Llevo un tiempo preguntándome por qué son necesarios los correctores. Y no me refiero a los de los programas informáticos. Al de carne y hueso. A ese que está detrás del texto de un autor.
Cualquier agencia de publicidad, cualquier gabinete de comunicación resaltará por encima de todo que su tarea es la de ser capaz de hacer llegar a un destinatario un mensaje de manera coherente, estructurado y perfectamente comprensible.
Porque parece evidente que el resultado de un texto (del tipo que sea) define en gran medida a su creador. El emisor queda retratado desde su emisión. Es así, no nos engañemos.
Hay una máxima —dicen los expertos— en la lectura de un texto: si hay que volver a leer un párrafo, porque no se ha entendido bien, más veces de las que se piensa será porque es excesivamente farragoso, no está bien presentado o tiene deficiencias importantes en su desarrollo. Una buen texto no es negociable para cualquiera que pretenda comunicar sin perder credibilidad desde la base.
Todos los textos necesitan una corrección ortotipográfica y muchos de ellos, además, una corrección de estilo. ¿Por qué omitir lo que va a proporcionar una mejora y por tanto un resultado más productivo?
Todos sabemos a qué se dedica un cocinero. O un fontanero. O un electricista. Pero cuando se intenta argumentar por qué la profesión de corrector es dura y aparentemente poco gratificante, el interlocutor no siempre es capaz de comprenderlo.
El corrector se encarga de eliminar la broza de los mensajes. Casi nada.
Se atribuye a Confucio un texto de esta guisa:
A un sabio chino de la remota antigüedad le preguntaron sus discípulos un día qué sería lo primero que haría si se le concediera el poder de arreglar los asuntos de la nación. Les contestó: «Desde luego haría que se hablara correctamente». «Pero maestro —le dijeron— eso es algo sin importancia, ¿por qué queréis atribuirle tanta?», a lo que el maestro respondió: «Cuando no se habla correctamente, lo que se dice nunca es lo que se pretende. Si lo que se dice no es lo que se pretende, lo que habría que hacer se queda sin hacer. Si esto se queda sin hacer, la moral y el arte se corrompen. Si se corrompen la moral y el arte, la justicia pierde el rumbo. Y si la justicia pierde el rumbo, el pueblo cae en la más absoluta confusión».