I
En 1996 hubo un libro que recibió el «Premio de literatura infantil y juvenil alemana» y el «Premio al mejor libro juvenil suizo». El autor, suizo de lengua alemana, se llamaba Jürg Schubiger y había nacido en Zürich, en 1936; el libro se titulaba Cuando el mundo era joven todavía, y en español fue editado en la colección «Leer y pensar».
Cuando era joven todavía, apunta Schubiger, el mundo se llamaba paraíso. Los cuentos suelen tener final feliz. Todos sabemos que el paraíso tuvo buen principio, pero no final feliz, cumpliendo así el refrán que solía repetir mi abuela: «No quiero ver a mis hijos con buenos principios». De modo que Schubiger decidió volver a empezar:
«Cuando el mundo era joven todavía, hubo que empezar por aprender a vivir. Las estrellas se reunieron para formar figuras. Algunas ensayaron al principio una jirafa, después una palmera y luego una rosa, hasta que inventaron la Osa Mayor. Otras formaron una pequeña niña de la que surgió después Virgo. Mientras tanto otras estrellas habían formado un sagitario, un dragón, un toro o un cisne.
Las piedras lo tenían más fácil. Se volvieron duras y pesadas en el acto. Fueron las primeras cosas acabadas.
El sol comenzó a brillar, aprendió a salir y a ponerse. Cualquier otra cosa que intentara no le salía. Por ejemplo, cantaba. Pero su voz ronca asustaba al mundo entero, que aún era nuevo y sensible.
Durante mucho tiempo la luna no supo lo que tenía que aprender. ¿De verdad tenía que brillar? De día contestaba que no; de noche, que sí. Como no podía decidirse, hacía lo siguiente: engordaba y adelgazaba, se llenaba y se vaciaba. Lo que sí aprendió fue el cambio constante.
El agua aprendió a fluir. Lo consiguió cuando notó que para ello sólo había un camino: siempre hacia abajo, hacia abajo.
El viento estuvo quieto durante mucho tiempo. Por eso al principio no era nada ni nadie en realidad. Pero entonces descubrió que podía soplar.
Era fácil vivir. A cada uno le bastaba descubrir qué era exactamente lo fácil. Para el fuego era algo distinto que para la madera; para el pez, algo diferente que para el pájaro; para la raíz, algo diferente que para la rama.
El mundo se tomó su tiempo para organizarse. Después todo marchó solo. La lluvia no tenía más que caer de las nubes para verterse sobre la tierra, las personas no tenían más que abrir los ojos para ver lo bueno que era todo. Si cada uno hacía lo que le resultaba más fácil, el mundo quedaba ya bastante ordenado.
El mundo estaba bastante ordenado todavía…»
Todavía… De pronto, algo perturbó el plácido discurrir de aquella bolita perdida en algún rincón aún no encontrado del universo. Ese algo fue la aparición del ser humano. Andando el tiempo, los escritores satíricos, no sé si los más pesimistas o los mejor informados, empezaron a ver al ser humano como el ser más dañino y perjudicial de la creación. Dostoievski afirmó que «la mejor definición que del hombre pudiera darse sería ésta: ser bípedo e ingrato» (Memorias del subsuelo, VIII); un personaje del cuento de Chéjov, «Casa con desván», aseguraba que «el hombre sigue siendo lo que era antes: el más inmundo y carnívoro de los animales»; otro de Albert Cossery añadía que «el hombre se ha convertido en una fatalidad para sus semejantes. El hombre se ha vuelto peor que un terremoto. En todo caso, hace más daño» (Mendigos y orgullosos, Barcelona, Muchnik eds., 1998, pág. 208). Hermann Hesse corroboraba que «no hay nada tan malvado, salvaje y cruel en la naturaleza como el hombre normal» (Lecturas para minutos, Madrid, Alianza, 2000, pág. 34); podrían multiplicarse los juicios hasta llegar al tan repetido de William S. Gilbert: «El hombre es el único error de la naturaleza». Pues bien, según los científicos actuales parece que Gilbert tenía razón, y que, en efecto, la aparición del bípedo implume se debió a un cruce de cables —y nunca mejor dicho— en las conexiones cerebrales de nuestros antepasados, de modo que un día el mono desnudo empezó a pensar.
