al parto de las ciervas?
¿Consentirá el búfalo en servirte y en pasar la noche a tu pesebre?
¿Das tú al caballo la fuerza, revistes su cuello de ondulantes crines?
¿Le enseñas tú a saltar como la langosta, a resoplar fiera y terriblemente?, etc.

Hay otra novela de Bradbury, La feria de las tinieblas, en que resuenan las palabras del bíblico Yahvé en boca de un misterioso vendedor de pararrayos: «Bueno, ¿qué idioma habla el viento? ¿Qué nacionalidad tiene la tormenta? ¿De qué país vienen las lluvias? ¿De qué color es el rayo? ¿Adónde va el trueno cuando muere?» (I,1). Pero in illo tempore estábamos todavía en unos tiempos y lugares en que el caballo, sin ir más lejos, era un ser objeto de admiración y de lujo, casi solo digno de un rey. Y Yahvé prosigue apabullando a Job con otras maravillas del inmenso retablo de la creación, que muchos de los lectores u oyentes apenas si conocían de oídas y del legendario Nilo, un río que formaba parte de la mitología bíblica desde el Éxodo: así, el pájaro ibis; el hipopótamo, cuyos huesos describe «como tubos de bronce, y sus costillas como palancas de hierro»; el cocodrilo, del que, tras preguntar si sería capaz de pescarlo con anzuelo, sigue diciendo:

¿Quién jamás lo despojó de su manto, quién exploró la doble fila de sus dientes?
¿Quién le abrió las puertas de la boca? El círculo de sus dientes infunde terror;
su dorso está armado de láminas de escudos, compactas y cerradas como un guijarro;
Sus estornudos son llamaradas, sus ojos son como los párpados de la aurora…
Su aliento enciende los carbones, saltan llamas de su boca;
su corazón es duro como el pedernal, duro como la piedra inferior de la muela…
La espada que lo ataca se rompe, no resisten la lanza, ni el dardo, ni el venablo;
el hierro para él es como paja, y el bronce como madera carcomida.
El hijo del arco no le hace huir, las piedras de la honda son para él estopas,
para él la maza es como paja, y se burla del vibrar del venablo…

En realidad, este dios bíblico, cuyo sarcasmo heredaría alguno de sus profetas, no estaba hablando de recónditos misterios desconocidos, sino de fenómenos que ofrecía el propio mundo cuando todavía era libro. Pero, desde el momento en que la religión se hizo dueña del libro, y todo su contenido quedó convertido en un misterio, hermético, enigmático, solo ella tenía las preguntas y respuestas verdaderas. Por eso, ante las palabras irónicas de Yahvé: «¿Querrá el censor contender todavía con el Omnipotente? Vamos, que responda el que pretende enmendar la plana a Dios», al impaciente Job paciente, abrumado por esa manifestación de poder, solo se le ocurre responder con un humilde «Ya veo que lo puedes todo… Me retracto y hago penitencia en el polvo y la ceniza».

Una manifestación de poder, pues. Recuerden que en Las minas del rey Salomón hay un conflicto de poderes ante el hecho insólito de un eclipse de luna. Los hombres blancos «venidos de las estrellas», que juegan con ventaja porque saben que esa noche habrá eclipse de luna, juran apagar la luna si no se accede a sus pretensiones. El rey de los kukuanas, ante la pregunta blanca: «¿Es posible que un hombre mortal haga desaparecer la luna antes de su hora habitual, y que cubra la tierra con las cortinas de la negra noche?», responde riendo: «No, mi señor, eso no lo puede hacer ningún hombre. La luna es más fuerte que el hombre que la contempla, y tampoco ella puede alterar su curso». También la isanusi, la hechicera Gagool, que ve peligrar su poder ante otro más fuerte que el suyo, grita: «¡Oídle, oídle! Escuchad al embustero que dice que va a apagar la luna como si fuese una lámpara. Que lo haga y la chica será perdonada. Sí, que lo haga, o si no, que muera con la muchacha, él y los que con él están». «Pues yo os digo —replica el hombre blanco— que mañana por la noche, dos horas antes de la media noche, nosotros haremos que la luna desaparezca durante una hora y media, y una profunda oscuridad cubrirá la tierra, y esa será la señal de que Ignosi es el verdadero rey de los kukuanas». Observen que ha empleado la palabra señal (o signo), un leitmotiv de los dos testamentos, el nuevo como el antiguo.

Este conflicto de poderes entre dioses, profetas o sacerdotes no es algo nuevo ni un elemento puramente novelesco. Recordemos que en la Biblia hay un episodio semejante, en el capítulo 18 del Libro I de los Reyes, desarrollado esta vez entre Elías y los profetas de Baal. Allí se trata de una sequía que empieza a ser insoportable, y un día el profeta Elías se presenta ante el rey Ajab —de quien, por cierto, tomó su nombre el capitán de Moby Dick— y le lanza abiertamente un desafío: «Sólo quedo yo de los profetas de Yahvé, mientras que hay cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Que traigan bueyes para que escojan ellos uno, lo corten en pedazos y lo pongan sobre la leña, pero sin poner fuego debajo; yo haré lo mismo con otro. Después invocad vosotros el nombre de vuestro dios y yo invocaré el nombre de Yahvé. El dios que respondiere con el fuego, ese sea Dios». El resultado es de todos conocido. Tras unas intervenciones de Elías, irritantes de puro sarcásticas, a propósito de la mudez y sordera de Baal ante las continuas invocaciones de sus profetas, baja el fuego de Yahvé que consume no solo los bueyes y la leña, sino las piedras, el polvo y hasta lame las aguas de la zanja. La derrota de Baal se saldó con el degüello de todos sus profetas en el torrente Cisón.