Pensar es asombrarse y también asustarse; pensar es preguntarse, hablar, contar. Borges, en un prólogo que ya ha sido citado en «Las gafas del editor», lo resumió así: «Aristóteles escribe que la filosofía nace del asombro. Del asombro de ser en el tiempo, del asombro de ser en este mundo, en el que hay otros animales y estrellas. Del asombro nace también la poesía».
La situación del hombre ante el universo, mezcla de curiosidad y asombro, es la misma que experimentamos ante un libro cerrado, o ante el mismo libro abierto si está escrito en un idioma desconocido. Tomás de Aquino, recogiendo la doctrina de Aristóteles, dedujo que hay en los hombres un deseo innato de conocer las causas de los secretos que el mundo les ofrece. Y así, por la admiración y curiosidad ante los fenómenos de la naturaleza, los hombres empezaron a filosofar.
Alberto Manguel ha dejado escrito en más de un sitio que «una de nuestras más antiguas metáforas declara que el mundo es un libro». Pero, en aquellos tiempos, el mundo era un libro cuyo contenido, caligrafiado a partes iguales de fascinación y espanto, reproducía un código todavía sin descifrar. Mucho antes de que Galileo dijera que «el Libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático», el hombre primitivo observaba fenómenos fijos y variables: la puesta y la salida del sol, que inspiraría a Blanco White un hermosísimo y quizá utópico soneto; el ir y venir de la luna y las estrellas, con su tamaño y luminosidad mudable o su permanente parpadeo; el agua y la arena, cuyo discurrir y deslizarse entre los dedos darían a Heráclito un río escurridizo en el que nadie se baña dos veces, un endecasílabo a Quevedo («¡Cómo de entre mis manos te resbalas!») y relojes para sujetar el tiempo, hasta el punto de que Juan de Mairena concluyó que «el hombre es el animal que mide su tiempo. Sí; el hombre es el animal que usa relojes»; el esplendor y la fugacidad de la rosa, que iba a sugerir toda una serie de paralelismos con la cuna y la sepultura (como aquel calderoniano «cuna y sepulcro en un botón hallaron»); la propia cuna y la propia sepultura, es decir, los misterios del nacimiento y de la muerte, siempre presentes y nunca satisfactoriamente explicados; la siembra y la cosecha; la lluvia saludable y la tempestad aterradora, el fuego que calienta y que destruye, el aire que da vida y que doblega los troncos de los árboles, la tierra que sostiene las plantas y devora los cuerpos de los muertos…
Cuando el mundo era un libro todavía, los lectores estaban muy indefensos. Todo era mágico, y dado que —fuera o no fuera el mundo un paraíso— no existía la escritura, todos los signos y misterios de la naturaleza había que confiárselos al arca, tan delicada, tan frágil siempre, de la memoria. Tras el libro abierto y todavía misterioso del mundo, estos fueron los primeros libros de que tenemos noticia, sin más materia prima que las intrincadas circunvoluciones cerebrales. Ortega llamó la atención sobre el prodigioso rendimiento de la memoria de estos libros ambulantes que en los primeros tiempos albergaron todo el conocimiento del mundo. Recordemos que los poemas más antiguos de que tenemos noticia fueron transmitidos oralmente de generación en generación; recordemos que poemas tan extensos como el Ramayana o el Mahabhárata fueron retenidos en la memoria de esos libros, andantes como caballeros, hasta que fueron codificados por escrito entre los siglos V y I anteriores a nuestra era; Ortega añadía que los más viejos eran libros más voluminosos porque contenían más páginas en la encuadernación sin par de la memoria: para hacerse una idea, baste recordar que el gigantesco Mahabhárata, con sus más de 100.000 slokas —estrofa de dos versos de 16 sílabas—, equivaldría a unos 260.000 hexámetros, es decir, más de 26 Eneidas.
Todo el mundo sabe que Ray Bradbury propuso en Fahrenheit 451 un final semejante a este principio, pero opuesto por el vértice. El Dies irae empieza su «día de ira» imaginando un mundo disuelto en pavesas, y sometido de ese modo a temperaturas solo en el núcleo del sol imaginables; Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel, y Bradbury imagina un mundo en que todos los libros han sido sometidos a 451º F (o 233º C), de tal modo que, para no perder el mundo del saber y del contar, es preciso recurrir al mismo artificio del principio.
«El sol ardía a diario —pensaba Montag—. Quemaba el Tiempo. El mundo corría en círculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a la gente, sin ninguna ayuda por su parte. De modo que si él quemaba cosas con los bomberos y el sol quemaba el Tiempo, ello significaría que todo había de arder… Alguno de ellos tendría que dejar de quemar. En algún sitio habría que empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo tuviera un nuevo principio, y alguien tendría que ocuparse de ello, de una u otra manera, en libros, en discos, en el cerebro de la gente, de cualquier manera, con tal que fuese segura, al abrigo de las polillas, de los pececillos de plata, del óxido, del moho y de los hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los tipos y tamaños».
Y así Bradbury, en un mundo de incendiarios del libro, idea esa secta de «vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior», que memorizan todos los libros habidos, de modo que, cuando uno quiere leer La República de Platón o ese «malicioso libro político» que es Los viajes de Gulliver, no tiene más que recurrir al hombre-libro que lleva su nombre y llamar a las puertas de su memoria. Una forma original, en cuanto que se remonta a los orígenes, de preservar lo escrito por el método anterior a la escritura.
Pero regresemos al principio. Cuando el mundo era un libro todavía, al lado de los misterios que encerraba, abrió las compuertas de la metáfora. Alguien, contemplando los levantes de la aurora y sus perfiles, vislumbró la aurora de rosáceos dedos muchos siglos antes de que Homero la acuñara por escrito en aquella rododáctilos augé de nombre imperecedero. Muchos siglos antes de que María Zambrano, en un libro titulado precisamente De la aurora, supusiera que «los mundos creados nacieron de la luz y del sonido» (Madrid, Turner, 1986, pág. 99); muchos siglos antes de que los astrofísicos adivinaran el ruido y la furia del big bang, los asombrados ojos de los primeros lectores de la naturaleza percibieron el trueno y el relámpago que solían preceder a la tormenta. Pero tampoco creamos que el archivo de la metáfora surgió de un simple amanecer como el paraíso. Una vez le preguntaron al licenciado Vidriera cuál «era la causa de que los poetas, por la mayor parte, fueran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza». Como es evidente, ese retablo de desayuno con diamantes solo pudo ocurrir cuando el hombre primitivo había dejado de serlo en parte, puesto que había pasado ya de la piedra a los metales.
Parece que el metal empezó a pervertir algunas cosas. No solo fue el material de que se forjaron las herramientas; también lo fue el de las armas, «ofensivas y defensivas», como diría don Quijote, antes de que el profeta anunciara la «paz perpetua» con una vuelta a los orígenes: «De sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces; no alzarán la espada gente contra gente ni se ejercitarán para la guerra» (Is 2,4). Es decir, no habrá milicia ni servicio militar, una de las premisas que propuso Kant para La paz perpetua: «Con el tiempo, los ejércitos permanentes (miles perpetuus) deben desaparecer por completo». Fue don Quijote —que sin embargo también pronunciaría un discurso sobre las armas y las letras— quien recordó antes los cabreros que le ofrecieron un trozo de queso y bellotas avellanadas el viejo mito de la edad de oro, una especie de segundo paraíso cuando el mundo era libro todavía:
«Dichosa edad —les dijo don Quijote a los cabreros—, dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. […]. No había el fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje [la arbitrariedad] aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado» (I,11).
Observen. Don Quijote ha hablado de tuyo y mío; es decir, ha introducido la noción de propiedad, que es la primera manifestación de poder. Isaac McCaslin —el protagonista de la novela de Faulkner, Desciende Moisés— no tenía ninguna propiedad y nunca la deseó puesto que, según afirmaba, «la tierra no era de ningún hombre sino de todos los hombres, como lo eran la luz y el aire y las estaciones» (Madrid, Cátedra, 1990, págs. 43-44). Rousseau, en el libro que lleva mi nombre, aseguraba que «el demonio de la propiedad infecta todo lo que toca» (Emilio, final del libro IV). El poder se ejerce de muchos modos, y uno de ellos, quizá el más sutil, es el de tener las llaves de los arcanos del misterio. Los liberales americanos, que conocen como nadie el poder del dinero, han acuñado la expresión «información es poder». No solo el metal empezó a pervertir las cosas: algo se había torcido ya cuando el libro del mundo comenzó a ser explicado interesadamente por los primeros explotadores del miedo y del misterio: los magos, los hechiceros, los brujos, los sacerdotes.
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